Hace unos años conocí a un hombre libre. Libre porque sabía muy bien lo que quería y le importaba muy poco lo que el resto pensase de él. Me enseñó muchas cosas. Hoy he recordado una de las que más me impactó.
El hombre libre era (es) un sabio. Un gran sabio. He tenido la suerte de conocer grandes sabios (y alguna que otra gran sabia, aunque menos, porque siempre estamos en inferioridad de condiciones, siempre). Pero el hombre libre creo que supera, con creces, a todos los demás. Vivía, más o menos feliz, en una bella y culta ciudad centroeuropea, dedicado al negocio de la compraventa de antigüedades. Huyó de la asfixiante Castilla de los sesenta. Aprendió italiano, alemán y francés. Descubrió a otros españoles que, como él, habían huido siglos antes. Y se hizo famoso, muy famoso. Famoso en su hererodoxia.
Fue, entonces, que un rico muy rico se puso en contacto con él. Un rico escandalosamente rico, que puso un cheque escandalosamente atractivo encima de la mesa. El rico muy rico quería un vocero para sus creencias. Pero no un vocero cualquiera, no: quería al mejor. Y el mejor era el hombre libre.
Bien. El hombre libre escuchó atentamente la propuesta. Sabía que ese cheque era su oportunidad. La oportunidad para resarcirse de tanta lucha, tanta persecución, tanta huida, tanto ostracismo. Ese cheque era su pasaporte hacia un futuro glorioso. Un futuro dedicado, en exclusiva, a su verdadera pasión: la Historia.
Pero él era un hombre libre. Pobre, arrinconado, menospreciado, pero libre. Así que, olvidándose de la casa que podría comprar, la vida desahogada que podría llevar, los viajes que podría disfrutar con su esposa, aquella judía criada en un kibbutz que hacía (hace) los mejores bizcochos de zanahoria que he probado nunca mientras escuchaba (escucha) sinfonías de Beethoven, olvidándose de todo, el hombre libre le dijo al rico muy rico: «Yo no soy apóstol de nada ni de nadie. Si quieres pagarme por investigar y contar la Historia que me encuentre, perfecto. En caso contrario, yo no soy tu hombre».
Y, contra todo pronóstico, el rico muy rico aceptó. Quizás estaba convencido de que, al final, el hombre libre claudicaría. Pero eso nunca ocurrió.
El hombre libre recorrió toda Europa. No quedó un archivo o biblioteca que no pisase, un documento o manuscrito que no mirase. Así, durante veinticinco años. Y empezó a escribir la Historia que, de verdad, ocurrió, en aquella convulsa Europa de la Edad Moderna. El verdadero origen de tantas y tantas circunstancias que cambiaron, para siempre, el devenir de nuestra Historia. Envió el primero de los siete volúmenes en los que había dividido su relato. Y el rico muy rico decidió que aquello no era lo que él quería leer. «Recuerda ‒le dijo el hombre libre‒, recuerda nuestro trato: no soy apóstol de nada ni de nadie».
Y así se rompió la relación. El rico muy rico tiene todos los papeles, sí, pero le hace falta alguien que los organice y le escriba la Historia que él desea. Pero el hombre libre también los tiene. En su biblioteca particular. A orillas del Mediterráneo, ese Mare Nostrum que es verdadero origen de nuestra cultura. Quizás nunca los publique. Es imposible que nos obsequie con todo el saber que ha acumulado a lo largo de su vida.
Pero no importa. Al menos, a quienes estamos al tanto de algunos de esos datos, trascendentales, que cambiarían la Historia tal y como nos ha sido contada, no nos importa que nunca vean la luz. Nos basta con saber que nuestras sospechas no son infundadas. Nos basta con haber aprendido que nunca hay que ser apóstol de nada ni de nadie. Porque la Historia contada es un constructo perfectamente creado para ser lanzado en una u otra dirección, según convenga. La verdadera Historia, sin embargo, es la que nunca se contará.
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