No me refiero al director de cine ni a su papá, el músico, sino a Horacio Coppola (1906-2012), el fotógrafo argentino cuyo cumpleaños número 102 fue celebrado con una exposición en los salones de la Telefónica madrileña.
No era la primera vez que al artista lo reconocían en España. Ya el IVAM (Valencia) se acordó de sus 90 abriles con una muestra exhaustiva. En aquella muestra de 2010 recorrí sus fotos en compañía de Telmo, aviador, Agusto, filósofo y Eulogio, abogado.
Buena parte de la colección la componían las tomas que Coppola hizo en 1936, cuando el cuarto centenario de la ciudad y la inauguración de su Obelisco, monumento emblemático al fálico orgullo porteño.
Es admirable el talento coppoliano para sorprender a gente anónima y dibujar enigmáticas historias con pocas poses. Ángulos inesperados convierten lo que vemos todos los días, sin mirar, en eso que está ahí y que revela aquella otra mirada, la que dispara una cámara de fotografías. Es para creer que vivimos rodeados de misterios y no nos damos cuenta.
Coppola, por otra parte, tiene el talento de evitar pintoresquismos. Su Buenos Aires elude a bailarines de tango, al —entonces ignorado— Pasaje Caminito, las algaradas de los hinchas de fútbol y el asado de los domingos.
Me fascina la capacidad de ese arte para convertir la vida de carne y hueso en desfile de fantasmas. Esa gente que ya no existe o que si existe resulta irreconocible, sigue ahí, para siempre, gracias a que—¡precisamente!—no tiene cuerpo. Es como si se hubiesen retratados sus almas, en carne viva pero inmortales.
Hay algunas fotos que parecen cuadros abstractos o componendas de planos con la firma de Picasso o de Juan Gris. Son objetos cualesquiera pero la cámara los ha manipulado hasta volverlos irreconocibles. Dos manzanas pueden ser una cordillera. Una máquina de escribir sin teclas semeja un teatro. Un edificio reflejado en un cristal es un arroyo poblado de minúsculos peces.
—¿Eso qué es? —pregunta el abogado.
—No sé, no me entero—dice el aviador—. Me gustan más las calles con gente.
—Yo sí me entero—concluye el filósofo—. Son imágenes. No están en la calle ni en la gente. Están ahí. Para siempre. Ahí.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en ABC. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.
Imágenes de la exposición «Horacio Coppola – Fotografía», publicadas por cortesía de la Fundación Telefónica.