El canadiense David Cronenberg es uno de los directores más originales con que ha contado el género de la ciencia-ficción. Tras firmar un par de películas más bien oscuras y con ínfulas artísticas que casi nadie vio (Stereo, 1969, y Crimes of the Future, 1970), su nombre empezó a sonar en los círculos de aficionados gracias a sus sugerentes incursiones en la serie B de terror ‒Vinieron de dentro de… (1975) y Rabia (1977)‒ antes de ascender de categoría con películas de mayor presupuesto y mejor resultado en taquilla: Cromosoma Tres (1979) y, especialmente, Scanners (1981).
El éxito de ésta última, su argumento relativamente sencillo y directo y su violencia explosiva hicieron pensar a muchos que Cronenberg estaba dando un giro hacia el cine más comercial. Eran temores infundados. El director rechazó la oferta de hacer una secuela de Scanners y se embarcó en una película, Videodrome, que disolvería rápidamente las sospechas de quienes anunciaban su rendición al mainstream: surrealista e inquietante, esta cinta sigue siendo una de las más audaces de Cronenberg.
La primera mitad de Videodrome toma la forma de una historia detectivesca. Max Renn (James Woods) es el director de una pequeña cadena de televisión por cable canadiense, especializada en programas que van desde el porno blando hasta la violencia extrema, material obtenido bien a través de oscuros contactos, bien pirateado de las ondas por el técnico de la empresa, Harlan (Peter Dvorsky). Es precisamente éste quien intercepta la señal de un programa aparentemente emitido desde Malasia llamado Videodrome : una celebración de la violencia y el abuso físico y mental, en el que hombres y mujeres son enjaulados frente a las cámaras, encadenados a un muro y asesinados. Las reacciones de las víctimas son inquietantemente realistas…
Max se siente al tiempo fascinado y repelido por esas imágenes, pero cree que eso podría ser lo que sus propios espectadores querrían ver, algo lo suficientemente intenso como para abrirse paso a través de su apatía. Intenta averiguar quiénes son los responsables de la producción del programa esperando cerrar con ellos un lucrativo trato. La amante de Renn, Nicki Brand (Deborah Harry), también queda hechizada por Videodrome y, tras acudir a un casting para ese programa, desaparece. El productor descubre no sólo que las muertes son reales, sino que tras ellas se esconde una oscura filosofía.
A partir de este momento, el aire policiaco de la película es sustituido por un delirio progresivamente psicodélico. Convencido de que ha topado con una conspiración orquestada por profetas mediáticos compitiendo por controlar la mente de los espectadores, la búsqueda de respuestas de Renn le lleva hasta uno de ellos, el enigmático Brian O’Blivion (Jack Creley) cuyas apariciones las realiza exclusivamente mediante mensajes en vídeo. O’Blivion afirma que el sangriento Videodrome no es sino un caballo de Troya para otra señal electromagnética que produce tumores cerebrales en el espectador.
Y es que Videodrome ha sido adquirido por una compañía aparentemente «inofensiva» llamada Spectacular Optical («Fabrica gafas baratas para el Tercer Mundo y sistemas de guiado de misiles para la OTAN») que en realidad sirve de fachada para los verdaderos objetivos de su presidente, Barry Convex (Leslie Carlson): hacerse con el control del canal de Max y utilizar Videodrome para eliminar a las personas lo suficientemente enfermas y pervertidas como para sintonizarlo. Paradójicamente, aunque es incapaz de tolerar la noción de gente disfrutando de imágenes brutales, está más que dispuesto a recurrir a la violencia para exterminarlos.
Incapaz ya de distinguir la realidad de los delirios causados por el tumor, Max se convierte en un peón en la lucha de poder entre la compañía de Convex y Bianca (Sonja Smits), la hija de O’Blivion, convertido en un videograbador orgánico al que los misteriosos controladores de Videodrome reprograman como asesino.
La idea de esta película llevaba años fraguándose en la cabeza de Cronenberg. Inspirada parcialmente por sus recuerdos de infancia cuando encontraba emisiones inesperadas en el dial del televisor, y por el contenido de un canal de televisión por cable canadiense de los setenta, el guión de Videodrome nació originalmente con el título Network Of Blood. El prestigio que había acumulado con Scanners le facilitó el acceso a actores y presupuesto que sólo habría podido soñar unos pocos años antes. Videodrome fue su película más cara hasta la fecha: 6 millones de dólares (el doble que Scanners) y la más compleja técnica y narrativamente.
Sea cual sea el presupuesto con el que cuente, la obra de Cronenberg es siempre de difícil categorización. Instaladas en la resbaladiza línea que separa el terror de la ciencia-ficción, sus películas son extraños híbridos que ofrecen una aproximación muy personal a ambos géneros. Su imaginería alucinatoria, alusiones literarias y efectos especiales de una textura particularmente carnal, desafían las convenciones del cine de ciencia-ficción. En lugar de dirigir su mirada hacia el espacio exterior o crear fantásticos espectáculos visuales, Cronenberg prefirió explorar el «espacio interior»: el cuerpo y la mente humanos, que a menudo suelen constituir el objeto de interés de las narraciones de terror.
