El tema del suicidio ha patrocinado numerosísimos estudios que, en su mayor parte, recurren a fuentes occidentales, especialmente europeas. Pero suicidas ha habido siempre y por todas partes. De ahí la utilidad del libro de Maurice Pinguet La muerte voluntaria en el Japón (traducción de Antonio Oviedo, editado por Adriana Hidalgo, 2017, 504 páginas).
Pinguet, vastamente conocido por sus estudios sobre el Oriente para nosotros Lejano, hace un inteligente estudio de comparatismo entre la historia del suicidio de aquí con el de allá. Se remonta a los clásicos del suicidio llamado “filosófico” –Sócrates y Séneca– y su valor cívico y moral. El griego se suicida por obedecer a la ley de la ciudad y el romano, para recorrer los límites que el estoicismo fija a la vida con el fin de que se desenvuelva dentro de ella misma. El paganismo admitía la legitimidad humana del suicidio pero los monoteísmos lo ficharon como pecado. La vida la da Dios, no la pide el hombre. Tampoco le cabe devolverla voluntariamente.
Es curioso observar que un eco de estos principios, para el caso: cristianos, aparece en la Ilustración, donde Kant censura al suicida porque priva a la humanidad de una vida inteligente y activa. Después vendrá la ciencia y llevará al suicida ante los psiquiatras y sociólogos.
Otro mundo es el japonés. El suicidio es no sólo un derecho sino un deber. Lo determina un decreto imperial, es decir que su fuente es sagrada. El mandado se empieza a matar y un compañero acaba la faena. Todo tiene un trámite ceremonial vecino a la liturgia. De tinte religioso, el suicidio japonés cobra una dimensión trascendente. Quien lo practica, lo merece y se merece, de modo que muere con honor, con la recobrada honra perdida en la falta.
Pinguet hace una cumplida recorrida por fuentes literarias y documentales hasta llegar al pensamiento filosófico pues aprueban el suicidio desde los nihilistas del budismo –el suicida se encamina a la nada, que es la suprema plenitud– como a los pensadores del shintoísmo, que lo enmarcan en la ética social y política. Dos extremos del espectro filosófico que convergen en un mismo acto.
Desde luego, el tiempo ha pasado por las instituciones japonesas y hoy el suicidio se ha “occidentalizado” o modernizado. Sus causas son el suceso traumático, la anomia, una psicosis depresiva o la lúcida y serena decisión de acabar con una vida cumplida. Mishima, tratando de restaurar el aparato místico, imperial y belicoso de tiempos pasados fue, de algún modo, la inhumación del último suicida tradicional. Un hombre con una vida histriónica que decidió darle una realidad vital con la muerte. A su manera, resolvió el enigma del sentido que tiene la muerte y que pasa a una historia de vida, y el sentido que cobra una vida si su muerte se carga de sentido. Novalis lo dijo y Camus lo repitió: el suicidio es el único tema estrictamente importante de la filosofía. En él confluyen y se concilian la fatalidad de existir y la libertad de morir.
El relato de Pinguet está pulcramente organizado, escrito con fluidez, abundante en personajes y documentado con rigor y labor. Al final, se añade un cuantioso vocabulario de términos japoneses, indispensables para acometer la lectura de este libro.
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