Gracias a la pluma de H.G. Wells, el por entonces aún conocido como romance científico llegó a su mayoría de edad. En sus primeros libros, especialmente La máquina del tiempo, La isla del Dr. Moreau, La Guerra de los Mundos y esta Los primeros hombres en la Luna, consiguió sintetizar una mezcla casi perfecta de todos los elementos que en las décadas anteriores habían ido filtrándose en el recién nacido genero: utopía, anti–utopía, sátira, relato filosófico, aventura verniana e invenciones científicas. Y esa mezcla, además, tenía un enfoque completamente moderno.
La Luna ha atraído la atención del ser humano desde mucho antes de que comenzara la Historia escrita. De mayor tamaño y brillo que cualquier estrella y a una corta distancia en términos astronómicos, visionarios y escritores imaginaron durante siglos la conquista del satélite antes de que el primer viaje se llevara a cabo en 1969. En el tiempo en que Julio Verne y H.G. Wells escribieron sus respectivos libros sobre viajes a la Luna, aquellos sueños se habían fusionado con una gran confianza en los avances científicos y tecnológicos. Estos autores, por tanto, crearon historias de un sabor diferente, con una intencionalidad realista alejada de las ensoñaciones mágicas o místicas predominantes hasta entonces. Verne y Wells revelaron en sus obras que no solo soñaban con el viaje a la Luna, sino que creían firmemente en su inevitabilidad.
La historia de esta novela comienza presentándonos a Bedford, un hombre de negocios fracasado que, acosado por las deudas, se retira al campo para tratar de escribir una obra de teatro. Allí conocerá al Dr. Cavor, un excéntrico científico que está desarrollando una aleación metálica antigravitatoria, y al que convencerá para explotar comercialmente su invento, la cavorita, nombre con el que se bautiza la nueva sustancia. Con ella, construirán una pequeña astronave esférica con la que viajan hasta la Luna. Una vez allí, se encuentran con los selenitas, unos alienígenas insectoides inteligentes que residen bajo la superficie lunar en enormes ciudades llenas de cavernas y corredores. Son capturados y Bedford escapa, mientras que su compañero, fascinado por los selenitas y su sociedad, se queda para estudiarlos, consiguiendo transmitir sus observaciones a la Tierra.
Si bien a menudo se cita el nombre de Wells junto al de Julio Verne al buscar las fuentes de la ciencia ficción moderna, en muchas de las entradas de este blog ya hemos visto que no sólo no fueron los primeros que se internaron en este género, sino que sus respectivas aproximaciones al mismo eran diametralmente opuestas. Verne, detallista y meticuloso, siempre se mantuvo fiel a su máxima «entretener educando». Cuando se planteó enviar a sus protagonistas a nuestro satélite en Viaje a la Luna, calculó el calibre y trayectoria del proyectil, el empuje necesario y la duración del viaje. Wells, en cambio, no tenía interés alguno en estos aspectos técnicos y solucionó el problema recurriendo a un recurso ya viejo, el del metal antigravitorio o, como él lo bautiza en esta novela, «cavorita».
Aunque los autores del siglo XIX echaron mano de una larga lista de métodos para alcanzar el espacio exterior, desde globos a cohetes, los preferidos fueron la antigravedad y la “voluntad” (en la que o bien los personajes desean con extraordinaria intensidad trasladarse al espacio o bien viajan en forma de cuerpos astrales). La primera tiene que ver con una aproximación racional, materialista, científica; la segunda parte de un discurso místico o espiritual; pero ambas funcionan exactamente igual en tanto que manifestaciones de la libertad creativa de la ciencia-ficción.
La máquina del tiempo imaginada por Wells (1895) fue el primero de una serie de ingenios que abrieron inesperadas puertas en el espacio y el tiempo, desarrollando nuevos marcos para los escritores que querían especular sobre el futuro desde una posición racional. A partir de la invención de la famosa máquina, comenzarían a surgir toda una serie de recursos narrativos que cumplían la misma función: facilitar la tarea del escritor proporcionándole un instrumento racional, no místico. La tecnología antigravitatoria de la cavorita fue el equivalente más obvio de la máquina del tiempo: la una salvaba distancias espaciales, la otra temporales.
