En la década de los treinta del siglo pasado, el cine ya se había convertido en un medio de masas en todo el mundo, con 250 millones de personas acudiendo a las salas de proyección todas las semanas. Buscando entretener y emocionar al público –y de paso conseguir engordar las cifras de beneficios–, los estudios de Hollywood volvieron sus miradas hacia la ciencia ficción, comenzando a rodar películas que combinaban elementos de ese género con el del terror.
Muchos de estos híbridos se fraguaron en los Estudios Universal, una compañía modesta que en las dos décadas anteriores se había dedicado a producir películas de bajo presupuesto y sólo de forma puntual proyectos más ambiciosos (como fue el caso de 20.000 leguas de viaje submarino, 1916).
En 1929, sin embargo, el productor Carl Laemmle Jr. tomó el control del estudio que su padre había fundado en 1912 y comenzó a apoyar películas de mayor calidad y estilo más depurado. La culminación de sus esfuerzos vino en la forma de una serie de clásicos del terror cuyo mejor ejemplo lo constituye la celebrada versión de Frankenstein que en 1931 dirigió James Whale, con Boris Karloff encarnando al monstruo.
El tema del científico loco como núcleo de la historia, manipulando las fuerzas de la naturaleza y pagando un terrible precio por ello, sintonizó con el público de los años 30, que había estado sujeto a cambios tecnológicos y científicos de primer orden, desde la Teoría de la Evolución hasta la Relatividad de Einstein. Este público, además, deseaba una vía de escape a la dura realidad de la Gran Depresión (los años treinta fueron también la edad de oro de las comedias más enloquecidas, otro de los géneros favoritos de aquellos espectadores para olvidar las angustias de este período).
Tras el éxito de Frankenstein, Universal quería que Whale realizara una secuela, pero éste no se mostraba muy entusiasmado. Su deseo era llevar a la pantalla una adaptación del éxito literario Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, con libreto de R.C. Sheriff, con quien ya había trabajado en los escenarios teatrales de Londres. Intentando llegar a un compromiso al tiempo que evitando regresar a Frankenstein, sugirió una película sobre otro personaje grotesco, el hombre invisible. Carl Laemmle accedió.
Wells había sido uno de los primeros en vaticinar el importante papel que el cine tendría en la cultura popular. Sin embargo, era reticente a permitir que sus obras se adaptaran a la gran pantalla. El año anterior había sufrido una gran decepción con la versión que la Paramount realizara de La isla del Doctor Moreau bajo el título de La isla de las almas perdidas. Y por eso, cuando entabló negociaciones con Universal para la cesión de los derechos de El hombre invisible insistió sobremanera en que los guionistas se ajustaran al texto original, reservándose el visto bueno final al guión.
Nada más lejos de la intención de Laemmle. Lo único que le interesaba era la fuerza publicitaria del título de la novela y el nombre del escritor. Se encargó a casi todos los guionistas del estudio que aportaran borradores para la historia, pero nada parecía viable. De hecho, muchas de esas propuestas (algunas de ellas firmadas por John Huston, Preston Sturges o el propio Whale) se desviaban de la novela de manera tan innecesaria como extrema –en una de ellas se situaba la acción nada menos que en la Rusia zarista–. Finalmente, la versión de R.C. Sheriff, más fiel al relato original, la seleccionada por Whale.
Un extraño forastero que oculta su cara tras un grotesco vendaje y unas gafas oscuras alquila una habitación en una posada rural inglesa. Su desagradable comportamiento suscita la ira de los vecinos y cuando estalla el conflicto el misterioso individuo se despoja de sus vestiduras revelando para sorpresa y espanto de los testigos que es invisible. Su identidad es en realidad la del científico Jack Griffin (Claude Rains), quien tras inventar una pócima que proporciona invisibilidad, decide probarla en sí mismo. Sin embargo, se encuentra incapaz de encontrar un antídoto que invierta el proceso y, además, el compuesto tiene un efecto directo sobre la mente. Griffin comienza a perder la cordura. Al principio se limita a gastar bromas de mal gusto más o menos inofensivas, pero conforme su megalomanía patológica se acrecienta, su comportamiento va deslizándose hacia la criminalidad más abyecta.
