En septiembre de 2014, Nick Bilton publicó en el New York Times su artículo «Steve Jobs Was a Low-Tech Parent», en el que hacía una revelación a propósito del famoso empresario. Fue algo que sorprendió a los gurús tecnológicos, sobre todo a los empeñados en creer que un smartphone o una tablet son los mejores recursos educativos para la infancia.
A finales 2010, Bilton estaba corrigiendo con Jobs algunos detalles sobre una información acerca del nuevo iPad. «Entonces ‒le dijo el periodista‒ ¿a tus hijos les encanta el iPad?”. «No lo han utilizado ‒respondió Jobs‒. Limitamos la tecnología que nuestros hijos emplean en casa”.
Binton citaba otros ejemplos de empresarios y creadores tecnológicos que restringen a sus hijos el empleo de ordenadores o smartphones. Sumada a otras de carácter similar, aquella publicación fue otro síntoma de la corriente crítica que hoy se opone al utopismo digital, jaleado desde la prensa especializada y desde las escuelas de negocios.
Como seguramente saben, esa oposición al predominio tecnológico en la formación de los niños tiene claros fundamentos en la psicología y en el sentido común, pero no ha sido fácil hacerle llegar esta advertencia a los millones de usuarios persuadidos de que un teléfono inteligente es más útil, en términos educativos, que una buena biblioteca.
El psicólogo Adam Alter, profesor en la Universidad de Nueva York y autor de Irresistible. ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos? (2018), nos propone la siguiente reflexión: «Resulta inquietante ‒escribe‒. ¿Por qué los tecnócratas más importantes de la esfera pública son, a su vez, los mayores tecnófobos en la vida privada? (…) Estos emprendedores son conscientes de que las herramientas que promueven ‒diseñadas para ser irresistibles‒ atrapan a los usuarios indiscriminadamente. No existe una línea definida que separe a los adictos del resto de nosotros. (…) Los comportamientos adictivos no son nada nuevo, pero en las últimas décadas se han extendido, son más difíciles de resistir y afectan a más personas».
Los neurocientíficos tienen mucho que decir al respecto, sobre todo en lo que se refiere al empleo de las nuevas tecnologías por parte de niños y jóvenes. Por decirlo de forma muy simple, la plasticidad cerebral puede conducir a los más pequeños en dos direcciones opuestas: el cultivo de la atención, la memoria bien jerarquizada, la autorregulación y la consecución de objetivos, o por el contrario, la distracción, la fragmentación del conocimiento, la pérdida de la fuerza de voluntad y la adicción.
Por citar un ejemplo más concreto: podemos lograr que nuestros hijos sean capaces de leer, comprender y analizar un texto profundo ‒en un libro o en un e-reader sin otras aplicaciones‒, o bien podemos asistir a su incapacidad para ir más allá de la décima línea sin distraerse con esta o aquella aplicación social, o con ese nervioso surfeo digital que les impedirá, por efecto de la ley del mínimo esfuerzo, acceder al conocimiento más relevante.
Les hablo, en términos formativos, de la diferencia que hay entre la selección de un dato concreto, tras consultar una bibliografía de confianza, y el rápido corta y pega de unas líneas tomadas de Wikipedia o del primer resultado que nos brinde Google, antes de empezar a jugar durante horas a League of Legends. Por desgracia, parece que muchos profesores de literatura o de humanidades ya se han acostumbrado a hablarles a sus alumnos de escritores y pensadores que sólo conocerán por unas líneas en la citada Wikipedia, y cuyas obras nunca serán capaces de leer.
En realidad, la mayoría de los dispositivos actuales están diseñados como artefactos lúdicos, con un arsenal de entretenimiento inagotable. En ellos, la posibilidad de acceder al conocimiento más sólido debe competir con aplicaciones más vistosas, diseñadas con otro propósito bien distinto. Les hablo de sitios, apps y contenidos que forman un catálogo inmenso (y que en su faceta más adictiva, comienza en las redes sociales y los juegos online y continúa en el porno y los contenidos basura). Se trata, en fin, de asuntos más rentables que la ciencia, la cultura o la información de calidad. «La tecnología no es moralmente buena o mala ‒escribe Alter‒ hasta que las corporaciones la usan y la diseñan para el consumo masivo. Las aplicaciones y las plataformas se pueden diseñar con el ánimo de enriquecer las conexiones sociales o, como los cigarrillos, se pueden diseñar para que sean adictivas. Desgraciadamente, hoy en día, muchos avances tecnológicos fomentan la adicción».
Sin duda, esto es algo que conocen los principales responsables de la industria tecnológica. Bilton y Alter citan casos muy significativos. Por ejemplo, Chris Anderson, antiguo editor de Wired ‒la revista más importante dedicada a la cultura digital‒ y actual director ejecutivo de 3D Robotics cuenta así su experiencia con sus cinco hijos, que tienen entre 6 y 17 años: “Mis hijos nos acusan a mi mujer y a mí de ser unos fascistas y de estar demasiado preocupados por la tecnología. Dicen que ninguno de sus amigos tiene las mismas reglas. Actuamos así porque hemos visto los peligros de la tecnología de primera mano. Es algo que he comprobado en mí mismo, y no quiero que les ocurra a mis hijos”.
