Los griegos llamaban polis, más o menos, a lo que hoy denominamos sociedad. De ahí proviene la política que es, aunque cada vez lo parece menos, la ciencia y la técnica de lo social. Es claro que la sociedad como pueblo, o sea como reunión, era para los griegos bastante menos que para nosotros. Consideraban el demos pero, en términos, estrictamente políticos, sólo estaba compuesto por los varones adultos y libres. Las mujeres y los esclavos quedaban fuera del escrutinio.
Hoy, nuestras democracias parecen no excluir a nadie del llamado pueblo. En él, todos somos ciudadanos, incluidos los menores de edad y los extranjeros que esperan serlo en su momento. La democracia es un conjunto de procedimientos racionalizados que permiten legitimar al que manda. Los otros –repito a Max Weber– no lo son. Ni el carisma del caudillo ni el prestigio de la repetición tradicional provienen de ninguna razón. Son lo que son y se imponen, si acaso, por su eficacia. De lo contrario, el caudillo se torna déspota y la tradición, muerta rutina, anomia.
Así las cosas, todos los días observamos que nuestros democráticos gobiernos han de tomar medidas sugeridas o francamente impuestas por personajes o instituciones no elegidas, es decir nada democráticas. Esto se debe a la extrema tecnificación de nuestras vidas, mayormente en manos de especialistas que dominan lo que ignoramos, y al tamaño global de dichos poderes, ante los cuales los Estados nacionales, por democráticos que sean, pueden poco y nada.
No obstante, la política sigue siendo de, digámoslo sencillamente, una actividad de pequeño formato. Atañe a la nación –Dios me libre de intentar definirla–, a la provincia, a la ciudad, al barrio, pero no al mundo globalizado. Los gerifaltes del G 20, del G 8 o del G 7, se reúnen a proclamar generosas vaguedades y a no decidir ningún procedimiento.
La política, la vieja y gloriosa tarea de gestionar una sociedad, tiene mala prensa y escaso prestigio. Parece cosa de sujetos residuales más que de dirigentes. Los políticos hablan y escriben a diario pero en una imaginaria cámara de ecos. Se preguntan y se responden a sí mismos, se agreden y se apestillan unos a otros. Sus asuntos han dejado de ser el Asunto para volverse una disciplina corporativa. ¿La sociedad? Una corporación más.
Estas evidencias no son nuevas. Los fascismos las explicitaron al acabar la Primera Guerra Mundial. Entendieron que el mundo había llegado a ser uno solo, algo global, gracias a un desastre: la guerra. Y propusieron un sistema corporativo acaudillado por una figura carismática: duce, Führer, conducator. La política pasó a ser una antigualla, propia de ese corral de gallinas vocingleras llamado parlamento. Lo efectivo no era tal sino la dictadura.
Nuestro mundo dista mucho de ser el de 1919, pero tiene inquietantes parecidos al de hace cien años. Uno de ellos es cierta nostalgia dictatorial que, sin decirlo, arrumba a los políticos en un rincón para peraltar al conductor en la tarima. Los ejemplos de política populista se multiplican por doquier. Se ve que no me refiero al mundo tradicionalmente no democrático, al de los despotados, tiranías, sultanatos y teocracias. Me refiero a nuestra querida y querible democracia, la del barrio, la ciudad, la provincia y, tal vez, todavía, la del Estado nacional.
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