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«Un viaje a Marte» («Himmelskibet», 1918), de Holger-Madsen

A comienzos de siglo, una Europa carcomida por la inestabilidad política sucumbe a un conflicto catastrófico, la mayor guerra experimentada por el mundo occidental en toda su historia. El orden social y político experimentaría una transformación profunda que daría lugar a nuevos regímenes, instituciones y tendencias sociales y culturales. Alemania e Italia se deslizaron hacia las dictaduras, Rusia cayó presa de la tiranía comunista, varias democracias otorgaron el voto a sus mujeres, el mundo colonial empezó a resquebrajarse tras haber animado las potencias contendientes los fuegos nacionalistas… y toda una generación quedaría traumatizada.

Habría que esperar unos años a que los autores de ciencia-ficción comenzaran a reflejar esta experiencia y el mundo que previsiblemente se abría tras ella.

Durante la contienda, sin embargo, hubo poca ciencia-ficción. El futuro parecía demasiado oscuro como para hacer cábalas con él. Y, sin embargo, de un lugar tan inesperado como Dinamarca, llega una película que apuesta decididamente en contra de los ánimos entre deprimentes y belicistas que en ese momento dominaban Europa. Aunque hoy esté prácticamente olvidada, esta cinta fue en su día una superproducción en la que se movilizaron enormes y carísimos decorados, rodando los exteriores marcianos en una cantera cerca de Copenhague.

Por cierto, Un viaje a Marte se creyó perdida durante muchos años hasta que el Instituto Cinematográfico Danés encontró una copia bastante completa para restaurar. Se reestrenó en 2006, casi noventa años después de que fuera vista en una sala con espectadores por primera vez.

Avanti Planetaros (Gunnar Tolenaes) es un marino que acaba de finalizar un viaje y se reencuentra con su hermana Corona (Zanny Peterson) y su padre, el Profesor (Nicolai Neiiendam). Éste es uno de esos astrónomos victorianos tan queridos para la literatura: autodidacta, multidisciplinar y con el observatorio en su casa. El caso es que la pasión de su padre contagia a Avanti, que aprende a volar y decide construir un vehículo capaz de llegar a Marte, reclutando para la misión al prometido de su hermana, el Dr. Kraft (Alf Blutecher). El noble propósito se encuentra con las burlas de un colega de su padre, el Profesor Dubius (Frederick Jacobsen), lo más parecido a un villano que tiene esta historia.

Avanti y Kraft pasan dos años construyendo la nave (una especie de dirigible muy a lo Julio Verne, con alas y hélices, bautizado Excelsior), reúnen una tripulación multinacional (incluyendo un americano, Dane, y un asiático), dan una fiesta de despedida y parten hacia Marte.

Pero el viaje es largo (resulta curioso que los guionistas respetaran este detalle científico en particular) y los astronautas se impacientan. El norteamericano bebe demasiado y comienza a caldear los ánimos. Pero antes de que estalle un motín, llegan al planeta rojo. Y resulta que no sólo su atmósfera es perfectamente respirable, sino que está habitado por una pacífica raza humanoide (de hecho, igual a nosotros) que, como todos los pacifistas, son vegetarianos, visten largas togas y exóticos tocados. Además son telépatas.

El caso es que por un malentendido, los terrícolas creen que son atacados y acaban hiriendo a un marciano con una granada de mano, provocando la ira de los nativos, que los llevan a la Casa de la Justicia. Allí, como una Pocahontas marciana, la hija del líder/sacerdote, Marya (Lilly Jacobson), solicita interceder y enseña a los bárbaros terrestres la historia de Marte utilizando una especie de televisión. Los expedicionarios juran no volver a matar, se deshacen de sus armas y Avanti y Kraft reciben como símbolo de su compromiso unas ridículas capas blancas que se ponen encima de sus trajes de cuero.

