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“Doña Bárbara”: Culebrón de noble cuna

“–Sí. (Soy) cada uno de los hombres, todos aborrecibles para ti; pero, representándotelos, uno a uno, yo te hago amarlos, a todos a pesar tuyo.

Ella concluyó rugiente:

–Pero yo los destruiré a todos en ti”. (Doña Bárbara de Rómulo Gallegos).

Encaro con Doña Bárbara la segunda novela que leo de su autor, después del comentario dedicado a la anterior La trepadora. Es Doña Bárbara, al parecer, la novela más popular de la literatura venezolana de la primera mitad del siglo XX, y una de las más conocidas en toda Latinoamérica.

Se publicó en Barcelona en 1929 (creo que en edición costeada por el propio autor) y fue merecedora del premio Mejor Libro del Mes otorgado en España en septiembre de ese año. Estamos, pues, ante otro ejemplo de obra beneficiada por su publicación en el mercado mainstream del mundo hispanoparlante, como luego ocurriría con el boom latinoamericano en los años 60, también orquestado desde Barcelona. (Estas cuestiones de coyuntura postcolonial son relevantes, pero continuamente ignoradas desde España: no nos damos cuenta de que nuestra industria es una referencia para Latinoamérica, como la estadounidense lo es para nosotros –y para ellos también–).

Doña Bárbara se podría definir como un excelente folletín, un folletín construido con material noble, donde vuelve a destacar la prosa exuberante de Gallegos. Argumentalmente, se puede ver como un western y también como un melodrama: el joven y civilizado Santos Luzardo regresa a su hato (hacienda) en el llano venezolano para poner freno a los abusos y atropellos que la cacica Doña Bárbara comete en la salvaje región, pero tiene que cuidarse de no caer él mismo presa de las dotes de seducción (dicen que sobrenaturales) de la Doña y del instinto de bestia que desata la ruda vida de la propia sabana.

La importancia de Doña Bárbara, a mi parecer, estriba sobre todo en que establece un arquetipo excelente y perdurable de la “devoradora de hombres” (que atrae y destruye sin remisión a todo varón), arquetipo que pronto trasciende las fronteras venezolanas para extenderse por toda Latinoamérica, siendo inmortalizado para la gran pantalla, ya en los años 40, por la mexicana María Félix y extendiendo su influencia como un modelo perdurable en toda la cultura latinoamericana (imposible no ver a Doña Bárbara en canciones como la desgarrada María la Bandida del maestro José Alfredo Jiménez, dedicada precisamente a la Félix en la versión interpretada por Lola Beltrán).

Doña Bárbara no me parece, sin embargo, una novela magistral. Primero, por ausencia de ambición o visión: las formas son las de un folletín decimonónico, con personajes bien trazados pero de acciones y actitudes algo alambicadas, y construidos al servicio de un modelo excesivamente tradicional de literatura, ya oxidado en su propio tiempo (tomado el folletín decimonónico como “gran” literatura sin necesidad de innovación o revisión personal… y no como vehículo meramente escapista, en cuyo terreno esta novela funciona a la perfección).

Asimismo, la carpintería de Doña Bárbara, pese a la calidad de su material, no es medida ni reposada: funciona por acumulación de hechos y descripciones, algunos reiterativos, de manera que ciertos capítulos podrían eliminarse sin que el conjunto se resintiera. También fallan escenas que en teoría debieran haber sido emocionalmente fuertes, como cuando llega en la trama el tan esperado momento en que Santos Luzardo y Doña Bárbara se encuentran por primera vez: la expectativa del lector resulta frustrada debido a que el autor “olvida” reflejar la impresión que en el protagonista cause la presencia de la mujer; parece que Gallegos no considera importante para Luzardo (ni para el lector) dicho momento, cuando todos estamos esperando que el “héroe” quede traumatizado, para bien o para mal, por el descubrimiento físico de la Doña. En ese sentido, no tiene lógica el desentendimiento de escritor y personaje para con un suspense construido previamente a lo largo de varios capítulos.

Por último, hay personajes que no juegan ningún papel trascendente cuando por lógica dramática deberían: como Lorenzo Barquero, hombre “devorado” por Doña Bárbara cuyo ejemplo el protagonista debe intentar no seguir a toda costa, y que cumple al principio un rol importante como antimodelo de comportamiento y para presentar a su hija Marisela (tercer vértice del triángulo amoroso establecido en el drama), pero que deja de ser relevante cuando al autor le interesa, todo y cuando su presencia en la hacienda de Santos Luzardo reclama a gritos un peso y una evolución del personaje que no se da, así como sí se procede cuando interesa “folletinescamente” a una involución arbitraria de su carácter… Esa arbitrariedad de movimientos de los personajes es demasiado evidente.

Abundan, por el contrario, pasajes melodramáticos excelentes (el origen de Doña Bárbara) y también sublimes descripciones de la vida del llanero, así como de la llamada de la agreste naturaleza (espeluznante el párrafo de la muerte de la novilla en el “tremedal” –arenas movedizas–, arrastrada por una culebra).

El planteamiento teórico detrás de Doña Bárbara, desde el mismo nombre de la villana, es un más que evidente enfrentamiento entre civilización y barbarie. La visión de Gallegos se destila sumamente conservadora, identificando naturaleza con caos, aunque también con vida libre para los instintos; y civilización con pulimento de virtudes y garantía de supervivencia. Un símbolo de civilización para el protagonista y también para el autor es el tendido de una cerca que limite con claridad la propiedad privada, así como el establecimiento de leyes que destierren la corrupción, tan tradicional en los países en vías de desarrollo (o supuestamente desarrollados, como España).

Así pues, se trata de una novela que me parece decepcionante en lo que se refiere a su formulación artística, tanto desde un punto de vista contextualizado como frente a los ojos de un lector occidental de hoy que pretenda descubrir “nuevos modos” en clásicos que mi generación no suele leer en España (en ese sentido, La trepadora me parecía más interesante, pues no caía en los vicios folletinescos hasta su tercer y último acto); pero en cuanto al uso del lenguaje y la calidad narrativa, Gallegos sigue descollando como un escritor inmenso, excepcional.

Queda, eso sí, un molde perfecto para producir a destajo innumerables adaptaciones a seriales televisivos, perpetuando un modelo inequívoco de la mitología popular latinoamericana.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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