Nadie vio venir a Robocop y mucho menos los mismos espectadores que acabarían convirtiéndolo en un éxito. La película se anunciaba en tráilers y anuncios como un violento film de serie B, una derivada fantacientífica del género de drama policiaco más sucio que floreció en los setenta y ochenta. Pero además de constituir un giro refrescante –y especialmente sangriento- respecto a lo habitual en ese tipo de películas, también resultó ser sorprendentemente divertida, inesperadamente satírica y mordaz. En definitiva, un ilustre miembro de esa reducida categoría que podría denominarse “basura inteligente”.
La acción transcurre en el distópico Detroit de un futuro cercano, donde la empresa privada OCP (Omni Consumer Products Corporation) dirige la fuerza de policía. Los ejecutivos de aquélla quieren aumentar sus ingresos derribando la parte vieja y muy deteriorada de la ciudad y edificar allí un ambicioso proyecto urbanístico. Para ello se sirven de la policía, que debe limpiar de peligrosos criminales la zona. Sin embargo, los efectivos disponibles, mal dotados y enfrentados a un tipo de delincuentes extraordinariamente violentos, no son suficientes. Así, aparecen dos proyectos posibles con los que reforzar el cuerpo policial: un robot fuertemente armado y un ciborg. Tras el estrepitoso fracaso del primero durante una prueba, el presidente de OCP da vía libre al segundo.
Mientras tanto, el agente de policía Alex Murphy (Peter Weller) llega a su nuevo destino, una complicada comisaría donde le emparejan con Ann Lewis (Nancy Allen). En su primer día de patrulla se topan con una banda de sádicos criminales liderados por Clarence Boddecker (Kurtwood Smith) y éstos les reducen y torturan a Murphy volándole a tiros los brazos y las piernas antes de dejarle por muerto. El ambicioso ejecutivo de OCP a cargo del proyecto ciborg, Robert Morton (Miguel Ferrer), reclama la propiedad del cuerpo para la empresa, le borra la memoria de su comatoso cerebro y lo reconstruye con un exoesqueleto blindado y un ordenador en su cabeza. Nace así Robocop.
Pero la personalidad y recuerdos de Murphy no han sido completamente eliminados y cuando éstos empiezan a aflorar, el ente que ahora forman él y el ciborg Robocop deben aprender a convivir en una nueva realidad al tiempo que busca a los criminales que le asesinaron. Éstos, sin embargo, cuentan con el apoyo encubierto de individuos bien situados en la propia corporación que está a cargo de la policía….
Después de dar muchas vueltas con su guión a cuestas, Michael Miner y Ed Neumeier consiguieron vendérselo a la productora Orion, que aún recordaba lo bien que había funcionado Terminator (1982), película que no habían producido pero sí distribuido. Al fin y al cabo, de lo que se trataba aquí era de algo parecido, ¿no? Pero en vez de con un “robot” malo, con uno bueno. Y entonces empezó la búsqueda de un director que poner al frente del proyecto, tarea que se reveló más difícil de lo esperado. A priori, el guión no prometía demasiado: la idea de un policía robotizado o ciborg no era nueva, la trama cabía en un dedal y los diálogos parecían sacados de una película de serie B. De hecho, cuando Verhoeven leyó el guión lo rechazó por «estúpido» y fue su mujer quien le urgió a que reconsiderara su decisión. Y lo hizo, descubriendo que, después de todo y tras darle un toque más realista y transformar la comicidad que planteaba el libreto original en descarnada sátira, Robocop podía ser un vehículo perfecto para sus obsesiones y estilo.
La idea de Neumeier de una compañía de defensa con tendencias neofascistas conspirando para rehacer el centro de Detroit mientras sus corruptos ejecutivos cerraban tratos con criminales (idea basada muy libremente en las propias experiencias de Neumier como ejecutivo de la industria del cine y sus opiniones sobre la guerra de Vietnam), le brindaron a Verhoeven el escenario ideal sobre el que desplegar un ácido comentario social, una metáfora sobre el potencial deshumanizador de la tecnología y, por supuesto, salpicarlo todo con la sangre y explosiones desmesuradas que tanto le gustaban .
