Una casualidad editorial me ha permitido leer a la vez un par de libros temáticamente ligados: Der deutsche Glaubenskrieg. Martin Luther, der Papst und die Folgen, de Tillmann Bendikovski (Bertelsmann, Munich) y Los numerosos altares de la modernidad. En busca de un paradigma para la religión en una época pluralista, de Peter L. Berger (traducción de Francisco Javier Molina de la Torre, Sígueme, Salamanca).
El primero aprovecha la conmemoración de los cinco siglos de la Reforma protestante y cabe traducirlo como La guerra de religión alemana. Martín Lutero, el Papa y los siguientes. El segundo es obra de un sociólogo notorio que se ha especializado en su ciencia aplicada a las religiones comparadas vistas desde una sociología del conocimiento.
De alguna manera, los dos autores examinan un mismo fenómeno: la perduración, la adaptación y los conflictos del fenómeno religioso en unos siglos de modernidad, es decir de creciente secularización de la vida social.
Bendikovski llega a leer toda la historia moderna de Alemania con la clave de una guerra de religión entre protestantes y católicos que tal vez (la conclusión no es conclusiva) esté a punto de resolverse en nuestros días. En cuanto a Berger, se inclina a plantearse el interrogante de si es posible establecer una sociabilidad moderna en países donde dominan ideologías religiosas que implican al Estado, en especial los países de mayoría musulmana, y cómo sería factible hacerlo sin atacar la propia religión organizada. Es pluralista, cree en la convivencia de los credos religiosos y opina que los caminos hacia la modernización que impone el mundo globalizado no son los mismos para todos, y que es lograble una conciliación entre ambos términos, es decir: religión y modernidad.
En efecto, modernizar ha sido secularizar, al menos en el mundo llamado occidental y, a mayor secularidad, menor religión. O, por lo menos, llevar la religión al ámbito de las creencias privadas y establecer un derecho que actúe como si no hubiera dioses, conforme la propuesta del jurista Hugo Grocio en el siglo XVII, el siglo de la Guerra de los Treinta Años y la Paz de Westfalia.
No escapa a ambos que en la historia moderna occidental ha habido recaídas en la sacralización del Estado, la política y el derecho que hacen pensar en un proceso espiralado y nada lineal. El siglo XX, bien provisto de vanguardias, conquistas técnicas y científicas y viajes espaciales que permiten ver nuestro globo a distancia y como una unidad habitable, ese siglo vivió terribles experiencias de religiosidad política como el fascismo y el comunismo, a la vez que choques violentos entre el Estado y las iglesias durante la revolución rusa, la guerra cristera mexicana y la Segunda República española, sin ir más lejos.
El siglo anterior, que quizás empezó en 1789 con la revolución francesa, ya mostró fenómenos comparables: la propia revolución, la Comuna de París, la unidad italiana, la llamada lucha cultural en la Alemania de Bismarck, etcétera. Iglesias y conventos ardieron en la Barcelona de la Semana Trágica y en la Argentina del primer peronismo, en la mitad inicial del Novecientos.
De todos los choques frontales se ha salido con una pervivencia, cuando no de un recrudecimiento, del fenómeno religioso. La fácil explicación del creyente es: he ahí la prueba de que los dioses existen. Los rusos han reconstruido el templo del Salvador y erigido una enorme cruz de San Vladimiro en la moscovita Plaza Roja. Quizá no sea tan sencilla la lectura de estos hechos ni haga falta irse hasta tierras islámicas para explicarlos con algún caso comparable como la Turquía de Kemal Atatürk. Pero la pregunta sigue en el aire: ¿es el ser humano un animal, entre otras cosas, religioso, en el sentido de que necesita religarse entre sí por medio de una fuerza superior a lo humano mismo, un imponderable absolutamente otro del que nada sabemos pero que subsiste apenas nos planteamos algunas cuestiones? La ciencia y la política se incrementan y hasta puede decirse que progresan pero no pueden explicarnos el sentido de la vida mortal que es la que habita nuestra consciencia, ni por qué existe todo lo que existe y a qué se debe que perdure el mal si es que preferimos declaradamente el bien. Todo ello es intangible, no se destruye a bombazos ni se reduce a cenizas en ninguna hoguera.
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