Avanti y Marya se enamoran y ambos se declaran mutuamente sus sentimientos durante la ceremonia de la «danza de la castidad». Al final, los terrestres deciden volver a su planeta natal y la aventurera Marya decide acompañarlos para dar a conocer en la Tierra el mensaje marciano de paz. El Excelsior regresa a casa justo cuando todo el mundo los daba por muertos y el angustiado Profesor estaba dispuesto a suicidarse empujado por la desesperación. Cuando conoce a su nueva nuera, en un ataque de cursilería, exclama: «¡En ti saludo a la nueva generación, la flor de una civilización superior, de la cual tú eres la semilla que se plantará en la Tierra para que los ideales del amor puedan crecer fuertes y deliciosos!».

Estamos en 1918, el cine aún no era sonoro y las interpretaciones descansaban en la gesticulación supuestamente estilizada que entonces constituía un método aceptado y comprendido por actores y público. Ese sistema –nacido en el siglo XIX y utilizado por cantantes de ópera y actores teatrales– establecía una relación directa entre determinados estados emocionales y ciertas reacciones expresivas del cuerpo humano. Lo que ocurre es que, salvo excepciones, los actores del cine mundo no entendieron muy bien aquella técnica y lo llevaban a extremos hoy considerados cómicos y poco naturales. Así que este es un apartado en el que no debemos esperar demasiado de esta película en particular –y de las producidas en esta época en general–.

El aspecto estético es más destacable, con algunas escenas muy bellas de estilo prerrafaelista y tomas aéreas que en la época debieron asombrar a los espectadores. Ahora bien, su lujoso diseño de producción era un escaparate en el que la precisión científica no tenía cabida.

Se han señalado multitud de incoherencias, errores y absurdos en ese sentido, por ejemplo: el tamaño relativo del Sol en Marte –que en la película aparece igual que en la Tierra–; la nave marciana con cohetes que vuela horizontalmente; la misma estructura planetaria de Marte, con el polo norte arriba, atmósfera respirable y gravedad similar a la terrestre; la nunca explicada fuente propulsora del Excelsior; la indiferencia ante el vacío interplanetario, etc.

Tengamos en cuenta que la historia fue concebida mucho antes de que las realidades del viaje espacial que ahora damos por sentadas fueran conocidas por el público lego en la materia, como lo relacionado con las variaciones de la densidad atmosférica o las interacción de fuerzas gravitacionales. Incluso un escritor más preocupado por la precisión científica como lo fue H.G. Wells, en fecha tan tardía como 1936 seguía imaginando cohetes lanzados por cañones. Por no decir que las space-operas no se han distinguido nunca por su respeto a las leyes de la física.

De acuerdo, no se hace esfuerzo alguno en dotar al paisaje marciano o sus habitantes de algún elemento inusual, diferenciador. Pero en este caso no es un error o un descuido. Y es que la película no pretende ser un documental científico, ni tampoco un escaparate de efectos especiales al servicio de la construcción de mundos alienígenas. Es una metáfora, una reflexión sobre la noción que los humanos tenemos de la vida social ideal, la utopía. Es deliberado el que los marcianos se distingan de los terrestres en una sola cosa: la virtud que emana de su superioridad moral. Así, su mundo adopta un estilo visual clasicista: visten togas y la jerarquía social se ordena de acuerdo al ideal platónico de La República, siendo sus líderes sabios y filósofos.

La moralina de la película es, a los ojos del espectador de hoy, insultantemente simple. Pero hay que tener en cuenta que se estrenó en un momento (febrero de 1918) en el que la Primera Guerra Mundial no daba muestras de llegar a su final, y en este sentido la cinta merece la pena destacarse en su papel de canto a la compasión y la tolerancia, mostrándonos la relación más amistosa que se haya imaginado en la pantalla entre terrícolas y marcianos. Muchísimas veces en el futuro la ciencia-ficción volverá a la imagen de alienígenas como guías benévolos que salvan al hombre de sí mismo. Seamos indulgentes y, como sucede a menudo con las reliquias, contemplémosla de lejos y no la saquemos de su burbuja temporal so pena de que su encanto se evapore.

Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".