Al terminar la Primera Guerra Mundial, en 1919 y hasta comienzos de 1921, Gabriele D’Annunzio encabezó una expedición de voluntarios y oficiales que mantuvo ocupada la ciudad de Fiume, hoy territorio croata que sale al Adriático. Reclamaban que fuera italiana, en contra del pacto de Londres que la adjudicaba, con motivo de la repartija del imperio austrohúngaro, a la naciente Yugoslavia.
Como todas las cosas dannucianas, fue una mezcla de heroico y de grotesco, entendidos ambos como géneros teatrales. En efecto, los legionarios se mezclaron con los aventureros, los intrigantes, los contrabandistas, los piratas, en una suerte de celebración continua y desordenada donde abundaban la cocaína y la promiscuidad bisexual. En parte, se anunciaba una sociedad individualista, libérrima en sus costumbres y laica. A la vez, un reclamo rotundo de autoridad. En Italia, Mussolini adoptaba para su naciente movimiento una denominación provista por los anarquistas: fascismo.
Removiendo los viejos papeles de Fiume, con la expectativa de hallar encantadoras antiguallas, he dado con sorprendentes “actualidades”. D’Annunzio denuncia a la casta política (sic, cuidado con los ecos), de la cual dice “que no se puede asistir a su espectáculo sino tapándose las narices” pues no es más que “un submovimiento de podredumbre cuyo hedor parece crecer por horas”.
La casta “intenta prolongar unas formas de vida disminuidas y despreciadas.” Mientras tanto, el Comandante –así lo llamaban sus fieles y cabe volver a cuidarse de los ecos– se afiliaba al flamante Fascio y Mussolini hacía una cuestación en su apoyo de la que, en parte, se guardó el peaje. Como diría el poeta, si Benito no era de la casta, tampoco era casto. Con los años, las divergencias se irían acentuando. La historia de Italia no admitía más que un solo Duce, al que D’Annunzio sometía a un retruécano: leso fante (niño listo) que se oye también como lesofante (canalla).
La cosa rebasó la mera anécdota. Italianos de todo el mundo, desde Chicago hasta Buenos Aires, echaron en el cepillo del Fiume cuanto pudieron. Lo asombroso fue otra colecta, la de apoyos políticos. Lenin, que estaba haciendo su Rusia bolchevique, vio en Fiume la almendra de una revolución italiana. Trotsky consideró a d’Annunzio un héroe. Algunos secuaces del Comandante entraron en contacto con el dirigente libertario Errico Malatesta.
Se fundó la Lega di Fiume, un aparato internacional en defensa de los pueblos oprimidos, entre ellos Irlanda y Cataluña. El modelo perseguido era una república social anticapitalista, “la chispa capaz de abatir el brutal régimen del dios del oro”, según proclamaba el jefe de la izquierda dannunciana, Giuseppe Giulietti. Hasta Amadeo Bordiga, futuro cofundador del Partido Comunista de Italia, celebró la empresa.
El ejército puso fin a la expedición y también a la carrera política de D’Annunzio, quien se encerró en su castillo fuerte de Il Vittoriale degl´ italiani junto al lago de Garda.
Poco antes de ser fusilado por los milicianos, en 1945, Mussolini contestó a la pregunta de por qué había traicionado al socialismo, su original ideología. Respondió que jamás lo había traicionado, sino que se había aliado con Hitler para derrotar al capitalismo financiero internacional manejado por los judíos. Podría buscarse un intermedio entre esta escena y la del Fiume, el discurso de Francisco Franco ante la Falange en 1942, que cita Preston en su biografía del Caudillo.
Un poeta del tango, Enrique Discepolo, definió el siglo XX como el escaparate de un cambalache “problemático y febril” donde comparten espacio la Biblia y un calefón (calentador de gas), el libro inmemorial y el invento contemporáneo. Me atrevo a pensar que, no obstante lo posmoderno, las redes sociales y el asambleísmo callejero de El Cairo y Kiev, seguimos en él. Los viejos papeles del Comandante y el Duce recobran lozanía.
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