Muchos aficionados a la ciencia-ficción fruncieron el ceño cuando se anunció el título de la película y el eslogan que lo acompañaba: “Parte hombre. Parte Máquina. Todo Policía”. Al fin y al cabo los policías robotizados habían sido asiduos de la televisión y el cine setenteros, normalmente emparejados con algún inspector veterano, gruñón y reacio inicialmente a aceptar a su inusual compañero. Pero la desconfianza dio paso a la entrega absoluta ante la perversa combinación de ultraviolencia, acción y sátira que ofrecía la película.
Y así, de forma inesperada, Robocop obtuvo un éxito colosal. Realizado con un modesto presupuesto de 13 millones de dólares recaudó 53 sólo en Estados Unidos y se convirtió en un blockbuster internacional. No tardó en obtener la consideración de clásico moderno del género, se hicieron secuelas, una serie de animación y en la década siguiente a su estreno el tema del policía ciborg (u “organismo cibernético”, término acuñado en 1960 y que hace referencia a un ser orgánico con partes mecánicas o viceversa) fue uno de los más utilizados por el cine que mezclaba acción y ciencia-ficción.
Quizá lo más sorprendente fueron las buenas críticas que recibió por parte de comentaristas no especializados en el género. Tanto es así, que apareció en muchas listas de los mejores films del año, una rareza tratándose de una película de ciencia-ficción y acción. Y es que aunque en su momento Robocop ya era claramente un film tremendamente violento, este “pequeño” detalle fue o bien pasado por alto o bien excusado por los periodistas (los mismos que precisamente por esa misma razón castigaron duramente posteriores films de Paul Verhoeven con el mismo o mayor grado de violencia explícita). Quizá lo que hizo que la gente obviara el impacto de las escenas de violencia fue el tono inteligentemente sarcástico que permeaba la historia y su comentario social, que alcanzaba casi el grado de lo intelectual.
Más allá de la trama de acción que articula la película, Robocop es una ácida sátira de la América de Reagan. En una época en la que se popularizaron términos como “tiburón de los negocios”, “OPA hostil” o “La codicia es buena”, Reagan (y Margaret Thatcher al otro del Atlántico) encabezó una era de enriquecimiento financiero cuyo precio fue el recorte del gasto gubernamental y la privatización de los servicios públicos en la creencia –que el tiempo ha desmentido‒ de que una empresa privada podía prestar los mismos servicios con mejor nivel de calidad y por menos dinero. En ese contexto, la idea de un cuerpo de policía gestionado de forma privada parecía la extensión lógica de tal política (de hecho, poco después del estreno de la película, en los Estados Unidos empezaron a abrirse penitenciarías privadas).
Asimismo, el mazazo a los fondos públicos tuvo como consecuencia la desaparición o drástico desplome de los servicios sociales que se prestaban a las capas más desfavorecidas de la sociedad. La derivada inmediata fue un incremento masivo de la delincuencia, fenómeno al que la administración Reagan respondió con una política de mano dura en la promulgación y ejecución de leyes. Fue por entonces que también se anunció la campaña de Guerra contra las Drogas y se autorizó la venta de excedentes militares a las agencias de mantenimiento del orden, lo que permitió crear equipos SWAT fuertemente armados.
En el cine, las dos películas esenciales que reflejan el reaganismo americano fueron el documental Roger y yo (1989), de Michael Moore, sobre el coste humano de las reestructuraciones corporativas; y la película de Oliver Stone Wall Street(1987), que ponía de manifiesto la amoralidad y codicia sin límites del ejecutivo financiero norteamericano. De hecho, Robocop presenta no pocos puntos en común con Wall Street y otra película de Stone, Asesinos natos, en la el polémico director que trató de satirizar el fetichismo de los medios de comunicación hacia la violencia.
De todo ello, es evidente, bebieron los guionistas de Robocop para crear esta visión satírica de la inmoralidad corporativa, las fuerzas de seguridad privatizadas y puestas al servicio de intereses privados y el ensalzamiento neofascista de combatir el crimen por el mero recurso del endurecimiento de los métodos policiales. Sátira que se articula no sólo en la propia trama sino en el humor negro de los insertos “publicitarios” de videojuegos sobre la guerra nuclear, la Iniciativa de Defensa Estratégica o “Star Wars” impulsada por Reagan; o los programas televisivos tan populares como vacíos de contenido. Verhoeven declaró en entrevistas que la idea de esa televisión vacua y orientada a la publicidad la tuvo cuando en 1986, recién llegado a Hollywood, en la habitación de su hotel, asistió al desastre del transbordador espacial Challenger, una tragedia continuamente interrumpida por anuncios de vendedores de coches usados y estupideces semejantes [la integración visual y conceptual de la televisión en una estructura narrativa, sin embargo, había sido presentada antes en el mundo del cómic, en obras como American Flagg (1983), de Howard Chaykin; o El regreso del Caballero Oscuro (1986), de Frank Miller].
