El wéstern, como el teatro, siempre parece boquear en la crisis, parece que se extingue, da muestras continuas de agonía, pero de alguna manera perpleja acaba siendo invulnerable y siempre resurge.
En las últimas décadas lo ha hecho de la mano de Silverado (Lawrence Kasdan, 1985), pero sobre todo de la mano de Sin perdón (Clint Eastwood, 1992), crepuscular y magnífica aun en su retrato del acabamiento o precisamente por eso, y después Open Range (Kevin Costner, 2003), teñida de ese heroísmo sereno y melancólico.
También la magnífica El tren de las 3:10, cuyo héroe no es consciente de serlo, o no quiere serlo o le habría gustado no tener que serlo. (Me refiero ahora a la versión de James Mangold, de 2007, donde un insospechado Russell Crowe es el villano Ben Wade, y Christian Bale es el inesperado héroe Dan Evans; aunque no dejes de ver el original del que ésta es remake: la película de Delmer Daves, 3:10 to Yuma, donde el bandido asesino es Glenn Ford y el humilde ranchero obligado a la épica de la dignidad es Van Heflin).
He venido viendo todas estas películas y me doy cuenta de mi renovado fervor. El crítico José María García Escudero ya lo había advertido: a los diez años, el cine del Oeste gusta; a los veinte, hay quienes disimulan que les gusta; de los treinta para arriba, vuelve a gustar sin disimulos, y conforme se va perdiendo la obsesión de ser mayor, porque uno lo es ya de veras, gusta más todavía.
Mitología y memoria
Luego hemos tenido Deadwood (2004), Godless (2017) y, más recientemente Yellowstone y sus precuelas 1883 y 1923, también Horizon: An american saga, y The Thicket (recomendada en estas páginas por Jesús Palacios).
La cosa es que el wéstern es inmortal acaso porque, de algún modo feliz, es el resultado del «encuentro de una mitología con un medio de expresión» (André Bazin), y si esa mitología está hecha de las historias de los esfuerzos y las pasiones del hombre desde que es hombre, y ese medio de expresión tiene tanto poder de sugestión que es capaz de revestirnos de otras vidas que no son nuestra vida, no debe resultar asombroso que, desde hace casi un siglo, el wéstern forme parte de la memoria cotidiana de multitudes humanas como uno más de tantos rituales de convivencia (Fernández Santos).
Quizá era esperable que el wéstern se convirtiera en «una de las pasiones contemporáneas más universales» (Georges-Albert Astre), y que ese universo de caballos y duelos, espacios abiertos y conversaciones nocturnas alrededor de la hoguera, códigos de amistad y villanos de altura, mujeres problemáticas y gente sin estrella, siga teniendo vida propia (Carlos Boyero).
Por una razón acaso sencilla: por el repertorio inagotable de ideales, de actitudes ejemplares, de comportamientos modelo que el wéstern propone, pues si el cine puede ser promotor de comportamientos sociales, el wéstern característicamente perpetúa o crea unos modelos y unas conductas que pueden calificarse de ejemplares.
El wéstern no es sólo un espectáculo y una diversión, sino una forma cinematográfica transmisora de un contenido ético de singular amplitud: nos ha enseñado cosas sobre la ingenuidad y la experiencia, sobre la aventura y el orden, sobre la violencia del instinto y el autodominio, sobre la inocencia y la culpabilidad, sobre el pecado y la redención, sobre el destino y la libertad, sobre las fuerzas de la vida y las potencias de la muerte.
Héroes del wéstern
Por eso John Wayne ha podido servir, tanto en lo malo como en lo bueno, de profesor de moral en millones de hogares (Georges-Albert Astre).
Pero no sólo él, sino tantos otros héroes del wéstern: en Los implacables (traducción en España de The Tall Men, de Raoul Walsh, 1955), para referirse a ese gran personaje que es el Ben Allison interpretado por Clark Gable, alguien dice: «Es lo que todo niño sueña con ser y lo que todo viejo lamenta no haber sido».
Otro crítico de cine reconoce ese magisterio cuando dice que de no haber sido por esas películas de tiros, de indios y vaqueros, de pistoleros y colonos, de soldados de la Unión y confederados, uno no sería como es, ni se apoyaría en las barras de los bares como se apoya, ni tendría el sentido de la amistad, el valor, el honor y la solidaridad que tiene, o que debería tener (Oti Rodríguez-Marchante). Y por eso es tan importante el cine que ves ahora, porque, como escribió Leonardo Sciascia, «todo sucede en los primeros diez años de nuestra vida».
