La evocación que sigue tiene una fecha: noviembre de 1988. Es entonces cuando pasa fugazmente por Madrid Alberto Moravia, que morirá no mucho después, el 26 de septiembre de 1990.
A sus ochenta años, la notoriedad, siempre equívoca, lo hace conocido, entre las masas españolas, por su matrimonio con una joven aragonesa, Carmen Llera, y por unos artículos de sus viajes a través del África. En su gran momento, los libros de Moravia debían ser comprados en las trastiendas, en las ediciones argentinas de Losada, como ofensivos al pudor y a la moral católica que eran.
Un poco más cojo que siempre, algo más sordo, el Moravia que visita Madrid en 1988 es un hombre de palabra rápida y voz clara, que mira con los ojos de la noia, del aburrimiento existencial que él prefiere a la altisonante angustia de la era heideggeriana. Tienen, para avivarlos, unas cejas pobladas y diabólicas que recuerdan las de Thomas Mann.
Viste de vivos colores, sin evitar los grandes cuadros en sus pantalones. “Tengo muchos años, lo cual no es lo mismo que ser viejo. He llegado a los ochenta por casualidad, podría vivir otros tantos. No estoy enfermo y la vejez sin enfermedad no existe”.
Por esa época, Moravia vuelve a España con cierta frecuencia. Encuentra que Córdoba es Castilla. “Es un desierto, España es el único país europeo que tiene un desierto. Me gustan los desiertos, son lugares espirituales. En ellos el hombre está a solas. El monoteísmo nació en los desiertos de Oriente.”
Desde los nueve años escribe “con vocación prepotente” y distingue entre narrador y escritor. “El narrador, es decir el que tienen la vocación de contar mentiras, nace. El escritor, se hace a fuerza de técnica y cultura”.
En cuanto a él mismo, rechaza la idea de que lo consideren un intelectual orgánico, es decir alguien que quiere cambiar el mundo y, por lo tanto, debe encuadrarse en una militancia. “Yo sólo quiero mostrar algunas cosas a los hombres. La literatura plantea sólo problemas técnicos al escritor, pero, luego, en ellas, está todo lo humano”.
Pone como ejemplo Gli Indifferenti, su primera novela, publicada en 1929, en pleno fascismo. En ella intentó fundir el teatro con la novela y le salió una crítica a la burguesía italiana de la época.
¿Le produjo el libro conflictos con el gobierno fascista? Cree que no, aunque en 1935 el régimen prohibió que se escribiera sobre sus obras y en 1939 se le prohibió la firma, lo que lo obligó a acudir al seudónimo. “Es que había unos funcionarios encargados de controlar las publicaciones” comenta con sorna “y, como cobraban por ello, debían encontrar algo censurable. Para evitar estas cosas habría que quitar el sueldo a los funcionarios”.
Hacia 1945, apenas acabada la guerra, Moravia se sintió atraído por lo que él llamó la “esperanza” comunista. Pero ya entonces comprendió que el comunismo habría de sintetizarse con el liberalismo, aceptando que no era la única manera de cambiar el mundo, ni el único sistema válido de pensamiento.
Marx y Freud fueron como descubridores de continentes, ampliaron nuestro conocimiento del hombre gracias a sus explicaciones deterministas. “Lo malo del marxismo es que se lo convierta en una fe. La religión es cosa de templos y sacerdotes, la política es algo profano: lo dijo ya Maquiavelo y no lo hemos comprendido todavía. En el Tercer Mundo, sobre todo, el comunismo es una religión. Esto demuestra que vivimos antes de Maquiavelo.
Moravia se sigue creyendo un realista. La literatura se ocupa de la realidad, pero ésta se constituye mentalmente, con todas las posibilidades del pensamiento, con las representaciones que los hombres nos hacemos acerca de los grandes temas.
Por ejemplo: el origen del mundo. “Sí hay ideología en la literatura, pero no la que el escritor pone, sino la que encuentra. El escritor se plantea problemas que puede resolver, problemas retóricos: cuestiones de equilibrio narrativo, de verosimilitud, de construcción novelesca. Luego, leyéndose, advierte que hay ideología en sus libros.” La conclusión es que la literatura no enseña a vivir, sino que representa la vida.
Es inevitable hablar de cine. En parte, porque Moravia es un crítico profesional (unas 2000 reseñas desde 1945). En parte, porque sus novelas han sido frecuentemente filmadas. “Mis novelas son fáciles de filmar porque son dramas disfrazados de novelas, textos travestidos. Por otra parte, mi tema es la familia, que es el gran tema de todos los tiempos, desde Sófocles. La familia es el mayor éxito de la cultura: la institución del incesto como tabú, el complejo de Edipo. Un éxito dramático, el triunfo de la cultura sobre la naturaleza, transformado en el lugar del drama mismo. Por eso los griegos lo convirtieron en algo sacro, hicieron del teatro el altar del destino en que representar el drama de la familia. Es una pena que el teatro esté desapareciendo, es un templo que se clausura. La novela no puede sustituirlo. la novela no es un género de pesebre, como la fábula del Mesías.”
¿Ama la familia un escritor tan aureolado de escándalo y de crítica a las “costumbres” (las buenas y las malas)? “Sí, amo la familia porque soy un solitario. Siempre he vivido en pareja porque la pareja es la unión de dos seres libres y solitarios. Luego hay el sexo. Para mí, como está en todas partes, resulta algo natural. El sexo no tienen nada que ver con la moral, sino con la naturaleza. Cuando se lo convierte el algo necesario, es decir cuando se lo moraliza, entonces se vuelve pornografía. El sexo es lo que es. Quienes no lo admiten así son los curas y los pornógrafos.”