Wells vuelve a utilizar de nuevo una figura dominante en la ciencia ficción pionera y que hoy nos parece implausible y hasta risible: la del inventor solitario, tronado pero brillante. La mencionada cavorita, una aleación de metales, ha sido inventada por el profesor Cavor en su aislado taller de Kent, ayudado por tan solo tres obtusos asistentes. Al igual que el viajero temporal de La máquina del tiempo, el Grifffith de El hombre invisible o el Dr. Moreau, Cavor trabaja solo y en secreto. La institucionalización de la ciencia era algo todavía desconocido, pero ya no muy lejano: los conflictos mundiales del siglo XX y la necesidad armamentística de los gobiernos así como el crecimiento del sistema capitalista harían mucho por reunir a los científicos en laboratorios sumiéndolos en el anonimato al tiempo que multiplicando sus resultados. También Verne estuvo más acertado en este aspecto. En su libro Viaje a la Luna, el escritor francés imaginaba un esfuerzo internacional a gran escala, tanto financiera como técnica, como única forma de llevar a término el proyecto del viaje espacial.
Tampoco la Luna de Wells se parece demasiado al satélite que conocemos. Aunque a primera vista la Luna es un cuerpo árido y muerto, en cuanto sale el sol germinan rápidamente frondosos bosques de extraña vegetación. Si bien la gravedad es inferior a la terrestre, existe una tenue atmósfera apta para los humanos. El subsuelo está perforado por catacumbas, túneles y mares interiores que sirven de hogar para la raza insectoide selenita.
Poco tiempo después de ser editado, el libro recibió bastantes críticas negativas por su escaso peso científico. El propio Julio Verne fue uno de sus detractores, solicitando con sorna a Wells que fabricara el misterioso metal antigravitatorio. Los críticos mencionaban las ideas Wellsianas sobre el espacio y el tiempo, sus alienígenas y sus vuelos interplanetarios, para calificarlo de escritor de cuentos infantiles. Tales críticas son injustas. Si exigiéramos criterios tan estrictos a todas las novelas de ciencia ficción, pocas sobrevivirían a la criba. Para los novelistas existen leyes más importantes que las de Newton, como la fuerza de la imaginación o el magnetismo de una buena historia. Aquellos ácidos comentarios se diluyeron mucho antes que las obras de Wells. Sus libros han seguido gozando del favor popular hasta el día de hoy y escritores posteriores, como George Orwell o C.S. Lewis, consideraron a Wells como una inspiración directa que les animó a dejar sus propias huellas en el género de la ciencia ficción y la literatura universal. El cine ha llevado la historia a la pantalla en varias ocasiones (1901, 1919, 1964 y 2010) y hay una quinta en preparación rodada en 3D.
Ciertamente, el tiempo se encargó de demostrar no solo la imposibilidad del viaje a la Luna tal y como lo ideó Wells, sino su propia visión de nuestro satélite, que más parece un mundo sacado de Alicia en el País de las Maravillas que la baldía esfera muerta que conocemos. Pero lo que a fin de cuentas no es más que fantasía, no priva a la a novela otros de sus méritos.
En su haber, encontramos la osadía de imaginar la amplia gama de especies que la evolución podría desarrollar no solo en la Tierra, sino también en el resto del Universo. Se exponen también con habilidad las dos actitudes posibles ante el encuentro con una especie extraterrestre: el oportunista Bedford desea regresar a la Tierra, organizar una expedición mayor y volver a la Luna para conquistarla, colonizarla y explotar sus recursos; el idealista Cavor, por su parte, solo está interesado en el conocimiento, su único objetivo es tratar de comunicarse con las criaturas. La disparidad de temperamentos, intereses y actitudes dan lugar a algunos diálogos que se encuentran entre lo mejor del libro.