“Esta es la regla número 1 ‒dice Anderson‒: No hay pantallas en el dormitorio. Punto. Y no las habrá”.
Evan Clark Williams es otro programador prestigioso que piensa igual que Chris Anderson. Williams ha sido director general del Twitter y ha fundado compañías como Pyra Labs y Blogger. De hecho, el término «blog» se popularizó gracias a él. De forma muy significativa, a pesar de su prestigio en el sector tecnológico, decidió junto a su esposa que sus dos hijos no crecerían usando iPads. En su lugar, pusieron a disposición de los pequeños una biblioteca física, con cientos de libros, con la certeza de que un niño que aprende a seleccionar los clásicos en papel está mejor preparado para dominar el vendaval de las redes.
El periodista Walter Isaacson, presidente del Aspen Institute y biógrafo de figuras como Albert Einstein y Steve Jobs, conoció bien a este último, y simpatiza con algunas de sus costumbres. «Cada noche ‒dice‒, Steve proponía ir a cenar a la cocina, donde había una gran mesa. Allí se hablaba de libros, de historia y de muchas otras cosas. Nadie sacó en ese lugar un iPad o una computadora. Los niños no parecían adictos a los dispositivos».
Joe Clement y Matt Miles, autores del libro Screen Schooled: Two Veteran Teachers Expose How Technology Overuse is Making Our Kids Dumber (2017), se apoyan en este ejemplo para ratificar sus conclusiones en contra de la saturación ‒y adicción‒ digital a la que están sometidos los niños y adolescentes. En su estudio, citan a otra figura, aún más relevante si cabe: Bill Gates.
Fue en 2007 cuando Gates, fundador de Microsoft, comprobó que su hija estaba enganchada a un videojuego. Su decisión fue inmediata: le impuso unas estrictas reglas de uso, y también decidió que sus hijos pequeños no tendrían un teléfono inteligente hasta los catorce años de edad.
Según Clement y Miles, muy críticos con la digitalización de la vida estudiantil, un buen número de empresarios de Silicon Valley prefiere que sus hijos se eduquen en escuelas donde no se ha impuesto el uso de la tecnología, y donde los lápices, los cuadernos y las pizarras tradicionales aún no han sido sustituidos por los tablets. «Es interesante pensar ‒dicen ambos en Business Insider‒ que en una moderna escuela pública, donde los alumnos deben utilizar dispositivos como el iPad, los hijos de Steve Jobs estarían entre los pocos niños que no los usarían».
Por su parte, Gates apuesta por un uso muy específico ‒y por consiguiente, limitado‒ de la tecnología educativa, extremadamente útil cuando se trata de personalizar ciertos contenidos o de superar barreras geográficas. Por supuesto, una cosa es esto y otra creer que aprender a programar a una edad temprana es tan importante como estudiar filosofía o química.
En todo caso, esta discusión aún debe seguir su curso, evitando las proclamas publicitarias de los tecnócratas, y basándose en las conclusiones de neurocientíficos e investigadores educativos, cada vez más críticos con la barra libre digital que hoy disfrutan los niños y jóvenes. En este aspecto, me parecen imprescindibles las declaraciones de Tony Fadell, cocreador del iPod y fundador de Nest Labs.
Fadell, que estuvo en el equipo que diseñó el primer iPhone, tiene clara de quién es la responsabilidad: «Los Apple Watches, los Google Phones, Facebook y Twitter han mejorado para conseguir que siempre hagamos click una vez más, obteniendo otro chute de dopamina. Pero ahora tienen la responsabilidad y la necesidad de ayudarnos a manejar y dominar nuestras adicciones en el teléfono, la tablet, etc. (…) Son los únicos que pueden hacer esto, porque son los propietarios del sistema operativo y del ecosistema de aplicaciones».
«Los adultos son adictos ‒continúa‒, y no sólo los niños. Google debe ayudarnos. Los adultos británicos pasan más de ocho horas diarias frente a las pantallas. Los niños, seis horas y media. No ignoremos el vínculo entre el uso de redes sociales y la depresión. El 34% de la gente chequeó sus estado de Facebook en los últimos diez minutos. Debemos controlar nuestro ambiente y necesitamos información. Paso 1: hemos de saber dónde está la línea que hemos cruzado para convertirnos en adictos. (…) El paso 2 es salir del entorno que facilita esa adicción (…) Pero nuestras pantallas integran una gran parte de nuestras vidas. Son nuestras herramientas de trabajo, nuestros calendarios familiares, nuestros dispositivos de emergencia. En realidad, no podemos vivir sin ellas».
«Con estas herramientas (o sin ellas) ‒escribe Fadell‒, nos corresponde a nosotros actuar: debemos regular el tiempo de uso frente a las pantallas, debemos vivir el momento, debemos comer sin pantallas, volver a aprender con objetos analógicos como los libros, y escribir y dibujar, y pasar días sin tecnología para que la familia esté unida. (Y sí, es irónico que esté tuiteando esto) :)»
Imagen superior: Pixabay.
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