Fue ese formato de película de acción que, utilizando el humor negro y la hipérbole, ofrecía una visión de las corrientes sociales, económicas, culturales y políticas de los Estados Unidos de los ochenta, lo que le dio a Robocop la justificación intelectual que convenció tanto a público como a crítica.
Por otra parte cabría preguntarse si Robocop es de verdad una sátira. ¿Se trata de una aproximación deliberadamente irónica a la ultraviolencia tan presente en el cine de acción? ¿O, con una perspectiva más amplia de la carrera de Verhoevende la que se tenía entonces, estamos sólo ante una feliz concurrencia de guión inteligente y director entregado a su inclinación por la violencia explícita?
Antes de llegar a Estados Unidos el holandés Paul Verhoeven ya era en su país un director famoso pero polémico cuyas películas solían combinar sexo y violencia explícitos. Debutó en la pantalla grande con Delicias holandesas (1971), una historia basada en las memorias de una prostituta real de Amsterdam y que marcó la pauta al futuro y frecuente interés del director por el material subido de tono. Siguieron otras películas para el mercado holandés como Delicias turcas (1975), acerca de los amoríos de un artista (interpretado por Rutger Hauer en su primer papel); Un novia llamada Katie Tippel (1975), también sobre prostitución; el exitoso Eric, oficial de la Reina (1977); Vivir a tope (1980), contando las vidas de ciclistas quinceañeros en una pequeña ciudad; y la extraña e interesante El cuarto hombre (1983), en la que mostraba sexo hetero y homosexual, mutilaciones, traumas craneales y suficiente iconografía religiosa como para soliviantar a todos los predicadores del país. Pero la película que empezó a mostrar de verdad su amor por los excesos fue su primer éxito internacional, la ultraviolenta Los Señores del Acero (1985). Fue el éxito de esta última cinta la que le abrió las puertas de Hollywood.
Se ha dicho que además de una actualización del mito de Frankenstein (la criatura fabricada por el hombre que toma conciencia de sí mismo y se vuelve contra su creador), Robocop toca el tema de la lucha del hombre contra la máquina que quiere poseerle, una idea que a raíz del impacto de la película sería retomada por muchos otros films. Es esta una afirmación sobre la que cabe cierto debate porque aunque Peter Weller interpreta muy bien al ciborg, el director apenas se molesta en retratar su parte humana como Alex Murphy antes de acabar con él. Al contrario, Verhoeven pone el énfasis no tanto en la reaparición de la humanidad de Murphy como en las hiperbólicas escenas de Robocop en acción para luego pasar a las detestables intrigas y corrupciones corporativas, que reciben más tiempo en pantalla que el sufrimiento interior de Murphy. Así que es lícito preguntarse: ¿Realmente le interesa a Verhoeven la humanidad de Murphy? La escena en la que el policía es poco a poco asesinado a tiros resulta impactante, pero tras la enésima muerte por métodos aún más sangrientos (inmersión en ácido tóxico, disparos a la cabeza, explosiones…) la brutalidad de ese pasaje inicial queda enterrado por una montaña de violencia. Verhoeven disfruta más con la provocación y la violencia explícita que con la exploración de la psique de sus personajes.
Es más, el tono que adoptan esas escenas y otras protagonizadas por Robocop en plena acción, es de claro sarcasmo. Puede ser ilustrativo comparar esta película con otras de la época, como por ejemplo las protagonizadas por Arnold Schwarzenegger entonces: Comando (1985), Ejecutor (1986) o Depredador (1987), donde el musculoso actor austriaco era presentado como una especie de imparable superhéroe que despachaba a sus adversarios con la mayor facilidad y violencia posibles mientras lanzaba bromas y juegos de palabras; o las fantasías de justicieros como la saga de Harry el Sucio (1971) con Clint Eastwood o Cobra (1986) de Sylvester Stallone. Todos ellas son películas cuya violencia, por exagerada, tiene un aire irreal; también Robocop, pero a diferencia de la catarsis moral que suponía ver a Harry Callahan cargándose criminales que se merecían lo peor o al arrogante superhombre de turno interpretado por Schwarzenegger triunfando sobre sus enemigos, en esta ocasión todo eso es reemplazado por un humor negro que se toma la exterminación de criminales como una gran broma.
