Leyendas de Hoy fue un proyecto de colaboración entre el guionista Pierre Christin y Enki Bilal que se prolongó por espacio de cinco álbumes y cuya concepción original consistió en abordar bajo la forma de historietas fantástico–costumbristas problemas sociales y políticos contemporáneos.
Dichos álbumes fueron apareciendo a lo largo de un amplio periodo de tiempo, de 1975 a 1983, y con cada entrega, el elemento fantástico fue diluyéndose más y más hasta desaparecer. Simultáneamente, el mensaje inconformista, antisistema incluso, de las primeras historias como El crucero de los olvidados o El navío de piedra, pasó a atenuarse en La ciudad que nunca existió (en la que los intentos por crear una comunidad utópica obtenían resultados cuando menos poco satisfactorios) y, por fin, desvanecerse en las dos últimas entregas, Las Falanges del Orden Negro (1979) y Partida de caza (1983), dos obras de marcado carácter realista y mirada pesimista al espíritu revolucionario.
Una noche de invierno de 1978, un escuadrón de asesinos llega al aislado pueblo turolense de Nieves y masacra a todos sus habitantes, empezando por el recién nombrado alcalde comunista. A continuación, prenden fuego a la localidad y se marchan. La noticia llega a oídos de Jefferson Pritchard, editor de un periódico londinense, que inmediatamente comprende que la Falange del Orden Negro ha resurgido de sus cenizas.
En su juventud, Pritchard se había presentado voluntario para combatir en la Guerra Civil Española integrado en las Brigadas Internacionales. Allí coincidió con un variopinto y multinacional grupo de combatientes que creían estar defendiendo la libertad y entre los que se establecieron fuertes lazos de camaradería. El otro bando también tuvo su propia asociación internacional de luchadores por un ideal, aunque en este caso fascista: la Falange del Orden Negro, compuesta, en un ejemplo de perversa simetría, por fanáticos encargados de cometer todo tipo de crueles tropelías. Pritchard se da cuenta de que aquellos antiguos falangistas han vuelto para saldar viejas cuentas y sembrar Europa de un reguero de atentados terroristas que demuestren lo que significa el orden a una nueva y “decadente” generación. Nadie los va a parar porque nadie sabe quiénes son… excepto Pritchard y sus viejos compañeros combatientes. Utilizando los recursos del periódico, contacta con todos ellos para convencerles de que se unan a él en una última misión: acabar con la Falange.
Es este un álbum ambicioso que tiene tantas luces como sombras. Como todos los volúmenes que componen la serie Leyendas de Hoy, este es hijo de las circunstancias de su tiempo. La historia que teje Christin se encuentra claramente integrada en un momento histórico muy concreto: una España en plena transición elegía por primera vez en cuarenta años sus primeros representantes comunistas, los aburguesados jóvenes europeos se debatían entre el hippismo y la lucha proletaria, el Muro de Berlín aún dividía al viejo continente y Europa se hallaba amenazada por grupos terroristas radicales. La acción comienza en España para irse trasladando a Italia, Suiza y Holanda, con los cada vez más fatigados protagonistas siguiendo un reguero de asesinatos, bombas, secuestros y lavado de dinero.
El problema es que, tratándose de un cómic de tono claramente realista e insertado en un contexto temporal y político muy concreto, propone una idea de partida que parece doblemente inverosímil. Por una parte, que cuarenta años después de la Guerra Civil, surja de la nada un grupo de ancianos fascistas que, como fantasmas vengadores, orquesta una cadena de atentados de escala internacional, ejecutados, para colmo, por ellos mismos. Por otro, que, simétricamente, sus antiguas némesis de izquierdas tomen también las armas cuando deberían estar pensando seriamente en reservar plaza en un geriátrico.
Christin ofrece dos explicaciones complementarias a tal comportamiento de los antiguos brigadistas. Una, ideológica, que se antoja poco sólida: que un grupo de oficinistas achacosos, por mucho que combatieran en su tiempo y mantengan vivas sus convicciones de juventud, crean ser más eficaces que la policía de varios países europeos a la hora de encontrar y atrapar a un grupo terrorista no se sostiene de ninguna manera.
La otra justificación, más interesante, es que tales motivos ideológicos no serían sino una excusa para tratar de recuperar una parte de sus vidas perdida largo tiempo atrás.
Cuando lucharon juntos en la Guerra Civil, a pesar de las penalidades sufridas, disfrutaban del vigor de la juventud, la frescura de unas ideas políticas aún no corroídas por la decepción y un sentimiento de compañerismo y propósito vital que con el transcurso de las décadas parecían haberse desvanecido. Cuando Pritchard les llama para volver a comprometerse con una misión de tintes heroicos, la mayoría no duda en dejar atrás unas existencias seguras pero anodinas en la esperanza de volver a experimentar, quizá por última vez, toda la intensidad de sentirse vivos.
