Hijo de marqués pero nieto de esclava mulata —toda la vida padeció ese complejo de mestizaje—, huérfano de padre desde muy pronto, Alejandro Dumas (1802-1870) aprendió a leer y escribir, sin saber cómo, mientras recibía clases de esgrima y de violín —que es otro tipo de esgrima u otro tipo de caligrafía, según se mire—, pero tuvo que trabajar pronto como recadero del notario del pueblo y ayudando en el quiosco de tabaco de su madre.
Su vocación como autor dramático —siempre lo fue, aunque sus obras teatrales fueran un baldío— le nació tras asistir a una representación ambulante del Hamlet de Shakespeare y tras deambular por París, que a un adolescente gascón, criado ásperamente, le debió de parecer un epítome del mundo.
Había llegado a la ciudad porque su pueblo natal, Villers-Cotterets, quizá ya no podía contener su ambición, aunque él todavía no supiera qué ambicionaba. Llevaba cartas de recomendación para los viejos amigos de su padre —que había sido general de las tropas de Napoleón—, y uno de ellos, el general Foy, lo introdujo en la secretaría del duque de Orleáns, complacido por su perfecta letra de amanuense.
El novelista era por entonces todavía solo escribiente, pero pronto la pluma con la que se manchaba de tinta todos los días, la espada que se batía constantemente en su imaginación y el solvente salario que cobraba por su trabajo de secretario, le consintieron prefigurar al prolífico inventor de ficciones que luego fue —años más tarde, ya consagrado, el duque de Orleáns prescindiría de sus servicios, justificándoselo con displicencia «porque se dedica a la literatura»—.
«Ha muerto como ha vivido, sin darse cuenta»
Fue tan fecundo como excesiva fue su vida. Su primer hijo, que también se llamó Alejandro —y escribió La dama de las camelias para que Verdi pudiera componer La Traviata—, dijo de su padre cuando este murió: «Ha muerto como ha vivido. Sin darse cuenta», pero yo más bien creo que Dumas no hizo otra cosa que darse cuenta de la vida que vivió, y dar buena cuenta de ella.
Amó a todas las mujeres —a costureras, a actrices, a cortesanas—, recorrió —espoleado por su vivacidad o por sus acreedores— Italia, Suiza, Bélgica, Alemania, Georgia y las costas del Mar Negro, Argelia y Tierra Santa, transitó San Petersburgo, Moscú, Bakú, estuvo en las barricadas en las jornadas revolucionarias de París en julio de 1830 —intentó apoderarse de la pólvora de una guarnición local— y en febrero de 1848 —tuvo que huir, amenazado de arresto por su pasado levantisco—; derrochaba el dinero en banquetes con sus amigos, en agasajos a sus mujeres y amantes, en mantener pródigamente a sus numerosos hijos legítimos o ilegítimos, en hospedarse y construirse residencias lujosas.
Para decorar su castillo en Port-Marly, que llamó Monte Cristo, y que Balzac consideró una locura deliciosa, pidió ayuda al bey de Túnez, a quien pidió prestado su arquitecto personal y retribuyó dedicándole una estancia, el salón árabe, cuyas paredes son vidrieras de colores.
Dumas y sus ayudantes
Emprendió empresas que lo arruinaron, pero que antes lo habían alentado: abrió un Théâtre Historique y fundó revistas y periódicos, Mousquetaire, Le Comte-Cristo, Caucase, que quebraron; fletó a su costa un buque, el Emma, tras conocer a Giuseppe Garibaldi, para ayudarle a transportar desde Marsella el cargamento de fusiles que el revolucionario italiano había adquirido con ánimo de armar a las tropas con las que en suelo italiano combatía a austriacos y franceses —luego, Garibaldi nombraría a Dumas jefe de Excavaciones y Museos de Nápoles—.
Quizá todo ello sucedía solo para que Dumas se viera obligado a aumentar vertiginosamente el ritmo de su producción literaria —a esas alturas ya era eso, una producción—: escribía novelas, obras de teatro, libros de viajes, cuentos infantiles, hasta nos dejó un compendio de recetas de cocina, con la misma prodigalidad con que derrochaba lo que obtenía de sus editores, tanta, que tuvo que rodearse de colaboradores, varias docenas.