Otra razón de que el wéstern siga teniendo vida propia, de que sea inmortal, o quizá es la misma razón que te acabo de exponer —el valor ejemplarizante de su relato—, está también en la larga genealogía que, en realidad, acumulan esas historias que el wéstern nos narra,un abolengo que no data del siglo pasado ni de Norteamérica, sino que puede remontarse al principio de los tiempos, y que nosotros podemos rastrear en los mitos y en la historia de nuestra vieja Europa, desde luego en nuestra propia y vieja España, y aun en los mitos y la historia del mundo entero, pues desde que se inició su linaje el ser humano ha peleado a brazo partido contra territorios que intentaban matarlo de hambre y de sed, ha perdido a sus seres queridos intentando doblegar inmensidades despiadadas, ha hecho una gesta de sus intentos desesperados por hurtarse a la penuria y de su ambición por alcanzar la prosperidad, y ha dejado memoria de eso, para enseñanza de todos los que vienen detrás, en mitos y leyendas, en relatos orales inveterados y consejas de viejos, en inscripciones en tablillas de barro y en grabados trabajosos en piedra, en bronces y en mármoles, en tejidos y en lienzos, en papiros y vitelas y en papeles menesterosos, y lo sigue haciendo en el celuloide.
El espíritu de la frontera
A mí un día me sorprendió gratamente un texto de Javier Marías en el que incluía la película El Cid (Anthony Mann, 1961) en una lista de los mejores wésterns («Sí, he dicho El Cid», insistía Marías).
Tiempo después, Pérez-Reverte, al explicar el origen de su novela sobre el Cid (Sidi), confesó que llevaba años con el personaje en la cabeza, sin encontrar el enfoque inédito que buscaba, «hasta que un día, viendo por enésima vez la “trilogía de la caballería” de John Ford en casa, pensé: ¿cómo contaría Ford la historia del Cid?». Es decir, el Cid como wéstern de nuevo.
La cuestión es que a propósito de la Reconquista (ya aprenderás que ésta es sólo una categoría historiográfica, una etiqueta cronológica cómoda, pues según alguien se preguntó cierta vez, ¿cómo puede llamarse Reconquista a algo en lo que se invirtieron casi ochocientos años), nuestros historiadores del Medievo han estudiado ese «espíritu de la frontera» del que la mayoría sólo ha oído hablar en relación con el wéstern.
Así, cuando Ángel Fernández Santos, a propósito de la conquista del Oeste reflejada en el wéstern, enumera las etapas de asentamiento progresivas, los movimientos colectivos que dieron lugar a ese «espíritu de la frontera», bien podría estar retratando el gradual avance hacia el sur que, en España, protagonizaron los reinos cristianos conforme iban recuperando la península del dominio musulmán (y también podría perfectamente estar retratando las etapas de una epopeya como la conquista de América).
Esas etapas podrían ser la del descubrimiento y exploración de nuevos territorios (área de ensanchamiento); el establecimiento en ellos de las comunidades de colonos; la creación de una frontera elástica (sucesivas áreas de ensanchamiento del área de ensanchamiento); la distribución y organización de una propiedad rural basada en el principio de conquista y de la sangre humana derramada como título catastral; el trasvase de mercancías a través de los espacios continentales y creación escalonada de mercados; el tendido de líneas y la apertura de vías de comunicación; la eliminación de los pueblos aborígenes, su memoria y su cultura; las luchas de predominio entre grandes y pequeños dominadores de la tierra; la pugna entre dos concepciones incompatibles de los límites éticos de la propiedad privada que sirve de pretexto para desencadenar una guerra civil; el levantamiento de poblados y tumultuosa conversión de estos en ciudades; la llegada a éstas de los portadores de la ley y el enfrentamiento personal entre el defensor de esa ley (sheriff) y su transgresor (outlaw); la fijación final de la frontera; y la mutación del impulso que llevó hasta ella, la conversión de la riada humana que la protagonizó, en recuerdo, en nostalgia y, por consiguiente, en mito: el «espíritu de la frontera».
