San Agustín dijo saber lo que es el tiempo pero no poder explicarlo. Pasados los siglos, economistas y filósofos de la economía dijeron del dinero algo similar. Proclamaron su inexistencia como Wallras o su naturaleza simbólica, como Simmel. Keynes dudaba a la hora de conceptuarlo. Los primitivos –por así llamarlos– lo concretaron en granos de arroz o semillas de cacao. Sus sacerdotes, sin perder el tiempo, acostumbraban sacralizarlo. De hecho, lo sagrado suele asociarse al oro y a las heces, lo intocable que reúne los extremos de sublimidad y bajeza de la condición humana.
El oro ya ha hecho su aparición. En efecto, durante siglos, fue sinónimo de dinero en el sentido de fijeza de valor, garantía de estima y capacidad de atesoramiento. Pero un día, el mundo decidió prescindir del patrón oro –que sólo se usaba ya entonces para los pagos internacionales– y dejar al dinero estampado en un rectángulo de papel o acuñado en trocitos de parvo metal. Ahora podemos situarlo en un rectángulo de plástico como la tarjeta de crédito o en la temblona imagen de un ordenador. La única garantía que lo sostiene es la confianza que en esos símbolos depositamos: un acto de fe. Quién lo diría, nosotros tan modernos y tan contemporáneos, hemos vuelto a la fe de los arcaicos sacerdotes que bendecían las semillas de cacao.
Esta deriva ha llegado a una suerte de obra maestra del simbolismo con los bitcoins, algo que unos consideran la obra maestra del dinero y otros –entre quienes figura Madame Lagarde desde su trono en el BCE– dicen que de moneda nada tienen. Desde luego, sus extremos justifican estos otros extremos. En efecto: son coins o sea monedas, calderilla si se quiere, pero enzarzados en una mareante complejidad digital que me considero incapaz siquiera de mencionarla. Si damos por bueno que son dinerarios, lo curioso es que no pertenecen al ámbito público, pues no los garantiza ningún Estado ni atañen a ningún banco emisor, no se pueden convertir a otra supuesta moneda y, colmo de los colmos, no devengan intereses. Son dinero privado cuya equivalencia en dólares o euros cambia de modo espectacular a la baja o a lo alto. Estas fluctuaciones lo convierten en carne predilecta de la especulación, llevada a la cima donde nadie sabe a ciencia cierta lo que tiene entre manos. Así perfilados, los bitcoins ¿perderán también su calidad de medios de pago? ¿Alguien se imagina yendo a la panadería con la clave de sus bitcoins?
Más allá de estas mínimas paradojas, la cosa tiene cierto encanto novelesco, acaso también de mínima calidad, pero de consecuencias muy preocupantes. El hecho de llamarse criptomonedas evoca las sociedades secretas a las que se atribuyen catástrofes mundiales. Su máscara siempre ha sido cierto mimetismo. Cualquier vecino de aspecto normal puede ser un iniciado esotérico. El nombre mismo de su inventor ‒¿persona o camorra?– es de facilongo thriller: Satoshi Nakamoto (1). A dos pasos tenemos el peligro amarillo amenazando de nuevo por enésima vez al blancuzco Occidente. De momento, lo cierto es que los académicos de la economía no quieren apenas mencionarlo. Los Estados se ven molestos por ese otro Estado hermético y privado. El riesgo de que la burbuja de ganar y perder miles de millones en horas, reviente y su onda expansiva nos lastime a todos, es el telón de fondo de esta puesta en escena. Hemos creado el Símbolo de los símbolos, algo así como el cuñado de Dios. No sea que cualquier día le dé por ponerse iracundo y llegue el Dies irae. Con lo bonitas y sabrosas que son, tostadas, las semillas del cacao.
(1) Se desconoce si este seudónimo del inventor del bitcóin corresponde a una sola persona o a un grupo de criptógrafos, informáticos o matemáticos. Entre los sospechosos de ocultarse tras esta identidad, figuran Vili Lehdonvirta, Michael Claro, Neal Rey, Vladimir Oksman, Charles Bry, Shinichi Mochizuki, Gavin Andresen, Jed McCaleb, Dustin D. Trammell, Ross William Ulbricht, Nick Szabo, Dorian Nakamoto, Hal Finney, Craig Steven Wright y Vincent van Volkmer, entre otros. El misterio aún no está resuelto.
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