Sin embargo, a medida que pasan los meses, mueren los camaradas y el objetivo no parece estar más cerca que al principio, lo que había sido una aventura entusiasmante se convierte en una obsesión a la que se aferran cuando se ven obligados a abandonar definitivamente sus antiguas vidas y pasar a la clandestinidad al ser perseguidos ellos mismos por la policía.
El problema es que Christin no encuentra tiempo para profundizar verdaderamente en esa vertiente psicológica, limitándose a apuntarla e irla retomando ocasionalmente en el curso de una trama dominada por el movimiento continuo de los protagonistas en busca de su presa. A pesar de ser un álbum largo, el guionista no puede profundizar en los numerosos personajes, ni buenos ni malos. Porque de los villanos tampoco se nos cuenta nada: son crueles, brutales, de derechas y merecen morir. Pero nada más. Se limitan a ser una presencia fantasmal, un MacGuffin para contar lo que realmente importa: la decadencia de las personas y de las ideas. El reparto de protagonistas reunido por Christin, pese a su variedad (desde un juez italiano a un espía israelí pasando por un sacerdote español o un profesor alemán) carece de interés y recuerda en exceso a películas como Doce del Patíbulo o Los Siete Magníficos: guerreros capaces pero lastrados por sus respectivas taras emocionales, aunque éstas últimas no llegan a desarrollarse convenientemente.
Por otro lado, el enfoque ideológico de Christin resulta desconcertante. Para empezar, elegir como amenaza terrorista a un grupo de ancianos fascistas en unos años, los setenta, en los que el verdadero azote de los países occidentales eran los movimientos radicales de izquierda, desde las Brigadas Rojas a los Baader-Meinhof, parece un mal chiste. En segundo lugar, el tratamiento que reciben los militantes de una y otra ideología se halla descaradamente desequilibrado: mientras que la única crítica que recibe la izquierda es la mansedumbre a la que se han rendido sus jóvenes militantes, aburguesados y más preocupados por las formas que por el fondo, los fascistas son retratados como seres sanguinarios, despiadados, perversos y degenerados. Por no hablar de la visión idealizada de las Brigadas Internacionales como defensoras de la democracia y la libertad, cuando los documentos desclasificados hace ya unos años en Moscú demostraron cómo Stalin las manipuló y se sirvió de ellas con el objetivo de instaurar en España un régimen no precisamente democrático. Pero, por otra parte y como veremos más adelante, Christin acaba equiparando la brutalidad de falangistas y brigadistas y mostrando la insensatez de los actos de todos ellos.
No querría que todo lo antedicho se entendiera como una crítica demoledora al álbum. De hecho, a pesar de su parcial ideología y la unidimensionalidad de los personajes, la historia ofrece la suficiente calidad como para hacerla muy recomendable: tiene una adecuada dosis de verosimilitud, un ritmo constante que no decae, profusa información sobre las indagaciones que llevan a cabo los protagonistas y abundantes peripecias bien narradas. Es una lectura entretenida que, a la postre, consigue temáticamente lo que pretende: transmitir el amargo choque entre el pasado y el presente y el precio a pagar por desenterrar el ayer y combatir el fuego con fuego. Así, por ejemplo, el juez Giancarlo Di Manno, alabado por su honradez en un país y una profesión en la que cuesta mantener la integridad, acaba traicionando sus principios al verse obligado a pactar con un antiguo jefe del crimen organizado para conseguir lo que el grupo necesita en su búsqueda.
En este sentido, es de alabar el enfoque tan poco “hollywodiense” que guionista y dibujante adoptan para los protagonistas. Ver a un grupo de ancianos comportándose como imberbes revolucionarios podría resultar cómico en una película, pero en el tebeo los autores consiguen resolverlo con solvencia –aunque, como dije más arriba, la idea de partida resulte inverosímil–. Los exbrigadistas son viejos y faltos de práctica en las técnicas del espionaje y la lucha armada (a excepción del espía israelí). No se hallan en buena forma física, están gordos y achacosos y lo único que les sostiene es su determinación y compromiso; pero a medida que la narración avanza su empecinamiento se transforma en una obsesión malsana que anula el sentido común, la prudencia y hasta la humanidad.
