Soy una persona tremendamente maliciosa, así que mientras veía Nido de avispas (Hornest’ Nest, 1970), de Phil Karlson y Franco Cirino, no podía dejar de elucubrar qué razones habría valorado su protagonista, Rock Hudson, para querer hacer esta película en la que se pasa gran parte de su metraje comandando, reprendiendo y consolando a un puñado de efebos revoltosos. Sí, lo mío es pura malicia.
Últimamente empiezo a sentirme fascinado por la figura de Rock Hudson, especialmente en lo que hace referencia a su penúltima etapa fílmica, la setentera. Me encanta que un actor gay haya proyectado sobre la pantalla una figura tan viril y masculina. Su bondadosa presencia me inspira ternura y su altiva planta mi más rendida admiración. Precisamente en esta película está en la mejor etapa de su madurez (tenía 45 años), con una mirada durísima y descreída, y además fue el filme en el que estrenó ese estupendo bigote que popularizaría un año después en la serie de TV McMillan y esposa, que mi generación recordará perfectamente.
Nido de avispas cuenta con un arranque argumental poderoso y original: durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes imponen correctivos a sus poco disciplinados aliados italianos. Así, por puro capricho, un oficial nazi ordena fusilar a todos los hombres y mujeres de un pueblito. Los niños, refugiados desde el parapeto de unos arbustos, contemplan a salvo cómo los soldados teutones acaban con sus padres.
Al mismo tiempo, una compañía de paracaidistas estadounidenses se lanza sobre la zona, pero son barridos por las balas enemigas: todos menos uno, su Capitán, que se la da contra un árbol y consigue finalmente pasar desapercibido, aunque herido e inconsciente, entre los matojos. Se trata, claro, del bueno de Rock.
Los niños descubren al Capitán y pretenden reanimarlo, pero no logran hacerle recuperar el sentido. Así que, ni cortos ni perezosos, raptan a una enfermera italiana (la yugoslava e insoportablemente guapa Sylva Koscyna, después de que Sophia Loren decidiera, sabiamente para su carrera, no incorporarse al rodaje) pero, al negarse ésta a asistir a Rock, la amenazan con hacerle lo mismo que han hecho a sus padres, acorralándola todos los muchachos con mirada lúbrica e inmovilizándola contra el suelo, en clara alusión a una violación segura.
Por suerte, Rock despierta y evita una desgracia. Tras ser curado por la enfermera y bla bla bla, el Capitán recuperado decide impartir cursos de armamento a los niños y adiestrarles militarmente para volar una presa protegida por los nazis, la misma misión que su alto mando le había encomendado. Ahí nos encarrilamos ya en la peli de misión por cumplir típica de la época: los chavales intentarán llevar a cabo su objetivo, y por el camino se cargarán a metrallazos a un montón de soldados alemanes.
Como ven, el tratamiento de Nido de avispas es total y descaradamente escapista –al contrario que otro filme de similar temática pero mucho más realista, en verdad un repaso torturado de los alemanes a su propio proceder bélico, como era una de mis películas predilectas de la infancia, la cruel y poética El puente–, pura miel al fin para el fan del género bélico más descabellado.
Sin embargo, ya en su momento, esta coproducción italoestadounidense (¡con música de Ennio Morricone!) causó malestar en el público, antes que por el trasfondo sexual (claramente presente, tanto desde la relación homoerótica que el espectador establece de forma inevitable entre el descamisado Hudson y sus chiquillos tutelados, como desde la violenta tensión que vive con la protagonista femenina), a causa del trauma de violencia vivido por los personajes infantes. Ya entonces (1970, quizá una de las épocas más libres del cine mainstream) incomodaba, sobre todo en Estados Unidos, ver a unos mocosos disparando con saña y sadismo contra otras personas, aunque fueran en este caso hombres en uniforme (y alemanes, para más inri). La peli fue un fracaso, al parecer.
Vista hoy, Nido de avispas es un disfrute absoluto, no sólo porque resulta muy entretenida y está bien dirigida, sino por varias cuestiones adicionales: el desconcertante detalle de que Hudson se pase media película en una ajustada camiseta de tirantes verde camuflaje, abrazando a sus pequeñuelos, organizándolos en escaramuzas y ayudándolos a cruzar un embalse a nado; la inusitada violencia de trato que Hudson dedica a su supuesto interés amoroso en el filme, la despistada (pero adorable) Koscyna; la crueldad de la situación planteada, que convierte este título en una rara gema para los ojos de un espectador de nuestros días…
Además, brilla en la dirección artística una despreocupación absoluta por la fidelidad histórica del período reflejado, por lo que resulta una gozada poder ver a Hudson, Koscyna y los críos con una extensión de cabellos y unos peinados totalmente setenteros y medio silvestres: ¡el look desharrapado y jipioso de los personajes es una pasada!
Así pues, os recomiendo encarecidamente esta película si queréis pasar un rato estupendo con un filme que supone otro antecedente directo de Malditos bastardos… ¡pero con un planteamiento bastante más original!
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.