Todo ello queda bien ejemplificado en Videodrome, la película conceptualmente más atrevida de Cronenberg hasta entonces, una reflexión sobre los medios de comunicación pasada por el filtro de sus particulares concepciones del cuerpo y la mente. Interpretando el cuerpo como la esencia del yo, Cronenberg se sirve de sus películas no solamente para indagar sobre la brecha que tradicionalmente se ha trazado entre cuerpo y mente, sino para desafiar su misma existencia. Porque en sus films, ambas vertientes aparecen indeleblemente unidas.
Videodrome presenta estados de alucinación mental en forma de experiencias físicas mostradas con una imaginería que transgrede las fronteras y tabúes tradicionales: en una chocante escena, los labios de Nicki llenan la pantalla de televisión y Max Renn se arrodilla sumiso ante ellos; en otro momento aún más extremo, Renn imagina que de su estómago brota una grotesca abertura vaginal en la que se inserta una cinta de video como sistema de programación mental.
Los efectos especiales de Rick Baker, llevando al límite las posibilidades del maquillaje prostético, son sorprendentes: los aparatos de televisión respiran y laten, la mencionada escena en la que Renn encuentra la abertura en su estómago y la explora con una mano mutada en forma de pistola es uno de los momentos más enfermizamente terroríficos del género fantástico moderno; como también esa otra en la que un cuerpo se abre en un torrente de tumores…si leerlo ya resulta repugnante, en pantalla resulta aún más desagradable.
El cuerpo se convierte también en un campo de batalla sobre el que se libra una maniquea batalla entre el bien y el mal exagerada hasta la sátira. En el particular universo de Cronenberg, la carne siempre está mutando y transformándose en un intento de expresar las ansiedades, terrores y represiones del individuo. Al mismo tiempo, establece una conexión erótica entre la carne y la ciencia en virtud de la cual los humanos aceptan gustosos tecnologías que se insertan en sus cuerpos hasta formar parte de ellos.
Así, Videodrome funciona como una sátira siniestra de las teorías que sobre el mundo de la comunicación enunció en los setenta el también canadiense Marshall McLuhan y en las que anunciaba que el medio se convertía en el mensaje y que la televisión estaba transformando la propia concepción del ser humano sobre sí mismo. De hecho, el personaje de Brian O’Blivion, que sólo aparece como una imagen de video lanzando frases como «La televisión es la realidad y la realidad es menos que la televisión», es un trasunto del propio McLuhan.
La película está repleta de oscuras bromas. Por ejemplo, aparece una Misión de Rayos Catódicos, un comedor de beneficencia dirigido por la hija de O’Blivion y en la que en lugar de comida ofrecen a los sintecho acceso a la televisión. «No es un estilo de vida», dice refiriéndose a los desahuciados de la sociedad, «es una enfermedad que se les impone por su falta de acceso a un tubo catódico». Más tarde, de hecho, vemos a uno de esos «rehabilitados», tocando un organillo en una esquina, mendigando dinero para las baterías de su aparato de televisión.
Hay quien ha sugerido que Cronenberg se puso con esta película a favor de esa teoría que afirma que la televisión favorece la apatía y la pasividad hasta tal punto que la frágil identidad del individuo se convierte en una hoja en blanco sobre la que imprimir cualquier mensaje que se le lance desde la pantalla. Se le «sugiere» cómo debe vestir, a quién debe parecerse, qué debe comer, cómo debe actuar… En el momento en que se produjo la película había una fuerte controversia –que está lejos de desaparecer del todo– acerca del poder de las imágenes violentas presentes en la cultura popular y en la televisión en particular. La llegada de los videos domésticos había echado aún más leña al fuego del debate y, por ejemplo, en Inglaterra se aprobó en 1984 la Video Recordings Act, en virtud de la cual se obligaba a recortar o directamente prohibir películas de violencia extrema, como Holocausto caníbal.
Pero que Cronenberg esté de acuerdo con esta interpretación es más que discutible dado el tono violento que él mismo adopta en la película. De hecho, Videodrome funciona más como una sátira –grotesca, sí, pero sátira al fin y al cabo– construida a base de recoger los miedos contemporáneos y examinar qué pasaría si se concretaran de forma literal. El director aprovechó la polémica existente, e imaginó qué podría ocurrir si la violencia televisiva tuviera un efecto real e inmediato sobre la mente de los espectadores.