Subgéneros y variantes
Como, además, añade Fernández Santos, cada etapa del proceso de asentamiento presenta sus características diferenciales, cada una de ellas origina una variante del modelo, como si surgieran subgéneros dentro del género.
Por eso, aunque, en general, estas variantes jamás aparecen puras en un solo filme, sino entremezcladas, encontramos en la historia de las películas del Oeste: wéstern de exploradores; wéstern de caravana; wéstern de granjeros; wéstern de las guerras indias; wéstern militar o de guerra de Secesión; wéstern de ganaderos y cowboys; wéstern de poblado y ciudad; wéstern de minas; wéstern de diligencia; wéstern de ferrocarril; wéstern de tendido de pistas de telégrafo y de líneas de comunicación; wéstern del desarraigo y la nostalgia finales…
De modo que ese espíritu de la frontera no es privativo del wéstern, porque no es privativo de ese episodio del tiempo ni de esa franja del planeta donde se verificó lo que llamamos la conquista del Oeste, sino que es una inquietud que el espíritu humano ha mostrado donde quiera y cuando quiera que se ha visto enfrentado a lo que le limita y le atrae, lo que le asusta y le fascina, lo que le causa angustia o incertidumbre y lo que, sin embargo, le incita y le provoca. En esencia, consiste en la voluntad de explorar una tierra desconocida y promisoria, guiada por el afán de explotar una abundancia posible, al alcance de la mano a cambio sólo de alguna valentía y algún riesgo (Georges Albert-Astre).
Lo resumía bien Nicholas Ray cuando, al hablar de una de sus películas, decía: «En realidad no es un wéstern. Es una película sobre gentes que quieren tener un hogar propio». Porque eso es el wéstern, no un mero subgénero de aventuras, sino el género de aventuras por antonomasia, o quizá, mejor, el género de la aventura por antonomasia, pues sus relatos nos cuentan, nos recuerdan, nos hacen revivir, la tarea magnífica de conquistar un pedazo de tierra donde establecerse (Fernández Santos).
Por eso en el wéstern, como en la conquista de cualquier territorio, la naturaleza puede aparecérsenos como idílica pero también atroz, y nada se obtiene sin trabajos, y se padecen hambre y sed, y se sufren todas las inclemencias de los elementos, y se lucha contra otros hombres que son tus congéneres y pretenden lo mismo que tú o lo pretenden antes o lo pretenden sin escrúpulos, o acaso se lucha contra otros hombres —que siempre son bárbaros o son salvajes porque son extraños— que intentan defenderse de tu intrusión porque donde tú aspiras a instalar tu hogar ellos ya tienen el suyo, y siempre se está a punto de morir o se muere pero siempre se lucha con exasperación por seguir vivo. El wéstern, en definitiva, nos«hace revivir una y otra vez el instante privilegiado y peligroso en que, sobre un continente nuevo, vuelve a comenzar la experiencia primera de los hombres» (Georges Albert-Astre).
Cowboys y caballeros medievales
De modo que quizá lo que ocurre es que, a este lado del océano, el wéstern nos gusta tanto porque de algún modo nos trae esas resonancias tan antiguas y prestigiosas para nosotros de la Europa medieval y del siglo de los caballeros.
Bernard Dort, un crítico cinematográfico francés, ya escribió para una revista especializada, Cinema 70, que «el wéstern es un equivalente actual de las novelas de caballerías. Su héroe, el fulgurante cowboy del siglo XX, es una réplica exacta del bravo caballero andante del siglo XIII. De esta manera, la presencia en él de lo sagrado es lo que explicaría el placer que nos causa y la fascinación que ejerce sobre nosotros».
En el diario que llevó mientras escribía Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, John Steinbeck anticipó ya ese paralelismo: consideraba que el mito del rey Arturo perduraba aún en el presente como «parte inherente de lo que denominan wéstern, que tanto abunda en la televisión de nuestros días: los mismos personajes, los mismos métodos, las mismas anécdotas, sólo que hay armas levemente diferentes y por cierto una diferente topografía. Pero si cambias a los indios y los pistoleros por los sajones y los pictos y los daneses, tienes exactamente la misma historia. Tienes el culto del caballo, el culto del caballero. Los parangones con el presente no son muy forzados, y además las incertidumbres de la época presente se asemejan mucho a las incertidumbres del siglo quince».
