Con la proliferación de videojuegos y de móviles de última generación, nos hemos olvidado de aquella época en la que, para hacer feliz a un chaval, eran suficientes un revólver de plástico, un madelman y una palmera de chocolate.
Les cuento esto porque Una razón para vivir y una para morir (Una Ragione Per Vivere E Una Per Morire / Massacre at Fort Holman) es el típico producto de aquellos años. Una producción con la misma falta de pretensiones que un tebeo de Bruguera o de Novaro. Diseñada para quitarnos las amarguras de un sábado por la tarde, pero con una cortesía añadida: está bien rodada. Que es, a fin de cuentas, lo que se le pide a este western en Technicolor, tan mestizo como su equipo de producción.
Lo dirige el incansable Tonino Valerii, responsable de otras películas del Oeste tan sólidas como esta. A saber: El día de la ira (1967), La muerte de un presidente (1969) y Mi nombre es Ninguno (1973).
Lo guionistas, además del propio Valerii, fueron Ernesto Gastaldi, cuya hiperactividad en el cine de género todavía me sorprende, y el gran Rafael Azcona, otro todoterreno que facturaba guiones de forma torrencial.
Atentos, porque Azcona y Gastaldi escribieron ese mismo año En el Oeste se puede hacer… amigo (1972) para Maurizio Lucidi, una coproducción franco-italo-española con algún que otro punto de contacto con la película de Valerii.
Llevando al límite las posibilidades geográficas del eurowestern, Una razón para vivir y una para morir se rodó en Almería, en el «lejano Oeste» del desierto de Tabernas, entre abril y agosto de 1972, con capital y medios procedentes de Francia, Italia, España y Alemania. No obstante, la textura debía parecer norteamericana: de ahí que James Coburn y Telly Savalas encabezasen el reparto.
La presencia de Savalas tampoco es casual, porque nos conecta con otra película que imitaron Azcona y compañía: Doce del patíbulo (1967). Es más: prueben a imaginar el film de Valerii ambientándolo en la Segunda Guerra Mundial, y ya verán cómo ese barniz bélico resulta obvio.
El tercer protagonista, el napolitano Bud Spencer, encabeza un elenco plurilingüe, con italianos (Ugo Fangareggi, Benito Stefanelli, Adolfo Lastretti), franceses (Georges Géret, Guy Mairesse), alemanes (Reinhard Kolldehoff) y españoles (José Suárez, Paco Sanz, Mario Pardo, Conchita Rabal). Como en tantos otros rodajes almerienses, aquel follón idiomático se solucionaría de tres maneras: o bien recitando los diálogos en la lengua natal del actor (español, italiano, inglés o francés), memorizando silábicamente el texto en inglés, pero sin entender ni media palabra, o en el peor de los casos, contando de uno a veinte y echándole cara al asunto. Aquel disparate era lo de menos: ya se ocuparía luego el doblaje de homogeneizar esa Torre de Babel.
La música, magnífica por cierto, es de Riz Ortolani, y la dirección de fotografía corresponde a un admirable profesional cuya carrera daría para escribir una enciclopedia, Alejandro Ulloa, aquí enmascarado tras un seudónimo yanqui, Alexander Besch.
¿De qué trata Una razón para vivir y una para morir? Pues verán, nos hallamos ante la típica misión suicida. En tiempos de la Guerra Civil americana, el coronel Pembroke (Coburn) recluta a un grupo de condenados a la horca, entre ellos un tipo más leal de lo que aparenta, el fortachón Eli Sampson (Bud Spencer). A cambio de salvar sus vidas, les propone reconquistar el Fuerte Holman, una inexpugnable fortaleza al mando de un tipo sofisticado y perverso, el comandante confederado Ward (Savalas).
Pembroke sugiere a esos siete hombres ‒lo peor de cada casa‒ que la toma del fuerte les permitirá apropiarse del magnífico botín que allí se oculta. Sin embargo, pronto descubriremos que, en realidad, Pembroke tiene cuentas pendientes con Ward, y que toda la operación es algo más que una simple maniobra militar.
Una razón para vivir y una para morir viene a ser una mezcla de alusiones que encajarían en varios géneros: un héroe fatalista con un adversario a su altura, una venganza de impredecibles consecuencias, secretos ocultos, peligrosas tácticas de infiltración, violencia desatada (con una ametralladora Gatling incluida), pistoleros con impulsos incontrolables, velados toques de humor, y a ratos, algo de picaresca mediterránea. Como ya dije, no faltan guiños al cine de guerra (pensemos en esa guarnición que viene a ser el Nido del Águila nazi), e incluso hay un momento en el se desenvaina un sable, y que a mí, de golpe, me hace soñar con otras películas de capa y espada del mismo periodo.
En esta ocasión, Tonino Valerii está en plena forma y se nota que cuenta con un equipo a su gusto. Además, ya domina las claves del spaghetti-western, un subgénero que él mismo vio nacer. Ahí es nada: siete años antes había empezado a trabajar en El Paso ‒el mítico poblado almeriense construido por Carlo Simi‒, como director de la segunda unidad de Por un puñado de dólares.
Valerii es un artesano de la escuela clásica, lógicamente influido por Sergio Leone. Domina el trabajo de cámara y sabe calcular bien la tensión narrativa. En este sentido, Una razón para vivir y una para morir es más ambiciosa y enérgica que la media del western hispano-italiano. Contiene escenas muy memorables, y para alegría del público, se sostiene sobre tres psicologías muy bien compensadas: la sobria lucidez de James Coburn, la perversidad de Teddy Savalas y la confianza de Bud Spencer.
Con mucho alarde, Valerii nos recuerda aquí toda una manera de rodar, propia de un tiempo que ya se fue: el de los cómics de papel barato, las novelas de quiosco y los carteles de cine pintados a mano.
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