Gira y gira el zootropo. Mientras aquel invento precursor del cinematógrafo de vueltas sobre su eje, mostrando por su ranura la ilusión de sus imágenes en movimiento, Carlos Durán (Fernando Fernán Gómez) ‒el personaje protagonista de Vida en sombras‒ existirá, mantendrá viva la llama de su vitalidad fílmica.
Pocos monumentos cinematográficos han rendido tributo al amor por el cine como esta película de Lorenzo Llobet Gracia, que paradójicamente ‒como reza su título‒ vivió una “vida en sombras” durante décadas hasta su redescubrimiento.
El amor de Durán por el séptimo arte es el de su creador, un cineasta amateur barcelonés que, desde sus primeros años, sintió el veneno del teatro mágico de las sábanas blancas, como diría Ramón Gómez de la Serna. Una pasión que le llevó a realizar diferentes experimentos en cortometraje hasta animarse a realizar su primer y único largo.
Las dificultades por las que atravesó su realización y exhibición le hicieron desistir en la futura materialización de sus ilusiones como cineasta. Tal vez el tiempo, la geografía y, en general, la sensibilidad social no le acompañaron en su empresa, pero aun tardíamente, su legado ha sido valorado como merece. Sin duda, Vida en sombras es una de las producciones más extrañas e interesantes de su tiempo.
Pocas películas españolas (y europeas) mostraron tanta sensibilidad y un mensaje tan transparente de declaración de amor por el cine. Y es que la vida de ficción de su protagonista (una clara autorreferencia de su director, como lo son al fin y al cabo todas las ficciones en mayor o menor grado) es a su vez la vida del cine desde su invención hasta prácticamente el final de la primera mitad del siglo XX.
Durán nace en una barraca de los Lumière (¡qué mejor lugar de nacimiento ‒por simbólico y mágico‒ para un futuro cinéfilo!), cuando el cine es considerado un fenómeno de feria y se niega a ser un esplendoroso producto de belleza y valor. Después, llegará a considerarse la séptima de las artes ‒Riccioto Canudo mediante, con su Manifiesto de las siete artes‒, y así se le otorgará un valor artístico unido con el científico, aunador de las demás artes. Luego llegará el sonido y, con él, el temor a que la séptima de las artes se vulgarice, pareciendo suficiente su capacidad para expresar sin necesidad de acompañamiento sonoro de ningún tipo (más allá del creado en directo en los cines por el explicador o benshi, el pianista, los conjuntos o las orquestas). Por último, el color teñirá las imágenes de mayor realismo.
En todos estos episodios, Durán está presente, discutiéndolos o celebrándolos. Y es que el cine va a ser motivo de alegrías y culpabilidades en su vida (tal será su protagonismo).
Cuando su padre anuncia, leyendo el periódico, el final de la I Guerra Mundial, él está colgando un póster de Charlot en el salón. Con su inseparable amigo Luis (Alfonso Estela) genera una pelea de western en un salón cinematográfico, discutiendo si Eddie Polo es mejor como héroe de acción que el citado Charles Chaplin (y parece defender al primero emulándolo). Con su primera cámara de “Pathé Baby” (obtenida tras sacar buenas notas en el colegio), filma sus primeras tentativas, con Luis como actor.
A su amada Ana (María Dolores Pradera) la conoce al salir de una sala de cine, y la reencuentra en la edad adulta, cuando tratan de comprar la misma revista fílmica. Sus momentos más íntimos y felices a su lado también quedan filmados en películas caseras (inevitable recordar los filmes privados de Val del Omar junto a su mujer, dándose infinitos besos), incluyendo el posterior a la noticia de que van a ser padres. Para entonces Durán ya puede vivir de su pasión, como camarógrafo de reportajes documentales para el empresario que le vio nacer en su barraca Lumière (todo muy cíclico, circular o redondo como vemos y veremos), el señor Sancho (como el actor que lo interpreta, Fernando Sancho). Son los tiempos de la II República Española, que darán paso a los del estallido de la Guerra Civil.
El film de Llobet es, por tanto, un auténtico testimonio de su época tanto cultural como histórico, y refleja la evolución social y política de su país, algo inaudito en la época que le granjeará problemas con la censura (una de las principales causas del abandono de Llobet como cineasta).
Durán sale a la calle para filmar en primer plano la guerra, mientras Ana le pide cautela, mientras enciende unas velas a la “Moreneta” en un altar improvisado. Aquí llegará el dolor unido al cine, pues la amada de Carlos pierde la vida mientras él está “camaragrafiando” en las trincheras urbanas improvisadas. Ese sentimiento de culpabilidad creado a raíz del luctuoso episodio lleva a Durán a renegar de su pasión. Algo contra natura que le sume en una especie de muerte en vida. Pero nuevamente el cine va a salir en su ayuda.