En esta semejanza entre la Reconquista, la Edad de los Caballeros y el Far West, insiste Luis Alberto de Cuenca: ¿qué es la conquista del Far West sino una apasionante novela de caballerías, rebosante de gestas y sucesos memorables? El cowboy, el sheriff y el outlaw, por no hablar del agente secreto o del superhombre, heredan fielmente la vieja tradición caballeresca en su sentido más lato.
En definitiva, el wéstern recoge los ciclos heroicos de toda la literatura mundial: en él, el heroísmo se manifiesta en las mismas situaciones, se valorizan las mismas virtudes: lealtad, respeto a la palabra dada, protección a la viuda y al huérfano (Georges Albert-Astre). Las antiguas epopeyas contaban al oyente y al lector en qué consistía el hecho de tener que enfrentarse al sufrimiento y lograr vencerlo. Quien gustaba de escucharlas, primero, y de leerlas después, necesitaba que se le asegurara que su representante en la historia, el héroe con el que se identificaba, no sólo resistiría, sino que prevalecería (Bruce Meyer).
La epopeya de un país sin historia
Siglos más tarde, a la literatura la relevó el lenguaje cinematográfico, y James Stewart, John Wayne y Gary Cooper fueron las nuevas máscaras bajo las que se manifestó el arquetipo del héroe o del semidiós. Y entonces es por eso que en la historia de Estados Unidos, tan reciente comparada con la de la vieja Europa, el cine del Oeste ocupa un hueco en la memoria colectiva similar al que las sagas y sus cristalizaciones épicas ocuparon en la vida cotidiana de los pueblos primitivos en su búsqueda de asentamiento definitivo.
Ésa es la diferencia: la epopeya, para un pueblo tributario de la antigüedad, hace siempre referencia a un pasado lejano, incluso remoto, mientras que en elwéstern esa epopeya es una mirada retrospectiva y nostálgica a un pasado tan cercano, que en parte sobrevive como un ingrediente subterráneo del presente. El wéstern consigue, por traslación a la pantalla, lo que antaño se conseguía poniendo por escrito los relatos orales de los antiguos héroes. Gracias a él, la conquista del Oeste pudo constituirse en la epopeya de un país sin historia (Fernández Santos; Román Gubern).
Así que el wéstern puede considerarse la épica del cine, y para el país donde nació, su Ilíada, su Romancero, incluso sus Episodios nacionales (José María García Escudero).
William S. Hart, uno de los primeros creadores de wésterns (alguien que pujó para adquirir el colt de Billy el Niño y que tuvo por amigo a Wyatt Earp),llamaba la atención todavía en 1916 sobre el hecho de que hacía apenas una generación que, virtualmente, su país era frontera (es decir, un lugar donde coincidían la vida salvaje y la civilización incipiente, una región exterior donde la vida no estaba organizada), y constataba: «No sé cuánto significa el wéstern para Europa, pero para nosotros significa la esencia misma de nuestra vida nacional».
Acaso el wéstern fue tan pronto consciente de su papel como epopeya, que quiso incluso labrarse para sí el mismo prestigio ancestral del que se revestían los mitos de los pueblos más primitivos: pese a la cercanía prosaica de las leyendas que lo habían originado, aun cuando el pasado acababa de suceder y sus peripecias no se remontaban por tanto a una lejanía intemporal, lo maravilloso —eso que parece más propio de las historias anteriores a la edad de los hombres— irrumpió en sus historias: de Davy Crockett los cuentos populares acabaron hablando como de alguien medio yegua, medio caimán, capaz de vadear el Misisipi —ese río de caudal insondable y crecidas temibles, llamado por los indios Padre de las aguas—, alguien capaz de salvar de un salto el Ohio —al fin y al cabo, en su tramo más ancho, sus riberas no distan entre sí más de dos kilómetros— y alguien capaz de cabalgar sobre los rayos de la tempestad.
Y de Pecos Bill, el cowboy por excelencia, se divulgó que su madre había sido una pionera capaz de matar a cincuenta indios con el palo de una escoba, que siendo apenas un niño se cayó de un carromato cerca del bosque y acabó siendo criado por los coyotes, que era capaz de cabalgar leones, que así pudo domesticar a un caballo formidable surgido de una carga de dinamita —luego llamado Widow Maker, «creador de viudas»—, que podía auparse sobre los ciclones para atravesar los territorios con mayor rapidez, que encendía sus cigarrillos en los rayos y que amó a una joven aprendiz de sirena a la que un día divisó surcando las aguas del Río Grande a lomos de un siluro.