Como de costumbre, a H.G. Wells no le gustó nada la adaptación de su famosa novela (El hombre invisible, 1897), –novela que por entonces estaba descatalogada en Estados Unidos. El sarcástico humor de Whale –que tendía a rebajar la intensidad dramática de algunas secuencias– y la personalidad exuberante, bromista y elegantemente cruel que Rainsimprimió en su personaje fueron los aspectos que más disgustaron a Wells. No es ya que su libro fuera en general más sutil, sino que el Griffin literario, aunque demente, no era tan histriónicamente megalomaniaco y sus intenciones apuntaban más a derribar el sistema social establecido que a erigirse en amo del mundo. Y, sin embargo, esta es una de las mejores traslaciones que de su obra se han hecho a la gran pantalla. La sátira social de la Inglaterra rural, los pasajes humorísticos, la inquietante claustrofobia de ser invisible y la tensión del acoso de un asesino que no se puede ver, están bien recogidos en el guión de R.C. Sheriff.
Al mismo tiempo, se actualizaban y simplificaban algunos de los conceptos de la novela original. Por ejemplo, en una de esas explicaciones seudocientíficas tan típicas de los pulp de los años treinta, el venerable y encantador científico Dr. Cranley (interpretado por Henry Travers antes de pasar a la inmortalidad gracias a su papel del ángel Clarence en Qué bello es vivir), explica que el origen de la invisibilidad se halla en una sustancia conocida como monocaína. Originalmente utilizada para blanquear tejidos, fue desechada porque «destruía el material«. Después, vaya usted a saber para qué, fue probada en un perro, pero «se volvió blanco y después totalmente loco». Los comentarios de Griffin sobre las limitaciones de su invisibiIidad. –no puede exponerse a que le vean en medio de la lluvia o la niebla, y menos aún después de comer, cuando los alimentos aún no han sido digeridos por su estómago– aportan un toque de realismo científico.
Ignorando el pequeño detalle de la desestabilización mental, Griffin se había utilizado a sí mismo como cobaya por razones difícilmente imaginables. El precio que paga por su descubrimiento es su cordura, pero a diferencia del bienintencionado –aunque errado– Victor von Frankenstein, Griffin disfruta con los resultados aberrantes de su experimento. Es el prototipo perfecto de científico loco: «Comenzaremos con unos pocos asesinatos: hombres insignificantes y hombres importantes. Sólo para demostrar que no hacemos distinciones», y luego, como si fuera uno de esos dictadores europeos que comenzaban a destacar en Europa, lanza una perorata acerca del nuevo orden mundial de terror que impondrá.
El guión dejaba claro que la película debía apoyarse en dos cosas: los efectos especiales y la interpretación del actor protagonista, una interpretación que, paradójicamente, debía realizarse en su mayor parte a través de la voz, puesto que Griffin aparecía o bien envuelto en vendas o, simplemente, no aparecía en absoluto. Boris Karloff –que, repetimos, ya había trabajado con James Whale en Frankenstein – fue el inicialmente designado para el papel. ¿Qué pasó? Algunas versiones afirman que tuvo que ver con el salario estipulado en el contrato de Karloff; otras, que el actor no veía con agrado la perspectiva de interpretar un personaje al que sólo se veía claramente durante unos cuantos segundos al final de la película. Colin Clive, que ya había trabajado con Whale en Frankenstein, declinó la oferta aduciendo que deseaba regresar a su Inglaterra natal.
Y, al final, de forma inesperada, el papel recayó en Claude Rains, cuya experiencia en el cine era prácticamente nula a excepción de un solo film en Inglaterra. Rains había sido profesor de la escuela de arte dramático de Londres y entre sus alumnos se contaron nombres tan ilustres como John Gielgud o Laurence Olivier. Obtuvo cierto éxito en los escenarios londinenses antes de trasladarse al Broadway neoyorquino. Fue Whale quien se fijó en él y quien hubo de esforzarse en convencer a Carl Laemmle Jr. de que contratara a un virtual desconocido para el papel protagonista.
