Hace ya años, Ridley Scott afirmó solemnemente que la ciencia–ficción estaba muerta. Pero bastante antes de que el cineasta contradijera sus palabras con sus actos y comenzara a preparar Prometheus, en 2004 comenzaron a circular rumores sobre su implicación como productor –junto a su hermano Tony–, en un proyecto televisivo de gran envergadura que ofrecería una nueva versión de una historia ya de sobra conocida por los aficionados del género: La amenaza de Andrómeda. Cuatro años después, dividida en dos entregas, los telespectadores pudimos asistir una vez más a la más clásica de las historias de virus alienígenas.
Un satélite se estrella una noche en las afueras de Piedmont, Utah. Dos adolescentes que se encontraban en las cercanías transportan en su furgoneta el artefacto hasta el pequeño pueblo. Cuando los militares llegan para recuperar su juguete, se encuentran con que todos los habitantes han sufrido una muerte horrible. Se ha desatado una epidemia.
Inmediatamente se establece una zona de cuarentena y se pone en marcha el protocolo Wildfire, diseñado por el doctor Jeremy Stone (Benjamin Bratt) para caso de alertas biológicas. Él mismo y otros cuatro epidemiólogos son recluidos en un laboratorio de alta tecnología junto a los dos únicos supervivientes del pueblo, un viejo alcohólico y un bebé, con el fin de averiguar qué es ese virus (bautizado Andrómeda) y cómo puede combatirse. Por su parte, el periodista Jack Nash descubre que los militares están tratando de ocultar algo y él mismo se convierte en presa de siniestros elementos del gobierno que quieren silenciar cualquier filtración a toda costa.
Andrómeda escapa de la zona de cuarentena utilizando animales como vectores de propagación. Mientras el peligro se extiende, los científicos de Wildfire llegan a conclusiones sorprendentes sobre el origen espacial del virus…
La amenaza de Andrómeda (1969) fue el quinto libro de Michael Crichton pero el primero que publicó firmando con su propio nombre. También se convirtió en la primera de sus novelas en recibir adaptación cinematográfica en una cinta dirigida por Robert Wise en 1971. Ya analizamos con cierto detalle ambas obras en este espacio, por lo que me remito a sus respectivos artículos.
La adaptación televisiva que en esta ocasión comento fue producida, como he dicho al principio, por los hermanos Scott y dirigida por Mikael Salomon, responsable de la fotografía en The Abyss (1989), realizador de varias películas menores y consolidado director para la pequeña pantalla de series y miniseries como Terremoto en Nueva York, Alias o Hermanos de sangre.
Lo primero que hay que decir es que resulta dudoso que Michael Crichton reconociera su novela en esta reciente versión. Quizá fue por eso por lo que decidió aparecer en los créditos como J. Michael Crichton, como si esa letra extra le proporcionara una especie de anonimato.
La película de 1971 era muy fiel al texto literario, realizando sólo cambios menores (como el que uno de los científicos fuera una mujer). Se trataba básicamente de una historia de médicos-detectives trabajando contra reloj para hallar una cura contra un virus llegado del espacio. En esta nueva miniserie, ese núcleo original se ha engordado con tantos elementos que lo único que queda de la historia inicial son las escenas de apertura y la idea muy general de un letal virus ajeno a la biología terrestre. En primer lugar tenemos una conspiración militar (aunque nunca se dice en qué consiste exactamente) con testigos molestos asesinados y fascistoides agentes del gobierno cometiendo en la sombra todo tipo de tropelías; en segundo lugar, una epidemia que se extiende (en el libro sólo existía un foco, quedando rápidamente contenida en el laboratorio Wildfire) infectándolo todo: los animales, el agua, la vegetación y mutando con imposible rapidez mientras avanza hacia California. Más extraño aún, el virus no se limita a matar a los humanos, sino que los vuelve maniacos homicidas o los impulsa a horribles suicidios. Para colmo, se sugiere que el ser es inteligente y, como si de un gran órgano se tratara, capaz de transmitir información a distancia a todos sus dispersos componentes. El guionista ha creado un supervirus tan fenomenal que la victoria final sobre él resulta difícil de creer.
Y en tercer lugar, el que quizá sea el añadido más chirriante a la historia: la explicación de la naturaleza y origen de Andrómeda. Para Michael Crichton, Andrómeda no era más que un virus capturado por un satélite orbital. Ni más, ni menos. No hacía falta complicar el argumento para tejer una historia tan apasionante como inquietante. Ahora, sin embargo, se introducen atropelladamente toda una serie de conceptos de física avanzada que no hacen más que confundir al espectador no avezado: agujeros de gusano, viajes temporales, nanotecnología, mensajes del futuro en código ASCII ocultos a nivel molecular… El guionista Robert Schenkkan no se dejó nada en el tintero.
Naturalmente, los tiempos han cambiado desde que se publicó la novela original. Entonces, los militares aún pasaban por ser los buenos, los únicos capaces de defendernos de las invasiones procedentes del espacio exterior.
Hoy, varias guerras y escándalos más tarde, se mira al estamento militar y político con desconfianza y sospecha, acusándolos, en el mejor de los casos, de opacidad y defensa de oscuros intereses. Esa perspectiva está muy presente en la miniserie (su desasosegante final lo deja bien claro), así como otros elementos propios del signo de los tiempos si bien no se les llega a otorgar el relieve necesario: el miedo al terrorismo, las agresiones medioambientales (el asalto de los ecoterroristas y el destino final de los respiraderos submarinos nunca llega a solucionarse satisfactoriamente) o los periodistas empotrados en el ejército.
