En La verdadera historia de las sociedades secretas dediqué un capítulo a una de las sectas o sociedades secretas más temidas y célebres de la historia, la de los asesinos del Viejo de la Montaña. El creador de esta extraña organización fue Hassan-i Sabbah, que durante su juventud había sido amigo y compañero de estudios de dos hombres justamente célebres, el gran poeta y matemático Omar Jayyam y el gran estadista Nizám ul Muluk, al que tiempo después Hassan ordenaría asesinar. Otras versiones aseguran que Nizán fue asesinado por el propio Sultán, o que su muerte se debió a un complot para evitar que el reino selyúcida se uniera al Islam chii, lo que le habría convertido, por otra parte, en aliado del propio líder de los asesinos, Hassan.
De todo esto hablo en mi libro, pero aquí quiero referirme a un aspecto curioso que parece mostrar el origen platónico de la secta de los asesinos. Lo encontré por casualidad al releer en los últimos días La República de Platón.
En su largo diálogo acerca de la república ideal, Platón muestra a Sócrates y Glaucón (hermano mayor del propio Platón) conversando acerca de cómo organizar una utopía perfecta, en la que habría tres clases sociales, los guardianes o arcontes, los auxiliares y el resto. Pero hay una cuestión que preocupa a los dos amigos, como ha preocupado a todos los sabios y filósofos siempre que se han tenido que relacionar con los reyes y con la clase militar: cómo convencer a los militares, a los guardianes que protegen el Estado, para que cumplan con su deber pero no aspiren al poder total.
En la época de los Reinos Combatientes de China, esa fue una de las preocupaciones principales de los filósofos, quienes, del mismo modo que Nizám ul Muluk o el propio Platón junto al tirano de Siracusa, aspiraban a controlar el gobierno pero también a no perder la cabeza en el intento. Muchos fracasaron, como Lü Buwei, Han Feizi o Lisi, que acabaron de manera trágica, e incluso el poderoso Señor de Shang, que instauró la Ley absoluta, bajo la que él mismo acabó despedazado por cuatro caballos que tiraban de sus cuatro extremidades en direcciones opuestas.
En Roma también sabemos cómo acabó la República cuando un general ambicioso llamado Julio César estuvo a punto de coronarse y, con su muerte en las escalinatas del senado, dio comienzo a la Guerra Civil y al Imperio, única manera que se le ocurrió a Octavio Augusto para mantener a los militares cumpliendo esa obligación de guardianes que les otorgaba Sócrates en La República y no aspirar a suplantarlo. Y también sabemos que con el tiempo los militares en Roma derribaron el Imperio y dieron inicio a una sucesión de crímenes imperiales, que entronizaban uno tras otro al general más cruel, sanguinario o astuto. Nos lo ha contado Gibbon con asombrosos detalles en ese libro inigualable que es Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano.
Sócrates, que sin duda se da cuenta del peligro de crear una clase militar separada de las otras clases y obediente a la de los Arcontes o gobernantes filósofos, propone a Glaucón contar a los niños que nazcan en su república utópica un elaborado mito, “una mentira noble”, para que no sientan deseos de olvidar sus deberes con el estado y convertirse en los nuevos amos. En primer lugar, habría que convencer a todos esos futuros ciudadanos de que la tierra misma los “habría criado y moldeado” en su seno y que, una vez que estuvieron completamente formados, la tierra, por ser su madre, los dio a luz:
«Y por ello deben ahora preocuparse por el territorio en el cual viven, como por una madre y nodriza, y defenderlo si alguien lo ataca, y considerar a los demás ciudadanos como hermanos y como hijos de la misma tierra».
Es decir, que todos los ciudadanos deben creer que son hijos de la tierra (se supone que del territorio concreto en el que han nacido, por ejemplo, Atenas) para que, de este modo, defiendan ese territorio, por considerarlo literalmente su tierra madre. El mito, como señala el propio Sócrates, se basaría en un “relato fenicio” que “ya ha tenido éxito en muchas partes”. Se refiere, por supuesto, al mito de origen de la ciudad vecina de Atenas, Tebas, y de su región, la Cadmea. En ese mito se cuenta como un hombre de origen fenicio, Cadmo, hijo del rey cananeo Agénor de Tiro, lanzó los dientes de un dragón a la tierra, y que de ellos nacieron los spartoi, primeros pobladores de su nueva patria.
El problema, dice Sócrates, es que aunque ese mito ha prosperado en muchos lugares, no sería fácil hacer que lo creyeran en Atenas o en la República ideal. Para lograrlo, hará falta inventar otras mentiras nobles.
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