De hecho, la novela es a menudo interpretada como una crítica a la actitud imperialista de la época, tema que Wells ya había tratado en un trabajo anterior, La Guerra de los Mundos. El autor se burla del imperativo colonizador: “Debemos anexionarnos esta luna”, exclama Bedford en un arranque de patrioterismo inútil antes de que los selenitas se revelen como un modelo todavía superior de rígido estado imperialista. Incluso entonces, los habitantes de la Luna, por muy avanzados que estén, son representados como criaturas repulsivas. Para Wells, la elevación de la mente sobre el cuerpo tiene como consecuencia una especie de decadencia material: los tentáculos de los marcianos producen “disgusto y temor” y un “efecto parecido a la nausea”. La clase intelectual selenita cuenta con cerebros hipertrofiados y cuerpos deformes, atendidos por obreros retrasados. El progreso significa decadencia, la mente se convierte en el cuerpo, el animal se humaniza…
En este trabajo, Wells –como en sus novelas anteriores– presenta un conflicto entre los protagonistas y las imprecisas fuerzas sociales que les rodean. Los villanos de varias de sus primeras historias no se distinguen de forma individual, sino comunitaria: los Morlocks de La máquina del tiempo, los marcianos de La Guerra de los Mundos o las criaturas mutantes de La isla del Doctor Moreau. A menudo, estos colectivos guardan alguna afinidad con los aspectos menos deseables de la sociedad victoriana en la que creció Wells, ya fuera la opresión social derivada de la estructura clasista o sus tendencias imperialistas.
Así, no nos debería sorprender que los selenitas de esta novela se parezcan mucho a las colonias de insectos terrestres, porque para el autor, los enemigos más temibles son las masas despersonalizadas, las hordas sin mente y anónimas. Los selenitas viven en una sociedad tan rígidamente jerarquizada que el feudalismo medieval parece una comuna hippie en comparación. Desde su concepción, los selenitas son biológicamente condicionados, a la fuerza, para desarrollar determinadas tareas, privándoles de la posibilidad de seguir el libre albedrio y buscar su propio camino. Y, sin embargo, Wells describe esta opresiva sociedad lunar con tal detalle, lógica interna y sensibilidad que podemos pensar que el novelista se sentía al tiempo fascinado y repelido por lo que estaba imaginando.
H.G. Wells nos ocupará todavía muchas entradas futuras, pero fue el periodo que medió entre La máquina del tiempo (1895) y Los primeros hombres en la luna (1901) el que definiría la etapa más recordada del escritor y el intervalo en el que produjo sus romances científicos más imperecederos y relevantes; no sólo no volvió nunca a usar la máquina del tiempo o la cavorita, sino que ya no inventó o utilizó ningún ingenio o elemento significativo después de esta fecha. Su aproximación a la ciencia–ficción se inclinó más hacia la profecía y la fría anticipación que a la ficción pura.
En resumen, Los primeros hombres en la luna es una serie de aventuras con cierto tono cómico que evoluciona hacia la sátira grotesca. El lector actual puede encontrar la historia algo envejecida. Sin duda lo está. Se escribió hace más de cien años y el estilo es demasiado descriptivo, la acción no es particularmente excitante a excepción de algunas persecuciones, no hay pasajes realmente espectaculares y, en general y pese a sus ligeros apuntes filosóficos y sociales, carece de la solidez y la intemporalidad de otras obras del autor aquí comentadas. Pero su auténtico mensaje reside en el deseo de que la humanidad no caiga en la autocomplacencia, sino que debe continuar explorando, extendiéndose y descubriendo nuevos mundos. En su espíritu, el libro se adentra en la fuerza del espíritu humano y es por ello por lo que se ha ganado su pequeña parcela en la historia de la ciencia ficción.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.