(Aunque a menudo se cita como influencias reconocidas de Edward Neumeier a la hora de escribir el guión a Blade Runner (1982) en lo que se refiere a la situación invertida de un ser artificial persiguiendo humanos; y al Juez Dredd (1977- ) como policía sin emociones protagonizando violentas historias cargadas de sátira, se suele obviar un precedente a mi juicio claro: Deathlok (1974), un personaje ciborg de la Marvel que anticipó muchas ideas presentes en Robocop, como la del soldado muerto en acto de servicio y resucitado como ciborg, la interfaz visual/ vocal con la computadora, la búsqueda de su familia y su intento de ajustarse a una nueva realidad. Al fin y al cabo, Robocop tiene mucho en común con los superhéroes “con problemas” de la Marvel, en su caso la pérdida de memoria y familia y el encontrarse alienado del mundo al que pertenecía).
Sospecho que a Paul Verhoeven no le gusta demasiado la gente. Pocos de los protagonistas de sus películas resultan particularmente cálidos para el espectador. Dedica poco o ningún esfuerzo a procurar que el público pueda simpatizar con ellos y no se puede decir que sea un director reconocido por plasmar bien en pantalla la emoción y la psicología. La mayoría de los arcos que siguen sus personajes se definen por un proceso de aprendizaje a ser más duros en un mundo brutal. Verhoeven amontona la violencia en sus películas pero a menudo parece que ésta exista porque sí, independientemente de las personas que la ejercen o la sufren. Lo cual produce un efecto de sadismo aplicado a gente inocente, sin otra razón que la de satisfacer el gusto del director. En Desafío total hay matanzas de viandantes que no participan de la acción y en Tropas del Espacio la violencia se toma como una gran broma invitando a reírse de ello; tanto Instinto básico como El hombre sin sombra estimulan al espectador a participar en fantasías de violación, mientras que en Showgirls uno no está seguro de si nos quiere suscitar indignación por la patente explotación sexual de las strippers o disfrutar como voyeurs con las humillaciones a que son sometidas.
Todas estas películas denotan a Verhoeven como un director que siente un desprecio cínico por la humanidad. Hay pocos realizadores cuyos héroes y heroínas deban sufrir tantas palizas y degradaciones antes de alcanzar la catarsis mientras que cualquiera seleccionado para figurar como extra es considerado como carne de cañón. De hecho y debido al lenguaje subido de tono y al asesinato ultraviolento de Murphy, el montaje original de la película recibió una calificación “X”, sentencia de muerte comercial para cualquier producción. Presionado para extraer una rentabilidad de los millones de dólares invertidos, el estudio optó por pasar por encima de Verhoeven y hacer los cortes necesarios para rebajar –algo- el tono y conseguir de este modo una más benevolente calificación “R”.
Es por todo lo expuesto por lo que, en mi opinión, caben dudas acerca de si el sesgo satírico de Robocop es más producto de un inteligente análisis de la América contemporánea que de un visceral ejercicio de desprecio por la misma.
A Robocop se la ha considerado con justicia una de las principales películas ciberpunk, pero sobre esto también caben matizaciones. Como las novelas de ese subgénero escritas por autores como William Gibson, Bruce Sterling o Neal Stephenson, Robocop transcurre en un futuro dominado por una prolongación y ampliación de la América de Reagan, un país dominado por corporaciones privadas más poderosas que los gobiernos; la popularización del entonces todavía nuevo ordenador personal; la intrusión de la cibertecnología en la vida de la gente ordinaria en formas que difuminaban la línea entre lo real y lo virtual, lo humano y lo artificial; y la ampliación de la brecha entre una élite acomodada y una mayoría empobrecida sin clase media entre ambas.