Es verdad que había aspectos que era necesario actualizar respecto a la propuesta original. Al fin y al cabo, cuando Michael Crichton escribió su libro en 1969, el Centro para el Control de Enfermedades de Estados Unidos acababa de construir su primer laboratorio de biocontención. Y aunque la novela sigue manteniendo intacto su emocionante pulso (razón por la que se sigue reeditando una y otra vez), la película de 1971 no ha envejecido tan bien. Ésta se rodó de tal forma que los científicos parecían ellos mismos gérmenes en el interior de enormes y asépticas instalaciones. La fascinación que entonces despertaba ese planteamiento visual y conceptual se ha disuelto ante los continuos avances científicos. Los ordenadores que aparecían en aquella película, por ejemplo, con sus lucecitas parpadeantes y primitivas pantallas, hoy no hacen más que provocarnos una sonrisa y un fugaz pensamiento acerca de lo ingenuos que fueron los guionistas de entonces.
Por otro lado, la lentitud y frialdad documental que exhibía la cinta de Robert Wise no conseguiría conectar hoy con un público más emocional y amante de un ritmo narrativo más rápido. En este sentido, probablemente, los hermanos Scottcomprendieron que el telespectador de hoy no soportaría dos horas de escenas en las que un grupo de científicos anónimos discuten tests, resultados o teorías biológicas, habiendo de esperar a que llegaran los minutos finales para ver algo de acción. El problema es que además de añadir más capas y tejer una trama más compleja, esta miniserie parece haberse tomado una dosis doble de esteroides.
Mientras que la novela y la película eran, como he apuntado, historias de detectives/científicos, ese aspecto queda aquí minimizado y reemplazado por la mecánica narrativa propia del thriller de acción más trepidante. Hay asesinatos, suicidios, un bombardero que se estrella haciendo detonar un artefacto nuclear, pájaros que atacan a la gente… La última parte consiste sobre todo en una larga persecución campo a través en la que el periodista Jack Nash (Eric McCormack) huye de los asesinos enviados por el ejército; y el clímax final, aunque mantiene la estructura original (el científico trepando por el pozo de ventilación mientras se escucha la cuenta atrás de la explosión nuclear) se adorna con más gente, más efectos visuales y la muerte de varios protagonistas. Hay más capas, sí; pero no mejor resueltas. Es ahora cuando podemos apreciar mejor la sencillez –que no simplicidad– del relato original.
Las irregularidades del guión tratan de compensarse hasta cierto punto con la inclusión de llamativos chismes tecnológicos –aunque sin duda dentro de unos años contemplaremos con condescendencia estos mismos ingenios futuristas : papel electrónico, pantallas de ordenador tridimensionales, transferencia instantánea de datos en dispositivos multimedia… El que los efectos visuales se conviertan en un personaje tan llamativo como los interpretados por los actores no augura nada bueno respecto a la capacidad de supervivencia de esta miniserie.
El paso del tiempo también se hace patente en otro aspecto en el que la miniserie difiere profundamente de sus antecesoras: el tratamiento de los personajes. En la novela de Crichton y la película de Wise, los científicos eran individuos anónimos y anodinos que se comportaban casi como autómatas. No eran más que instrumentos al servicio del avance de la historia y transmisores de información al lector/espectador. Ahora, para empezar, los cinco hombres originales han sido sustituidos por tres varones y dos mujeres de razas diversas (hay una doctora negra y un científico asiático), lo cual, en principio, no es ni malo ni bueno. El problema es que el intento de crear un lazo de empatía entre los personajes y el espectador se hace a base de tópicos que nunca llegan a tomar auténtica forma o siquiera resolverse.
El doctor Stone tiene el típico hijo adolescente gruñón y rebelde; además, resulta que tuvo un lío romántico con otra de las doctoras del grupo cuando ésta era estudiante y él profesor, asuntillo del que aún quedan cabos sueltos. El virólogo exiliado Tsi Chou (Daniel Dae Kim) carga con un complejo de culpa por sus antiguos experimentos para el gobierno chino. El periodista Jack Nash es un adicto en rehabilitación. Y el antipático y protofascista científico militar Bill Keene (Ricky Schroder) resulta ser gay. Dado que de él depende en última instancia la supervivencia del proyecto –tiene la llave de desactivación del ingenio nuclear que puede destruir el laboratorio–, se produce, como él dice, el irónico resultado de que el desenlace depende precisamente del tipo de persona menos apreciado por el ejército. Pero todos esos dramas personales que el guionista nos sugería que iban a jugar un papel más o menos relevante en la trama, quedan totalmente olvidados en cuanto comienza la acción de verdad, lo que hace que pierdan totalmente el sentido y que el esfuerzo por crear personajes con los que poder identificarse no haya servido para gran cosa.
Con todo, es una miniserie técnicamente bien hecha y con suspense –el respaldo de los hermanos Scott tenía que servir de algo–, mantiene el interés durante tres horas –lo que ya es mucho decir– y aunque sin duda tiene defectos, muchas de las críticas negativas (como he apuntado) provienen en realidad de su cotejo con una obra literaria o una película anterior. Quién no haya leído o visto ninguna de aquéllas, será quien tenga más posibilidades de sentarse y disfrutar de la historia, ajeno a cualquier comparación desfavorable.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.