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Una vida y dos muertes

Moriencia, aparte de ser un título definitivo en la cuentística de Augusto Roa Bastos, es un concepto plural que permite organizar toda una zona de su obra. Aún más, habilita para trazar algunas líneas de constancia en su trabajo de narrador.

Obviamente, moriencia es una réplica a vivencia, el neologismo que Ortega inventó para equipararse con el alemán Erlebniss. No resultaba eficaz traducirlo como “experiencia”, en el sentido de saber que proviene de haber realizado algo (erfahren: Erfahrung), sino que se imponía, justamente, distinguirlo de dicha categoría. Tener vivencia no es lo mismo que tener experiencia, ya que ésta es la parte comunicable de lo vivido, la exterior y social, la que puede formularse por medio de unos signos que los demás también poseen. En cambio, la vivencia es lo que permanece inmanente en el sujeto que ha experimentado algo. Es la interioridad viva de la vida, si cabe la redundancia. Llevada a términos históricos colectivos podría corresponder a la vividura de Américo Castro.

En Roa, la moriencia puede vincularse con ambas vertientes de su oponente, la vivencia. En cierto sentido, es la parte inmanente de la vida como algo mortal y mortífero, dicho esto último como un dato (darnos la vida es darnos la muerte) y como acto (el homicidio, la guerra como descargas de la moriencia). En otro sentido, es la experiencia colectiva de la muerte, la ritualidad y la historia de la muerte en un determinado colectivo.

Paraguay, la referencia casi obligada en la narrativa de Roa, es una sociedad vocada por la muerte, sometida a experiencias límite de desaparición que la caracterizan como tal sociedad. En Roa aparecen en escena, sobre todo, por medio de la guerra del Chaco, por la evocación de la Guerra Grande y por exterminios varios, golpes de Estado, represiones militares y policiales. De algún modo, la respuesta a este asedio de la muerte es el encierro que somete al Paraguay la dictadura ilustrada de Gaspar Rodríguez de Francia, el Supremo del libro homónimo. Es la inmanencia, la vivencia, la vida íntima e incomunicable de una sociedad que habita una fortaleza y carece de contactos con el mundo exterior, que es la amenaza de la moriencia.

El Paraguay de Roa es un país constantemente amenazado de muerte, a punto de expirar, de desaparecer, y esa extraña condición lo identifica como la “isla de tierra”, cóncava, maternal y sepulcral. La guerra y la masacre regresan de modo cíclico y condicionan una historia de cíclicas ejecuciones y resurrecciones. El Paraguay de Roa está siempre a punto de acabar y ésta parece ser la condición de su supervivencia. En términos paródicos, el ciclo está representado por el circo. La transformación del ciclo/circo hace de la pista circense, la metáfora de la circularidad histórica paraguaya y de sus protagonistas, los saltimbanquis y cómicos de la legua, un doble sarcástico de los originales “históricos”.

La moriencia es, de comienzo, el descubrimiento de la mortalidad. En este sentido, morimos dos veces: cuando se extingue la vida individual y, antes, cuando tomamos consciencia de que vamos a morir. Disponemos de una muerte propia, personal y necesaria. Estamos muertos, de alguna manera, desde el nacimiento.

Varios cuentos de Roa narran este itinerario que va de la ignorancia al descubrimiento de la moriencia. “Nonato” presenta al personaje de tal nombre, cuya fantasía constante es desnacerse, volver a lo prenatal. Nonato vive con la madre. La muerte del padre lo separa de ella, creando un vacío que el hijo ha de llenar, naciendo por segunda vez y descubriendo el lugar que la sociedad le ha reservado: la herencia.

Nonato tiene otra fantasía: que su madre lo mate como murió el padre, de un golpe en la cabeza. En el velatorio paterno, imagina volver al seno de la madre, evitando la muerte con la renuncia a la vida. No quiere madurar ni adquirir una nueva identidad, sino disolver la que tiene. No asumir la muerte propia incorporando la del padre, rechazar la herencia, equivale a no ser.

Todavía más nítido, como símbolo, es lo que ocurre en “Bajo el puente”. Junto al puente, un niño ve la compleja escena de su moriencia: el padre le baja los calzoncillos y le pone un puñal entre los muslos. Fácilmente, el arma se identifica con el falo; el órgano que da la vida es, a la vez, mortífero. Y hereditario.