La ciencia ficción cinematográfica siempre ha estado más que dispuesta a llevarse el ciberpunk literario a su terreno e incluso Blade Runner (1982) se adelantó en dos años a la novela que luego sería considerada fundadora del género, Neuromante (1984). Ahora bien, salvo excepciones, el ciberpunk literario y el cinematográfico han seguido caminos diferentes. Mientras que casi todas las novelas y cuentos adscritos a ese segmento de la ciencia-ficción exploran la forma en que la revolución electrónica de los ochenta afectaba a la vida de la gente y el funcionamiento de la sociedad del futuro, en el cine el ciberpunk se quedó atascado en el tema del humano luchando por encontrar su identidad tras la invasión de las máquinas.
La mayoría de las películas ciberpunk se apoyan en la batalla de los hombres contra los seres artificiales, desde el mencionado Blade Runner hasta las sagas de Terminator o Matrix. La diferencia entre el enfoque literario y el cinematográfico se ejemplifica perfectamente examinando el opuesto planteamiento de ambos. Los protagonistas de las novelas de Gibson y otros escritores afines son hackers solitarios que viven alienados de la sociedad, normalmente con inclinaciones anarquistas contra el sistema corporativo que rige las vidas de la mayoría. Robocop y otras obras audiovisuales ciberpunk, como la televisiva Superforce (1990-1992), Freejack: Sin identidad (1992), Némesis (1992) o Virtuosity (1995), se apropian del universo visual y conceptual del subgénero sólo para desarrollar vacías tramas de acción. Son en su mayoría fantasías futuristas protagonizadas por tipos musculosos o policías ciborg que revientan criminales a mansalva y defienden un estatus a la postre distópico.
Robocop no ofrece ninguna reflexión seria sobre temas relevantes, pero dentro de la avalancha de violentas películas de acción de los ochenta, sí es más punzante en su retrato del futuro y anima a debatir sobre determinados aspectos.
Así, por ejemplo, la película nos advierte sobre el peligro de descuidar los bienes y servicios públicos cediéndoselos en aras de una mal entendida eficiencia a una empresa privada cuyo objetivo, en último término, no es la prestación adecuada del servicio sino la maximización del beneficio. Así, la OCP se sirve de sus contratas públicas para sus propios fines, en este caso utilizar la policía para limpiar un distrito peligroso y edificar en él un barrio de lujo con el que lucrarse. Para ello y escudándose en ese lenguaje tan ampuloso y hueco propio de los ejecutivos no dudan en cometer todo tipo de tropelías, incluido pactar con los señores del crimen locales. En ningún momento ninguno de los directivos de la OCP menciona la seguridad pública ni las vidas de los ciudadanos o policías, sino los millones de dólares en juego y su prestigio y posicionamiento personales dentro de la jerarquía de la compañía. Queda muy clara la indiferencia que los dos principales directivos, Dick Jones (Ronny Cox) y Bob Morton (Miguel Ferrer), sienten por la vida humana, sean sus empleados, los policías o los propios ciudadanos. Los agentes de la ley que están construyendo, robots o ciborgs, son meras herramientas con las que alcanzar sus intereses corporativos.
Y, efectivamente, a Murphy no lo tratan en ningún momento con el respeto debido a alguien una vez humano y muerto trágicamente en el cumplimiento del deber. De hecho, Morton dice de él: “No tiene un nombre. Tiene un programa. Es un producto”. Producto, además, para el que se han protegido los peces gordos de OCP, introduciendo en su sistema un programa que le impide tomar acciones contra cualquier empleado de la Corporación. “No podemos dejar que nuestros productos se vuelvan contra nosotros”, dice el pérfido Dick Jones. Ese tradicional recelo que la ciencia-ficción a menudo ha tenido por las máquinas (y llevado al culmen en Terminator tres años antes) recibe aquí un tratamiento refrescante porque son los humanos los corruptos y la máquina la única que puede acabar con ellos.