Si durante su etapa de enamoramiento la película clave en su vida fue la de Romeo y Julieta (George Cukor, 1936), en su papel de viudo el film que mejor le represente será Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940). Desde su balcón, el cine de enfrente ilumina su vida con este título, a modo de mensaje desesperado enviado en botella por el destino.
Durán ve su vida encarnada en la del personaje de Laurence Olivier (se parecen tanto físicamente como en la melancolía). Como Maxim De Winter, proyecta las películas caseras filmadas junto a su amor, aquellas que tanto le costó volver a ver. Como un elixir regenerador, no sólo vuelve a sentir pasión por lo que nunca debió abandonar, sino que se embarca en la filmación de su primer largometraje, como Llobet. Sus imágenes recrean las primeras del film, con sus padres retratados en una foto de la boda. Una espiral de Moebius perfecta. La fotografía como inicio del cine, con su funcionamiento interno mecánico, mostrando las figuras boca abajo (al igual que el mecanismo del ojo sin mediación del cerebro).
Como el personaje de la película afirma, Vida en sombras no es solo mérito del cineasta sino de sus intérpretes. Un jovencísimo Fernando Fernán-Gómez encarna al protagonista, dando el perfil y “el frontal” muy resueltamente (con el añadido de la interpretación de las diferentes etapas de una vida).
A su lado, su pareja de ficción es también la de la realidad: María Dolores Pradera. Por ello, la película tiene un doble valor simbólico.
Otros intérpretes terminan de redondear el plantel actoral: Félix e Isabel de Pomés, Fernando Sancho y Mary Santpere.
La factura fílmica, en definitiva, es de sobresaliente: la dirección interpretativa incluso de los niños, los decorados, las escenas de acción bélicas o de masas (como la del interior del cine durante la batalla campal), el montaje y los trucajes poéticos de superposición, la elaborada trama argumental o la cuidada fotografía. Todo contribuye a un monumento fílmico realizado en una época con la posguerra todavía presente (sólo diez años después de la finalización del conflicto bélico, en 1949). A ello contribuyeron los conocimientos de Llobet como cineasta aficionado y su organización de actividades cinematográficas en Sabadell, así como la amistad con cineastas de la denominada corriente “telúrica”, como Carlos Serrano de Osma.
No obstante, la presentación del proyecto contó con trabas desde el principio en la Dirección General de Cinematografía y Teatro, que consideró su argumento dramático de escaso interés y encontró inadecuadas las referencias políticas. Además, al no recibir el crédito sindical, Llobet tuvo que afrontar los costes de producción de su propio bolsillo, lo que prácticamente supuso su ruina. Los problemas familiares a los que tuvo que enfrentarse impidieron a Llobet culminar la factura de su largometraje (que llevaba unido el nuevo problema de ser calificada como película de 3ª categoría por la Junta Superior de Orientación). Se encargó del montaje final otro telúrico, Antonio del Amo. Los citados problemas con la censura impidieron el estreno del film hasta cuatro años después en Madrid y Barcelona. Se proyectó en cines de segunda categoría. Tampoco las críticas fueron favorables , lo que llevó a que Llobet abortase el abordaje de su siguiente película, El refugio. Su productora Castilla Films también acabó desapareciendo, con lo que dejó inconcluso el proyecto Cerco de ira de Carlos Serrano de Osma (aunque sí se pudo concluir el film Noventa minutos de Antonio del Amo).
Treinta y cuatro años después de su estreno, una de las dos copias supervivientes de Vida en sombras fue redescubierta y restaurada por Ferrán Alberich. Se reestrenó en 1983 con excelente acogida. En 2008 fue presentada en el Festival de Venecia y diez años después, una nueva restauración del film con el apoyo de una nueva copia mejor conservada permitió su edición en DVD por la Filmoteca de Cataluña. A la película se añadían los 22 cortometrajes conservados de Llobet, también restaurados, además de una nueva versión del film tal y como fue concebido, sin cortes de censura.
Como dato también curioso, otro de los contenidos integrados en esta edición es el documental realizado por el propio Alberich Bajo el signo de la sombras, referente al proceso de creación de esta película que ha pasado de maldita a una de las mejores valoradas dentro del catálogo del cine nacional de todos los tiempos.
Como rezaba el texto de su presentación en el programa del Festival de Venecia, constituye «una excepción en el panorama cinematográfico español”, no siguiendo “los preceptos oficiales del cine nacional de los cuarenta”. Un fim no “producto del interés comercial» sino de la “pasión”.
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