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«La maravilla de Hampdenshire» (1911), de J.D. Beresford

El compromiso de H.G. Wells con el evolucionismo dio lugar a una tradición conceptual y literaria en la ciencia-ficción británica que aún hoy persiste. Sus visiones cósmicas y políticas fueron compartidas por escritores como Olaf Stapledon –del que hablaremos en futuros artículos– y J.D. Beresford.

Beresford firmó el primer estudio crítico de la obra de Wells en 1915. Pero antes, en 1911, publicó esta novela, The Hampdenshire Wonder, la fábula de un chico mutante al que se toma por un retrasado en lugar de por lo que es: un avance evolutivo; porque nadie (ni el párroco local ni los doctores, ni su padre) quieren enfrentarse al hecho de que su especie, el Homo sapiens, puede quedar relegada a un segundo puesto como dueña de la Creación.

Los escritores de ciencia-ficción de finales del XIX y comienzos del XX estaban influidos por la entonces popular filosofía evolucionista lamarckiana, según la cual, la evolución de los organismos tiende a la perfección de los mismos, puesto que, de alguna manera, la Naturaleza “necesitaba” o “deseaba” ese avance a estadios superiores. Así que muchos de los primeros superhombres de ficción eran ejemplares de una nueva y más perfecta especie hacia la que los humanos supuestamente tendían, una especie superior al sapiens sapiens en el plano mental, físico… o ambos.

Pero la convivencia de dos especies desiguales de humanos no es fácil. Nietzsche afirmaba: «Así como el mono es para el hombre objeto de burla o vergüenza, eso será el hombre para el superhombre». Olaf StapledonPhilip WylieGeorge Bernard Shaw y otros autores de la ciencia-ficción primitiva coincidían en representar a sus respectivos superhombres –cuyos valores y visión del mundo somos incapaces de compartir– como seres fríos, inhumanos, extraños.

La maravilla de Hampdenshire fue una de las primeras novelas en tratar el tema del superhombre. El niño protagonista en cuestión, Victor Stott, hijo de un famoso jugador de cricket (ese origen era quizá una referencia biográfica a H.G. Wells, cuyo padre ejerció también de deportista profesional) sufre de una sutil deformación en su cabeza, necesaria para albergar un poderoso cerebro. La historia nos narra el progreso del joven desde su infancia hasta convertirse en un adolescente de una capacidad mental aparentemente rayana en lo sobrenatural.

Estamos ante un clásico de la ciencia ficción que ha conseguido envejecer dignamente, entre otras cosas porque es un relato centrado en los personajes más que en la tecnología; pero también porque, a pesar de sus tópicos eduardianos (pasión por el progreso tecnológico, los derechos e independencia de la mujer, crítica a la aristocracia y las autoridades religiosas…), consigue retratar con acierto la situación de un superdotado –en este caso superhumano– como paria en una sociedad que lo teme y lo rechaza.

No fue la primera novela protagonizada por seres humanos superiores. El ojo telescópico (1876), de W.H. Rhodes, u Otro mundo (1895), de J.H. Rosny Aines, ya habían presentado niños con poderes: visión telescópica y «espectral» respectivamente. En el segundo de esos libros, la habilidad del joven protagonista le permitía ver formas de vida invisibles para el resto, por lo que se le consideraba trastornado y retrasado. Pero en lo que La maravilla de Hampdenshire sí fue pionera fue en desarrollar las implicaciones sociológicas que tendría la existencia de un ser sobrehumano entre nosotros. Desde entonces, el género de los superhombres ha pasado a tener su propio espacio en la ciencia-ficción y la lista de títulos incluidos en ese epígrafe es extensísima, desde los amables superniños de Drowsy (1917), de J.A. Mitchell, o Niños del átomo, (1953), de Wilmar H. Shiras, hasta los más amenazadores que aparecen en Gladiador (1930), de Philip WylieJuan Raro (1936), de Olaf StapledonSlan (1940), de A.E. Van Vogt, o El fin de la infancia (1953), de Arthur C. Clarke, por nombrar solo unos pocos en el ámbito de la literatura (los ahora famosos X-Men de los cómics tienen también aquí su origen inicial).

Otro de los méritos de La maravilla de Hampdenshire es que consigue evitar el sensacionalismo y paranoia de muchas obras posteriores sobre el mismo tema. Victor Stott, aunque es un superdotado mental, es también tremendamente débil en el aspecto físico, además de tener un carácter extraño y retraído. En buena medida estos elementos los extrajo Beresford de su propia experiencia (su padre fue un antiguo religioso devenido fiero agnóstico, y él sufrió de polio en su infancia). También parece claro que la historia del niño prodigio Christian Friedrich Heinecken sirvió de inspiración para la novela. Tanto si su biografía era verdadera como si no, el caso del «prodigio de Lübeck» se menciona en la historia.

En cualquier caso, Victor es capaz de controlar a quienes le rodean con su mirada. Como no hablani llora, se le considera un retrasado. Pronto se hace evidente, sin embargo, que el niño es capaz de memorizar y sintetizar datos con enorme facilidad: en cuanto tiene acceso a una biblioteca, comienza a formular teorías y filosofías que superan con mucho las de los más prominentes sabios. Pero su padre, que deseaba un vástago que le sucediera en el terreno de juego, no consigue superar su decepción y acaba dando la espalda a un hijo al que no comprende. El sacerdote que introduce a Victor en el mundo del conocimiento, acaba dándose cuenta de la magnitud de lo que ha liberado, convenciéndose de que el niño es una especie de ser maligno –entre otras cosas por la escéptica actitud de Victor hacia la religión–, pero no cae en un fanatizado histerismo religioso mentando a Satán a grito pelado. Todo lo relacionado con el efecto que el joven tiene sobre los que le rodean está tratado con mesura y sin afán sensacionalista. Como su relación con el idiota del pueblo, inmune al control mental de Victor, y del que aprende los conceptos de compañerismo y juego, básicos para el ser humano y causa del fatal destino del superniño.

El propio personaje de Victor permanece enigmático e impenetrable. Al comienzo de la historia apenas habla o reacciona. Y, sin embargo, es en esa parte cuando parece más sobrehumano y extraño. De hecho, su posterior educación, a partir de los cuatro años, parece causar poco efecto en él más allá de permitirle expresar lo que ya sabía. A los cinco años ya ha asimilado la suma del conocimiento humano existente hasta esa fecha, puede leer a Spinoza en holandés, realizar complejos cálculos mentales… Pero nada de esto le satisface. Los humanos estamos a un nivel tan inferior que le cuesta encontrar algo interesante en nuestras actividades y desafíos cotidianos. Las alabanzas o condenas que recibe le afectan menos que a aquellos que le rodean. Incluso hablar con los más inteligentes de nosotros le resulta difícil. Su visión distanciada y fría de la condición humana y el propio universo, destruyen las ilusiones y las esperanzas de la gente que intenta argumentar con él. El aislamiento resultante es inevitable, tanto como su trágico final.

Un libro de lectura recomendada por su importancia para el género y por tratar el tema del superhombre con humanidad e inteligencia y sin recurrir a los aspavientos ni el miedo que otros autores posteriores utilizarían en obras similares.

Imagen superior: Pixabay.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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