El tema de la identidad, de lo que nos hace humanos, ha sido siempre una piedra angular de la ciencia-ficción y la figura del ciborg es ideal para explorar tal concepto, como demuestra, por ejemplo, la novela Homo Plus (1976), de Frederik Pohl. Verhoeven, como he dicho más arriba, prefiere concentrarse en la acción pura y dura pero aún así deja suficientes hilos como para que podamos seguir la gradual rehumanización de Murphy desde un ciborg más robot que persona a su última escena de la película, cuando tras acabar con el villano, el presidente de OCP le felicita: “Buen disparo hijo, ¿Cuál es tu nombre?” y Rococop responde: “Murphy”. La moraleja es que puedes sustituir miembros y órganos, pegar piel acorazada y cargar en el cerebro un software cuestionable que controle las reacciones, pero mientras hayan sobrevivido recuerdos y sueños, el humano bajo el metal no habrá desaparecido totalmente. Si en Terminator la carne y piel falsas de Schwarzenegger eran destruidas para revelar un interior completamente metálico y robótico, Robocop retira la armadura para descubrir al todavía humano Murphy.
Y relacionado con el tema de la identidad estaría el propio estatus legal de Robocop/Murphy, otra cuestión que la película deja sin resolver aunque hubo intentos de abordarla en entregas posteriores de la saga. Murphy tenía esposa e hijo. Cuando entra en su antigua casa –de la que su viuda se ha mudado- empiezan a aflorar a su mente recuerdos fragmentarios de momentos felices experimentados allí en su antigua vida. Entonces, ¿Robocop es Murphy con una armadura prostética? ¿O se ha convertido en un nuevo ser con recuerdos residuales de su pasado humano? La película, en línea con su tono cínico, parece inclinarse por la segunda opción.
Sin embargo, si Murphy es ahora un nuevo ser, ¿se le debe considerar como ciudadano de pleno derecho, alguien vivo, inteligente y con emociones con todo lo que ello implica en el orden ontológico, legal y moral? ¿O, como Bob Morton afirma, no es más que una máquina propiedad de la OCP sin más derechos que un ordenador o un robot industrial? El desprecio que los científicos y los ejecutivos tienen por su máquina es reflejado en pantalla mediante planos subjetivos de los momentos fragmentarios en los que Murphy/Robocop va recobrando la conciencia y el uso de sus sentidos. En ningún momento intentan ayudarle a ajustarse a su nueva situación e incluso la comida que diseñan para él (porque su parte humana sigue necesitando nutrientes) parece sacada de una poza séptica. Está claro que no les importa en absoluto.
Al final de la película, Robocop es aceptado por sus colegas de la policía y, aparentemente, el público respetuoso con la ley (de los cuales vemos muy pocos ejemplos). Quiere hacérsenos creer que con las muertes de Dick Jones y Bob Morton se ha purgado la OCP de sus manzanas podridas… pero no hay motivos para creerlo dado que fue precisamente la compañía la que los promocionó hasta puestos de máxima responsabilidad sin que le importara su catadura moral; y tampoco hay razones para pensar que el presidente de la compañía (Dan O’Herlihy) o cualquiera de sus otros ejecutivos tengan más escrúpulos. En último término y después de que máquinas y humanos hayan fracasado, el personaje más honrado y digno de confianza de toda la historia es una mezcla de ambos, un ciborg.
Asusta la presciencia de Robocop en algunos aspectos. Aunque se abordara de forma satírica e hiperbólica, treinta años después nos encontramos no sólo con grandes corporaciones que intervienen directamente en las decisiones políticas sino con un auténtico tiburón de los negocios sentado en la Casa Blanca; un público zombificado tanto por una programación televisiva alienante basada en el morbo y el escándalo como por contenidos de internet tan falsos y estúpidos como cualquier reality show. Y puede que aún no se haya privatizado la policía, pero sí al menos parte del ejército norteamericano. ¿O qué es Academi (antes conocida como Black Water) sino una empresa privada de mercenarios con 40.000 empleados y con el estatus de mayor contratista del Departamento de Defensa estadounidense? Y, como en Robocop, esta empresa no atiende necesaria y exclusivamente al interés público: se han documentado amenazas, asesinatos y tráfico ilegal de armas cometidos por sus hombres en los diferentes teatros de operaciones en los que interviene (por dinero).
Robocop también y para desgracia de los ciudadanos de Detroit, profetizó lo que iba a ser el destino de esa ciudad. Ahogada por la crisis económica y una actividad industrial en recesión, la población cayó de los casi dos millones de habitantes a 700.000, dejando decenas de miles de casas y naves industriales abandonadas y en ruinas. Solares vacíos convertidos en vertederos, viviendas reconvertidas en puntos de venta de droga y calles sin iluminación urbana han hecho de Detroit una ciudad que se asemeja siniestramente a la imaginada por Verhoeven en Robocop. Aún peor, el recorte de gastos municipales –que no impidió que el Ayuntamiento se declararse en bancarrota en 2013‒ dejó barrios enteros prácticamente abandonados a su suerte. Detroit siempre ha tenido fama de peligrosa (varias veces se la “nombró” capital de los asesinatos en Estados Unidos), pero la situación empeoró desde los años noventa.