Resulta interesante también cómo Bilal maneja la trama para que ésta alcance un punto en el que brigadistas y falangistas acaban resultando idénticos para un observador externo: ambos grupos recurren a la violencia y parecen más movidos por el deseo de venganza que por un genuino sentido de la justicia. Los actores indirectos de la historia –los transeúntes, la policía, los periodistas, aquellos por los que, en definitiva, los brigadistas suponen estar luchando– no tienen interés alguno por el debate ideológico que acompaña al conflicto y lo único que ven es muerte y decadencia. La idea de que sus acciones suscitarán a la postre un cambio, una afirmación que ya sostenían en los años treinta y cuya veracidad nunca estuvo clara, ya no se contempla como posibilidad. El lector se da cuenta de que gente inocente está muriendo no por una causa elevada, sino por una vieja rencilla nunca cerrada. Los fascistas, evidentemente, están equivocados, pero también sus oponentes de izquierdas. La vieja guardia tiene poco que enseñarnos ahora; de hecho, puede que nunca lo tuviera.
De acuerdo con el tono de la historia, el misterioso viajero revolucionario que había intervenido en todos los álbumes anteriores de la serie como uno de los catalizadores del cambio, aquí sólo juega un papel secundario como cómplice simpatizante con la causa de los protagonistas, pero al margen de sus planes y tribulaciones. Esta guerra no es para él y su “victoria” pírrica apunta a la imposibilidad de efectuar cambios sociales radicales, algo que ya se había sugerido en el álbum anterior, La ciudad que nunca existió. Los soñadores no sólo no pueden triunfar, sino que ni siquiera pueden mantener su idealismo aunque lo intenten.
Christin acentúa el pesimismo conforme avanza la historia hasta el sangriento y predecible final. (Atención: spoiler). Los únicos supervivientes de la espiral de violencia son María, que abandona el equipo por un joven artista con el que poder recuperar su juventud sin recurrir a la violencia; y Pritchard, que se da cuenta de que él es el responsable de enviar a todos sus camaradas a la tumba. Y digo camaradas porque no da la impresión de que todos ellos estuvieran realmente unidos por lazos de amistad. Al fin y al cabo, al comienzo de la historia se deja bien claro que todos llevan décadas sin saber nada de los demás.
Las últimas escenas muestran a un Pritchard amargado, esperando más la muerte que lo que le resta de vida: «He llevado a todos mis amigos a la muerte por un motivo que ya no puedo recordar”. Si bien no comprende la futilidad de sus acciones, al menos sí asume la responsabilidad de las mismas. Puede que tras el baño de sangre al que ha asistido el lector eso no resulte suficiente, pero es que Christin no pretende confortarlo ni forzar un final feliz que a esas alturas resultaría claramente artificial. (Fin del spoiler).
Una parte importante del atractivo del álbum reside en el dibujo de Bilal. Éste se encontraba ya inmerso en la creación del particular universo futurista de su Trilogía Nikopol (iniciado con La Feria de los Inmortales, 1980), en cuyas páginas cobraría una especial importancia estética y narrativa el uso del color. La temática realista de Las Falanges del Orden Negro, sin embargo, requería una aproximación gráfica menos llamativa que no robara protagonismo al guión. Apoyándose en su barroco estilo de viñetas recargadas de líneas destinadas a acentuar la decadencia y el abandono físico y espiritual, Bilal realiza un excelente trabajo de ambientación.
Los rostros avejentados de los protagonistas transmiten al tiempo dignidad, cansancio y amargura y, como ellos mismos, la Europa por la que viajan se antoja abrumada por una imparable decadencia física no exenta de belleza. El artista es capaz de retratar con su hipnótica mezcla de realidad y fantasmagoría los marcos geográficos más variados, ya sean las cimas nevadas de los Pirineos, las calles de Barcelona, las plácidas orillas del lago suizo Lemán, la Roma monumental, la Sicilia profunda o las bodegas de un herrumbroso mercante. La acertada elección de unos tonos cromáticos apagados contribuye a subrayar el carácter crepuscular de la historia.
Bilal es un dibujante con una gran personalidad y, por tanto, inmediatamente reconocible. Pero no es un artista perfecto. Las escenas de acción resultan algo rígidas, no tanto en el montaje como en el estatismo de los personajes. Éstos, además, responden a un patrón gráfico similar dominado por el feísmo y aunque Bilal dota a cada uno de ellos de algún rasgo que facilite su identificación (gafas, corte de pelo…), hay ocasiones en las que cuesta distinguirlos.
Las Falanges del Orden Negro es, en definitiva, una visión cínica y desencantada del destino de las ideologías y el fin del romanticismo político. Ambientada en el tiempo de su creación, es también capaz de reflexionar sobre temas cuyo interés y actualidad no han hecho sino aumentar. Esa progresión hacia el desencanto ideológico culminaría y finalizaría con el último álbum de la serie, Partida de caza, que comentaremos próximamente.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.