El cacique, el pistolero, el juez y el forastero
La subsistencia del wéstern, en fin,se la explica Javier Marías por el hecho de que muchos de sus elementos están del todo vigentes.
Es frecuente que tengamos un cacique, de edad mediana o avanzada, que domina la región y a quien todo el mundo obedece o teme.
No tiene empacho en recurrir bajo cuerda a la intimidación y a la violencia para conseguir sus propósitos, que considera legítimos y que a menudo consisten en echar del territorio a gente que no le gusta o conviene. Suele tener unos hijos —o un capataz— que campan por ahí a sus anchas, impunes y avasallando: se pasean por el pueblo con aire chulesco y buscando bronca, ponen la zancadilla a cualquiera para provocar y reírse y afianzar su tiranía en la certeza de que nadie osará plantarles cara y todos agacharán las orejas, y para divertirse y sembrar terror rompen escaparates, disparan contra los letreros o prenden fuego a un establo cuyos despavoridos caballos roban de paso.
Para las tareas más sucias se sirven además de unos pistoleros que, por supuesto, ejecutan a tiros a quienes les desafían o molestan o a quienes meramente protestan. (Eran Jack Palance, Lee Marvin, Lee van Cleef, Ernest Borgnine, Chuck Connors, Jason Robards, Dennis Hopper).
En estas situaciones, el sheriff es hombre parcial y miedoso o entregado al poder del cacique, quien en más de una ocasión le arranca la chapa para recordarle a quién debe su nombramiento.
Los jueces están asimismo corrompidos o amedrentados. De modo que por supuesto que sigue vigente el wéstern, porque nos permite soñar con ser, o al menos con esperar que aparezca, el forastero que llega y acaba con todo eso (John Wayne, Gary Cooper, Gregory Peck, Henry Fonda, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Randolph Scott, Alan Ladd), porque se atreve a enfrentarse a los malvados y a los indecentes, a veces con desigual fortuna pero siempre con dignidad, y de algún modo logra restituir la ley y el orden, en la mayoría de las ocasiones él sólo, incluso al precio de su propia vida, pero en algunas otras avergonzándonos a todos, rescatando del fondo amedrentado de nuestro ser una pizca de hombría, proporcionándonos finalmente un ápice de valentía y empujándonos a reaccionar para que el resto de nuestras vidas podamos seguir mirándonos a la cara en el espejo.
La salvación de la épica
John Ford sostenía que todos nos identificamos, nos sentimos atraídos hacia el mundo del wéstern, porque todos nos imaginamos que hacemos cosas heroicas. Y quién puede resistirse, decía C.S. Lewis, a las buenas historias en las que los villanos mueren espectacularmente al final del relato.
También lo creía así Borges: la gente está ansiosa de épica, porque la épica es una de esas cosas que los hombres necesitan. Y se avenía a admitir que en los últimos tiempos, de todos los lugares del mundo, ha sido Hollywood el que más ha abastecido de épica al mundo. «En todo el planeta, cuando la gente ve un wéstern—al contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso—, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no».
La tradición épica ha sido salvada, de forma acaso insólita, por los wésterns de Hollywood, donde el hombre intenta prevalecer frente a la adversidad, que le abruma en forma de territorios desconocidos, intenta imponérsele en forma de naturaleza inhóspita y destructora, le acosa en forma de indios hostiles o de forajidos feroces. Por eso las películas del Oeste siguen siendo respuestas permanentes a la llamada a la libertad que nos provocan las servidumbres de nuestra vida cotidiana.
Lo testimoniaba Jonas Mekas, cineasta y crítico cinematográfico, que había descubierto, en una pequeña y escondida calle de Nueva York, una oscura sala de cine en la que se proyectaban de continuo, día y noche, un wéstern tras otro. Su público era siempre gente que entraba callada, pensativa, solitaria, incluso con aspecto apesadumbrado, personas que se sentaban encogidas y cabizbajas en sus butacas, hasta que la pantalla era invadida por la majestuosa poesía de los espacios abiertos, y entonces enderezaban el cuerpo, respiraban hondo, levantaban con gallardía la cabeza… y soñaban.
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.