Y con el crimen, aumentó el nivel de violencia ejercido por la policía. En el año 2000, el Ayuntamiento pidió a la fiscalía de los Estados Unidos que investigara al Departamento de Policía de la ciudad. En aquel momento, Detroit tenía el mayor índice de tiroteos con policías involucrados de todo el país, superando a Los Angeles, Nueva York o Houston. En 2001, el Departamento de Justicia concluyó que había encontrado suficientes prácticas irregulares que atentaban contra los derechos humanos (brutalidad, fuerza excesiva en los arrestos, detenciones ilegales…) como para que la gestión de esa institución pasara a ser supervisada por el gobierno federal, situación que se prolongó desde 2003 a 2014.
No puede por tanto culparse a los ciudadanos de Detroit de mostrar su desesperación apoyando con su dinero una iniciativa de crowdfunding para erigir una estatua de RoboCop sin comprender que simbolizaba no tanto el heroísmo de su policía como la degradación de la urbe que había hecho necesario un luchador contra el crimen semejante. Pese a las comprensibles reticencias del alcalde, el proyecto arrancó en 2011 y se recaudaron más de 67.000 dólares. Se encadenaron varios retrasos debido a problemas técnicos y la enfermedad del escultor designado, Giorgio Gikas, pero parece que finalmente la estatua de bronce se erigirá en el Michigan Science Center. Cierro este pequeño inserto con un punto de optimismo: parece que Detroit está resurgiendo poco a poco de sus cenizas y puede que no acabe convertida para siempre en una pesadilla a mitad de camino entre lo distópico y lo postapocalíptico.
La dirección de Verhoeven es austera y sintética, con un especial talento para componer la escena. A pesar de los rígidos y lentos movimientos de Robocop –al menos para los estándares actuales‒ consigue momentos de impactante acción explosiva y nada remisos, por así decir, a mostrar en pantalla la fragilidad del cuerpo humano. En cuanto al reparto, Michael Ironside fue considerado para el papel de Murphy, pero su físico no se ajustaba al traje previsto. Lo contrario le pasó a otro candidato, Arnold Scwharzenegger, cuya corpulencia también le cerró la puerta de la película (ambos, Ironside y Schwarzenegger hallarían justa compensación por Verhoeven protagonizando su siguiente película, Desafío total (1990). Entonces entró en liza Peter Weller, ya conocido por los aficionados gracias a Las aventuras de Buckaroo Banzai (1984) y cuya figura más esbelta le permitía encajar mejor en el traje. Su papel en Robocop lo afianzó como actor vinculado a la ciencia-ficción, volviendo al género en el futuro con películas como Asesinos cibernéticos (1995) o la televisiva Odyssey 5(2002).
No fue este un papel fácil para Weller y no sólo por los problemas que suponía pasar largas sesiones maquillándose y metiéndose en el aparatoso y sofocante traje y moverse con él (para lo que buscó ayuda del director del departamento de movimiento de la Escuela de Artes Juilliard, uno de los mayores expertos en mimo del país, con el que ensayó durante siete meses), sino porque su “interpretación” se reduce a su voz y la parte inferior de su cara. Nancy Allen cumple con su escaso papel. Destacan mucho más los villanos: Kurtwood Smith compone un asesino brutal y carismático; Miguel Ferrer como ejecutivo ambicioso y sin escrúpulos; y Ronny Cox como directivo curtido y maquiavélico.
Por supuesto, uno de los ingredientes de la película que han hecho de Robocop un personaje icónico, es su traje, elaborado con espuma de látex, plástico y fibra de vidrio por el reputado Rob Bottin (Aullidos, La Cosa, Exploradores, Legend, Las Brujas de Eastwick), que consumió un millón de dólares elaborando medio centenar de modelos de arcilla hasta dar con lo que el exigente Verhoeven tenía en la cabeza. A ello había que añadir, ya lo he comentado más arriba, el maquillaje para crear la “cara de Murphy”. La cabeza de Weller con todos los prostéticos no cabía dentro del casco así que el maquillaje sólo se aplicaba aquellos días que había que rodar escenas a “cara descubierta”.