Se cuenta que Dumas preguntó a su hijo en cierta ocasión: «¿Has leído mi última novela?». Y Alejandro hijo contestó, no sin sorna: «Yo sí. ¿La has leído tú?». Pero Dumas no solo jamás ocultó ese hecho, sino que publicó el nombre de sus ayudantes y su reconocimiento hacia ellos: el más señero, August Maquet, un profesor de historia a quien Dumas había retocado a petición de un amigo común, Gérard de Nerval— una obra teatral y una novela cosechando para ellas —antes habían sido rechazadas— el beneplácito de los editores y, tras ello, el éxito del público.
Maquet es precisamente la otra pluma de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, pero acabó cometiendo el pecado original de soberbia, y demandó a Dumas, al cabo de diez años de colaboración, solo para que un juez considerara probado que, si bien la estructura general y la labor de documentación de las obras correspondía a Maquet, el color de las historias, la emoción que provocaba la avidez lectora, eran talentos de Dumas —Maquet solo pudo vengarse escribiendo un libelo más: Casa de Alejandro Dumas y Cía., Fábrica de novelas—.
Tres vidas superpuestas
Dumas nunca negó su talento para hacer suyas historias ajenas —¿es otra cosa la literatura al través de los tiempos?—. Por eso Los tres mosqueteros surgió de las vidas superpuestas de Charles de Batz-Castelmore, Gatien Courtilz de Sandras y Alejandro Dumas, y del latrocinio feliz y disculpable del que te hablaba, a saber, la apropiación que perpetró el tercero de un ejemplar del libro que el segundo había escrito sobre el primero: las Memorias de M. D’Artagnan, capitán de la Primera Compañía de Mosqueteros del Rey, de Courtilz de Sandras, que habían sido publicadas por primera vez en Colonia y Ámsterdam entre 1700 y 1701, pero no en Francia (en el prefacio a su novela, el propio Dumas explica que así ocurría con casi todas las obras impresas de aquella época en las que los autores querían decir la verdad sin acabar pasando en la Bastilla una temporada más o menos larga).
Un ejemplar cayó en manos de Dumas y su lectura le debió de resultar singularmente evocadora y exultante. Tiempo después, el 14 de marzo de 1844, en el diario Le Siècle, apareció la primera entrega sobre los mosqueteros, y el interés inmediato que despertó en el público, el éxito de sus emocionantes capítulos, que anticipaba el de las telenovelas o teleseries actuales, alcanzó tanto eco —se fletaban barcos para transportar sus obras con la mayor celeridad, era leído desde Nueva York a Vladivostok—, que la publicación en folletón de las otras dos obras de la trilogía, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne, se prolongó hasta enero de 1850.
Dumas dice que encontró ese ejemplar del libro de Courtilz de Sandras en la Biblioteca Real, cuando hacía investigaciones para una historia de Luis XIV que estaba escribiendo, y que lo llevó a su casa «con el permiso del señor bibliotecario, por supuesto». Lo que no cuenta es que jamás devolvió el volumen a su anaquel originario, acaso porque para cuando debió haberlo hecho ya había doblado muchas de sus páginas por el pico, había anotado de su puño y letra muchos de sus márgenes, había subrayado varios de sus párrafos, había glosado sus mejores líneas con interjecciones.
Sin embargo, nunca como en este caso será más disculpable el hurto de un libro (que es más delito que muchos delitos), porque nos dio la historia de los tres mosqueteros. Desde entonces, desde el día en que los mosqueteros se hicieron novela con Dumas, como señala con admiración Pérez-Reverte, todos llevamos galopando sin aliento, batiéndonos en las posadas o en los caminos, esquivando el veneno y el puñal en los corredores palaciegos, amando, matando y muriendo. Así que lee a Dumas, hijo, porque, como dijo Stevenson —también podría haberlo dicho aquel de este—, Dumas es la aventura.
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.