Afortunadamente, Whale mantenía excelentes relaciones con el dueño del estudio, quien siempre le dejó trabajar con un grado de autonomía poco habitual en el Hollywood de entonces. El director, pues, se salió con la suya y el resultado obtenido demuestra que tuvo razón. La formación y experiencia teatral de Rains le había proporcionado una habilidad específica que le daba ventaja sobre sus competidores cinematográficos y que le resultaría excepcionalmente útil para construir su invisible personaje: la modulación de la voz.
Efectivamente, la melodiosa voz de Rains y su gestualidad corporal fueron suficiente para cautivar a los espectadores y su llamativo aspecto –envuelto en vendas blancas, con una nariz postiza y gafas negras– pasó a formar parte inmediatamente de la iconografía clásica del cine fantástico. Puede que El hombre invisible fuera el debut de Claude Rains en la gran pantalla y que ni siquiera se le viera el rostro, pero no le hizo falta más para convertirse en estrella.
El buen ojo de Whale para las secuencias poco convencionales y visualmente impactantes también tuvo mucho que ver con el éxito cosechado por la cinta. La apertura del film es inolvidable –un extranjero con un abrigo cubierto por la nieve y su cara oculta tras las vendas emerge de la tormenta, anunciando de forma impecable que algo inusual va a suceder; he mencionado más arriba la escena en la que Griffin se retira el vendaje de la cabeza para mostrar el vacío; o ese hombre aterrorizado siendo zarandeado por manos invisibles y un par de pantalones persiguiendo a una mujer por un camino… Whale consiguió esas impactantes imágenes gracias a un ingenioso pero complicado proceso visual diseñado por John Fulton y que pronto adoptarían todos los departamentos de efectos especiales: la yuxtaposición de pinturas mate.
Un sustituto de Rains llevaba bajo el vestuario un ceñido body de terciopelo negro y luego se le rodaba contra un fondo del mismo color; al combinar con las escenas filmadas en los platós, sólo quedaba visible la ropa. Aquella técnica que permitía mostrar a bicicletas circulando solas o cigarrillos encendidos que se movían por el aire sorprendió muchísimo a los espectadores. Y aunque algunos de esos efectos no estén tan depurados como hoy se exige, siguen siendo tan efectivos como hace ochenta años.
Universal retomó la figura genérica del maquiavélico científico loco muchas veces a lo largo de los años treinta en diversas películas. En el caso del hombre invisible, el éxito cosechado fue tal que inspiró toda una lista de secuelas y derivaciones: El regreso del hombre invisible (1940), La mujer invisible (1942), El espía invisible (1942) y La venganza del hombre invisible (1944) que, aunque inferiores en calidad y a diferencia de otras secuelas que la Universal realizó de sus criaturas –Drácula, Frankenstein–, mantienen cierto grado de interés. Participó también en algunas de las improbables uniones de monstruos de la casa y, en un tono más ligero, intervino en Abbot y Costello y el hombre invisible (1951).
Curiosamente, la película original no ha tenido nunca un remake, aunque el concepto de hombre invisible haya continuado cosechando fortuna en la televisión (varias series en 1958, 1975 y 2000) y la gran pantalla: Memorias de un hombre invisible (1992), El hombre sin sombra (2002), El hombre invisible (2020) o su inclusión como coprotagonista en La Liga de los Hombres Extraordinarios (2003).
Pero esta primera versión de James Whale supera claramente a todas ellas. Fue uno de los mejores intentos de adaptar una novela del género a la pantalla en estos tiempos aún pioneros y funciona tanto como estudio psicológico de un hombre enloquecido por su propio poder como fábula teñida de cinismo sobre el peligro del progreso tecnológico y la manipulación desconsiderada de la Naturaleza.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción, y editado en Cualia.es con permiso del autor. Reservados todos los derechos.