¿Pero no hay un mito sexual? “Sí, pero no sirve para pensar, sino para actuar. Es el mérito del mito: moviliza a la gente por cosas que no existen, pero las moviliza realmente.” El ejemplo que da Moravia vuelve a ser el sexo: un efecto sin significado. ¿Y la mujer? El viejo maestro es aforístico en esta materia: “Es la mitad cubierta de la humanidad, la mitad por descubrir”.
De aquí (de un hombre octogenario en tren de descubrir mujeres) la relación con el escándalo: “Me aburre el escándalo. Es un invento de los otros. Yo me pongo una corbata con todos los colores. Por supuesto, algún color escandaliza a cierta gente, es inevitable. Pero yo uso la corbata que me gusta, no la escandalosa. Escandalosa es la mirada del otro.”
La noia, el aburrimiento, es una constante en su obra, una categoría filosófica. Moravia acepta que se aburre con facilidad, concretamente, sobre todo, en las reuniones sociales. Más allá está el angustioso aburrimiento de la vida, que es la aridez en la espera de la muerte, el hastío que provoca pensar en que todo lo que existe está allí para dejar de existir.
De nuevo, el desierto y la religión del despojamiento. “Contra la noia sólo hay tres remedios: la melancolía, la desesperación y la indiferencia.”
Se impone el tema de las actividades múltiples de este activo señor lleno de años que no ha llegado, aun, a la vejez. Nos habla de su obra de teatro El ángel de la comunicación, que ha provocado escándalo, para variar, y que la actriz española Assumpta Serna lleva por Europa y, tal vez, a los Estados Unidos. Luego, de su trabajo como eurodiputado en el Parlamento Europeo de Estrasburgo. Le preocupan, sobre todo, dos temas: el desastre nuclear y una ley de Derechos de la Infancia, que quiebre la tradición judeocristiana, en el sentido de que los niños sólo tienen deudas y deberes, sobre todo hacia sus padres.
El problema nuclear, según Moravia, no es político, diplomático ni militar. ES un problema filosófico: “¿Quiere sobrevivir o morir el mundo?” En este sentido, lo importante es la convicción de las masas. Al Estado no se lo puede persuadir de que renuncie a la guerra, que es su instrumento por excelencia. “No soy pacifista” explica el escritor”, “soy simplemente un zoólogo. Quiero que sobreviva el hombre, pero también que sobreviva el rinoceronte africano.”
En cuanto al Tercer Mundo, estima que no hay que ayudarlo a alimentarse, sino a desarrollarse. Los gobernantes de esas zonas suelen ser muy corruptos y quedarse con el monto de las ayudas. Lo que importa es dar asistencia técnica y financiera a los países atrasados para que produzcan sus medios por sí mismos.
Hay en Moravia, aparte del interés “racional” por el mundo sumergido, una atracción inmediata por África, continente al que retorna constantemente. Lo seduce, como europeo, el intuir que es el único lugar del mundo en que, todavía, la naturaleza es más fuerte que el hombre. “África tiene una belleza monótona, porque la variedad no es un valor para los africanos. Me atrae ese inmenso fragmento de mundo que cultiva su propia monotonía. Es una manera fantástica de volver a épocas arcaicas, no vividas, ciertamente. Épocas en que el tiempo apenas transcurre y en que los espacios naturales dominan con su ritmo repetitivo.”
Este hombre que ha trajinado diversos géneros no ha sido, sin embargo, jamás, poeta. En algunos de sus viajes ha participado Pier Paolo Pasolini, una idiosincrasia radicalmente diversa de la suya. Pasolini era un creyente que murió como un mártir, un hombre con un sentido dramático del placer que se opone a la serenidad noiosa y liberal de Moravia. Hombre de otra generación, muy comprometido con el happening revolucionario de la década del sesenta. Tal vez los aproximaran sus diferencias, como suele ocurrir. Una de ellas es la secreta admiración de Moravia por la poesía: “En poesía no hace falta cumplir una obra, como en novela. Un solo verso feliz hace a un poeta.”
Y, en este panorama, el narrador sintetiza la poesía italiana del siglo XX en dos mitades, la primera hegemonizada por Eugenio Montale y la segunda, por Pasolini. No es que no haya habido mas y aún mejores poetas, líricos de igual nivel y diverso acento. Pero ninguno de ellos, a juicio de Moravia, ha logrado incorporar los elementos de la vida actual a la poesía como Montale y Pasolini.
¿Cómo vive un viajero apasionado y observador de las paradojas de lo cotidiano la diversidad del mundo? “En la humanidad solo son peculiares las culturas. Es claro que es una diversidad de peculiaridades inmensa y que marca mucho a los grupos humanos. Pero hay algo universal y esta universalidad es la que señala el arte. Entre gentes de distintas culturas, lugares y épocas, el arte es el lazo de unión. Sófocles es nuestro, pero es japonés y brasileño. Y es de su tiempo, del Renacimiento, de hoy y del siglo cuarenta, si llegamos. Es curioso: el arte es más universal que el hombre. El arte, que está hecho por el hombre, lo excede en universalidad.”
Para variar y para persistir, Moravia se va de viaje. Después de esta visita estará en Moscú, haciendo de actor en un film sobre la perestroika. Por supuesto, como a todos los europeos, le interesa la nueva singladura de la URSS y del mundo comunista en general. Pero, finalmente, se niega a opinar sobre algo que estaba tan reciente y en curso. Sonríe y apunta un tópico: “Me interesa ver adónde va”. Quizá la verdadera conclusión sea una figura: “Ya se sabe, estas cosas son como las sandías. Hay que calarlas para saber cómo están.”
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.