El principal efecto visual de la película fue el ED-209, el robot prototipo de la OCP inicialmente descartado pero luego convertido en némesis de Robocop, cuyo aspecto se inspiró en los mechas del anime japonés Macross (1982, estrenada en Estados Unidos como Robotech en 1985). Se trataba de una maqueta animada por el especialista Phil Tippett en un proceso que él diseñó y al que bautizó como go-motion (en contraste con el clásico stop-motion). En esta técnica la figura es filmada fotograma a fotograma, pero a la vez que se disparaba la fotografía se la movía muy ligeramente con unas varillas, lo que generaba un temblor que hacía más realista el movimiento cuando los fotogramas se pasaban a velocidad normal. El relativamente modesto presupuesto de Robocop no dejó espacio para efectos ópticos con pinturas mate, que era el recurso estándar de la época para insertar un objeto en un entorno rodado previamente. Ello obligó a Tippett a recuperar un truco utilizado por Ray Harryhausen, el de la retroproyección de los fondos fotograma a fotograma, por detrás de la figura, durante el proceso de animación. La escena en la que el ED-209 acaba fuera de combate tras caer por unas escaleras fue rodada en tiempo real, arrojando la miniatura por una maqueta, aunque el violento pataleo que sigue sí fue animado por Tippett.
En el apartado técnico también es preciso resaltar la banda sonora de Basil Poledouris (que ya había colaborado con Verhoeven en Los Señores del Acero), característica de su estilo épico con un punto de ampulosidad y que mezcla acertadamente sonidos de sintetizador (en los momentos protagonizados por Robocop) con la orquestación tradicional (cuando la parte humana del ciborg pasa a primer plano) en un reflejo de la naturaleza del propio personaje, fusión de máquina y humano.
Verhoeven supo darle a Robocop un tono de ligera irrealidad, a menudo comparado con el de un comic-book (símil hoy tan impreciso como cuestionable) que hacía algo más digerible el nivel de violencia expuesto en pantalla. Esa inclinación hacia lo histriónico, lo caricaturesco e irreverente se extiende asimismo a los spots televisivos que puntean la película y que contribuyen a dar forma al futuro distópico en el que transcurre la acción. En ninguna de las secuelas y productos derivados se alcanzó ese equilibrio entre el arte y el pulp más gamberro que tan buenos resultados dio en la primera película. Ésta tuvo dos secuelas de Robocop: la primera (1990) es habitualmente vapuleada aun cuando tiene algunos aspectos más interesantes que su predecesora; y la segunda y difícilmente salvable, Robocop 3 (1993). Paul Verhoeven no participó en ninguna de ellas y Peter Weller repite en la segunda, siendo reemplazado en la tercera por Robert Burke. Nancy Allen se apuntó a todas ellas. Sobre el remake de 2014 hablaré más extensamente en otra entrada. El universo de Robocop, ya convertido en un icono de la cultura popular, fue ampliado a una serie televisiva bastante mediocre que se emitió entre 1994 y 1995, protagonizada por Richard Eden y que sólo duró 23 episodios. Robocop: Prime Directives (2000) fue una miniserie de seis horas con Page Fletcher en el papel protagonista.
También se produjeron varios spinoffs en forma de dibujos animados: Robocop (1988-89), con doce episodios; y Robocop: Alpha Commando (1998-99), con cuarenta. Parece algo extraído de la propia película de Verhoeven que la ironía de trasladar un film repleto de violencia gratuita al público infantil pasara inadvertida para los ejecutivos de televisión (de hecho, en todas sus versiones televisivas, a Robocop no se le permitía disparar a los sospechosos). Cuanto más se alargaba la franquicia, más se acercaba a ser lo mismo que satirizaba la primera entrega.
Robocop es una obra hija de su tiempo que, como he dicho, causó un gran impacto en su momento y dejó su huella sobre toda una generación de espectadores adolescentes que, con el tiempo, la han subido a un pedestal. Combina con efectividad la acción y la sátira de una sociedad que, treinta años después y para nuestra desgracia, es más parecida a la nuestra que a la de entonces.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.