Así, Renn no es ni mucho menos el héroe de la película sino una víctima pasiva, uno de esos zombis que viven delante de la televisión, indiferentes a todo hasta que su percepción de la realidad –y luego su propio cuerpo– es absorbida y controlada por la misma televisión hasta convertirlo en un asesino sin mente. «Si las imágenes violentas provocaran de verdad violencia», dijo Cronenberg en un documental de 1986, «entonces todo el mundo sería violento, porque todos estamos sometidos a un constante bombardeo de violencia en un momento u otro». No es la violencia de la televisión lo que vuelve loco al protagonista, sino el hecho de que no pueda «desengancharse» de la pantalla. Se ha convertido en una droga.
A la sensación de «suciedad» que destila la película no es ajeno el hecho de que se rodara en Pittsburgh, la ciudad natal del director George A. Romero y de Andy Warhol. La única estancia «limpia» de la cinta es la habitación renacentista de los principales antagonistas de Max, los O’Blivions, un santuario en un mundo infestado por los medios de comunicación en el que tratan de preservar de la contaminación los tesoros artísticos.
No puede extrañar que, dada su carnalidad, violencia y deprimente final, la recaudación en taquilla de Videodrome resultara decepcionante. Las proyecciones preliminares que realizó Universal tanto entre críticos como entre público indicaron a sus ejecutivos que tenían entre sus manos un producto de difícil salida, que podía acabar clasificado X . El estudio obligó a Cronenberg a realizar un nuevo montaje menos agresivo y con una narrativa más comprensible.
No sirvió de mucho. Universal seguía sin fiarse y sólo imprimió novecientas copias para su exhibición en Estados Unidos. El resultado era previsible. Ni siquiera la participación de una erótica estrella del rock como Debbie Harry pudo atraer suficientes espectadores, aunque a la postre acumuló una sólida reputación como film de culto en el circuito de videoclubs. Sencillamente, sus ideas son tan atrevidas y estrafalarias que el argumento se hace difícil de asimilar y comprender.
La desbocada imaginación de Cronenberg acaba asfixiando el argumento. Conforme la película avanza, la trama se complica y Max se va desquiciando cada vez más, el espectador iguala al protagonista en su confusión. El final es un anticlímax en el que todo lo que Cronenberg puede hacer para aclarar el embrollo que ha montado es matar al personaje en lugar de ofrecer al apabullado espectador una conclusión más clarificadora.
Con todo, Videodrome es una película oscura e inquietante que cuenta muchas cosas sobre el poder y la influencia de los medios, no siempre de forma coherente pero sí bien acompañada por una banda sonora de Howard Shore que subraya aún más la dureza del argumento. Lejos del tono más ligero y comercial de otras películas firmadas por Cronenberg, como Scanners, La Zona Muerta o La mosca, Videodrome está considerada como una de sus obras más personales y ambiguas.
La mayoría de las películas de ciencia-ficción envejecen mal cuando la realidad alcanza sus imaginados futuros, pero en el caso de Videodrome ello es muestra de su calidad. Y es que resultó ser una cinta inusualmente profética, un vistazo a un futuro que hoy se ha convertido en cotidianidad gracias al rápido crecimiento de los medios audiovisuales en las últimas décadas, especialmente las televisiones e Internet. Seguimos viajando en el mismo tipo de aviones y conduciendo coches muy parecidos a los de los años ochenta, pero nuestra relación individual y colectiva con la tecnología de los medios de comunicación ha sufrido una transformación radical, desde los videojuegos hiperrealistas on line, en los que se dispara a personas virtuales, hasta la pornografía inmediatamente disponible en todas sus modalidades, pasando por la dictadura de los índices de audiencia, los nicks o identidades virtuales, los talk shows, las películas snuff…
Además del tema de la violencia mediática y la influencia de los medios de comunicación sobre el individuo, hay otro tema subyacente en Videodrome que mantiene plena vigencia: el control. Vivimos en una época en la que imágenes e información se comparten libremente y en la que las habituales fiscalizaciones que los gobiernos y empresas ejercen sobre aquéllas han sufrido una fuerte erosión. El horrible metraje que encuentra Max en Videodrome no difiere demasiado del que se puede encontrar en los rincones más oscuros de Internet.
Cuando Barry Convex le pregunta: «Por qué alguien querría ver una basura como Videodrome? ¿Por qué lo veías tú, Max?», en realidad nos lo pregunta a todos. ¿Por qué disfrutamos con las películas violentas? ¿Deberíamos sentirnos avergonzados o preocupados por nuestros gustos? ¿Es simplemente parte de nuestra naturaleza animal o un síntoma de que algo anda mal en nuestras modernas sociedades?
El director volvería otra vez sobre los mismos temas años después: corporaciones luchando por el control de la realidad, individuos atrapados en una alucinación colectiva, fusiones de lo orgánico y lo tecnológico… son también los elementos que sustentan el argumento de eXistenZ (1999).
En definitiva, un film transgresor, violento, psicodélico y grotesco, difícil de abordar, sí, pero que suscita un apasionante debate sobre temas tan de actualidad hoy como entonces.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.