El chico se tiende sobre la arena y se declara muerto. Es entonces cuando ve al maestro que cae al río y muere ahogado. Su cara es la de un recién nacido. Ha habido un segundo nacimiento al aceptar el niño su moriencia por la doble intervención del padre y el maestro.

En “Cigarrillos Máuser” el descubrimiento de la moriencia se asocia con el sexo, el alcohol y el tabaco, un código de la virilidad. Lo refuerza el hecho de que la marca de cigarrillos sea asimismo el nombre de un arma. El personaje, un muchacho de doce años, accede a todo aquello por medio de una mujer negra y se siente arrojado a un abismo. El cuerpo femenino es igualmente oscuro y abismal. Las imágenes de muerte se suceden: una serpiente envenena a un perro, la negra se cuelga de una viga, el chico se vive casi muerto, si cabe la proporción.

La vida es una y le corresponde una muerte, pero la moriencia la duplica. Chepé Bolívar, que aparece dos veces en el libro, lo ejemplifica. Tras un simulacro de fusilamiento, Chepé se pasa veinte años, insomne y desnudo, labrando su propio ataúd. No sabe si está en el cielo o en la Luna. Durante su velatorio, los vecinos discrepan en veinte años sobre la fecha de su muerte. Muerto sin inhumación, el Chepé ha vivido como en su propio y alargado velorio.

Este carácter doble de la muerte en la moriencia nos lleva al mundo de las iniciaciones, simétrico de aquél, porque implica un segundo nacimiento. La vida definitiva y adulta del iniciado es la segunda, cuando goza de una identidad social plena y se supone que conoce las normas de la convivencia. La cultura de su sociedad, si se prefiere. De alguna forma, es lo que ocurre en el cuento “El ojo de la muerte”: un hombre, que se cree mirado por ojo ciego de su caballo, se deja morir durante una tempestad, descubriendo que se trata de un segundo nacimiento. Morir es ser iniciado como ser iniciado es morir simbólicamente para ser renacido. Tal vez estas anécdotas escalonadas anuncien la muerte física como el alumbramiento a la vida verdadera y decisiva, un tercer nacimiento, si se quiere, que diseña el proceso de la vida como transformación, continuo que apunta hacia lo otro, perpetuación y sospecha de inmortalidad. En tal caso, sólo podemos narrar nuestra prehistoria pues la historia trasmundana es inenarrable. No estamos lejos de esa sucesión de sueños, despertares y vigilias que hace al laberinto fantasmal de “Las ruinas circulares” de Borges.

En “La excavación”, un preso político, excavando un túnel, se siente morir, aplastado por un corrimiento de tierras. Rememora entonces una escena en la guerra del Chaco, cuando estuvo a punto de ser ultimado por un enemigo. En aquella ocasión también rememoró otro peligro de muerte: una tumba fantástica entrevista en su infancia. Mientras muere, sueña que está despierto entre los muertos, excavando otro túnel y guerreando como un soldado y soñando que sueña. El sueño se torna infinito, enésimo, imposible de contar. En “Regreso” ocurre algo similar: un personaje ve fusilar a su hermano, se siente morir y, muriendo, rememora. El sujeto, en este juego de vigilia, sueño, memoria y muerte, se torna infinito. ¿Qué es un sujeto infinito, sino Dios? ¿Estamos ante una posible frontera religiosa?

Una respuesta puede ser la figura del antepasado que no muere, soporte y, a su vez, obstáculo para construir la subjetividad del descendiente. El padre muerto que no se puede inhumar (“La tumba viva”) y Solano, el líder sindical que, tras su muerte, retorna a los lugares que frecuentó para tocar el acordeón (“El trueno entre las hojas”), son dos fuertes ejemplos. La historia se da como repetición y se convierte en mito. Así en “Carpincheros”, donde una niña es llevada por unos resucitados a una danza de muertos y, paródicamente, en “Mano cruel”, con el macabro chistoso que imita la voz del difunto en su velorio, haciendo creer a los deudos que ha resucitado.

La vida como moriencia diseña una borrosa frontera entre la vida y la muerte o, por mejor decir, entre vivos y muertos. Todo cuento es dos cuentos: historia y mito, aquélla evidente, éste solapado. Una tercera narración es el cuento mismo, lo escrito. En él se suturan los dos anteriores, que no existirían sin su mediación. El escritor y el lector son los comedidos, los intrusos que, al apoderarse del evento, lo hacen posible. Escribir y leer son actos de pillaje y sumisión. El botín y la servidumbre se dan en la palabra donde otro acaeció, otro contó y otro leyó.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")