Burroughs, como ya he comentado en más de una ocasión, tenía una fórmula que le funcionaba y a la que, en vista de su éxito, recurría una y otra vez : un valiente héroe se aventura en un paraje extraordinario y en el curso de sus peripecias conoce y se enamora de una hermosa e igualmente brava mujer que, invariablemente, es secuestrada; a continuación, tras superar grandes peligros, el héroe la rescata. Y el caso que ahora comentamos no es una excepción a esa regla.
Burroughs vuelve a contarnos la misma historia, una narración torpe y plana, lastrada por los prejuicios de la época –lo que no era exclusivo del autor sino muy común en la literatura pulp de entonces– pero, también, como de costumbre, llena de imágenes y aventuras tan coloristas y plenas de energía que influirían a multitud de creadores posteriores, desde cineastas a ilustradores. De hecho, la primera novela de la trilogía, La tierra olvidada por el tiempo (1918) fue adaptada al cine en 1975 (con guión de Michael Moorcock), cincuenta años después de su publicación, lo que demuestra su perdurabilidad. Más aún, en 2009 volvió a la pantalla grande en una nueva versión dirigida por C. Thomas Howell.
En 1916, mientras en Europa se libra la Primera Guerra Mundial, Bowen J.Tyler, hijo de un naviero californiano, viaja en un transatlántico con bandera neutral (americana). Su noble intención es servir de voluntario conduciendo ambulancias en el campo de batalla. El barco es torpedeado por un submarino alemán y se va a pique pero el protagonista encuentra un bote salvavidas vacío, salvando de paso a una bella joven, Lys La Rue, que se dirigía a Alemania para casarse con un oficial de la marina. Ambos son rescatados –junto a su perro Nobs– por un barco inglés que, a su vez, es torpedeado por el mismo submarino días más tarde. El heroico capitán británico no se arredra y embiste al enemigo. Nuestros protagonistas se hacen con el control de la nave –resulta que Bowen es diseñador de submarinos y no solo sabe construirlos sino que puede pilotarlos–, y ¡sorpresa!, uno de los malvados oficiales alemanes a bordo del submarino resulta ser nada más y nada menos que el prometido de la joven, un auténtico canalla. Los prejuicios de Burroughs no se limitaban a los alemanes –recordemos que el libro fue escrito en 1918, cuando todavía rugía la guerra en Europa–: uno de los traidores resulta ser Bensen, un americano perteneciente a la Asociación Internacional de Trabajadores que odia tanto al capitalismo como a Norteamérica.
Al final, perdido el rumbo, acaban llegando a un continente desconocido cerca de la Antártida llamado Caprona. Tras franquear unos imponentes acantilados se sumergen en un mundo prehistórico lleno de dinosaurios y mamíferos extintos desde hace millones de años en el resto del planeta. Peligrosas criaturas vagan por las junglas tropicales del sur mientras que agresivos humanoides alados moran en las ciudades de una gran isla al norte. Atrapados entre ambas amenazas sobreviven grupos dispersos de seres humanos que llaman a su tierra Caspak. Los náufragos tratan de fundar una colonia, Fort Dinosaur, pero los prisioneros alemanes se amotinan y abandonan a su suerte a los americanos y británicos. Para empeorar más las cosas, Lys es secuestrada por un hombre salvaje y Bowen deberá emprender su búsqueda enfrentándose a los peligros que por doquier acechan en ese mundo primitivo. Revísense otras entradas de Burroughs en este espacio y se hallará sin mucho esfuerzo la pauta de todos sus relatos. Si aún no está claro, sígase leyendo.
Las aventuras continuaron en La tribu olvidada por el tiempo y Desde el abismo del tiempo, ambas serializadas también en la revista Blue Book en 1918 (los tres relatos fueron recopilados en un solo libro en 1924 bajo el título del primero, tal y como había sido la intención original de su autor.).
En la primera, la acción transcurre algún tiempo después de que se halle un manuscrito dejado atrás por Bowen en su búsqueda de Lys. Un equipo de rescate llega a Caspak para tratar de rescatar al americano, su amada Lys y los supervivientes británicos. A la cabeza de la expedición está Tom Billings, un viejo amigo y socio de Bowen. Mientras sobrevuela el continente, su avión es derribado por un pterosaurio. Y mira por donde, también este americano se encuentra con una sugerente chica nativa, Ajor, a la que rescata de un felino prehistórico. A cambio, ella le ayuda a sobrevivir en el salvaje entorno. Después de escapar a un ataque de hombres–mono, Tom decide devolver a Ajor a su tribu, los Galu. Durante el viaje, Tom aprende que en Caspak el hombre alcanza su estadio biológico mediante una especie de extraña progresión evolutiva individual, siendo los Galu el escalón superior y los únicos que dan a luz seres humanos propiamente dichos. Todas las criaturas, a medida que evolucionan, se van trasladando hacia el norte de la isla–continente. También se entera Tom de una conspiración tramada por parte de humanoides menos evolucionados que, no dispuestos a esperar su momento, deciden atacar a los Galu y conquistarlos (el racismo de Burroughs, reflejo del que había en su época, asoma claramente en este planteamiento). Por supuesto, Tom se encargará de que el plan no llegue a buen fin.
El último libro de la trilogía concluye la historia cuando una expedición liderada por Bradley, uno de los ingleses del fuerte, regresa tras su misión a Fort Dinosaur. Acosados por uno de los humanos-murciélago, el capitán es secuestrado por este y llevado a su pueblo, los siniestros Wieroo, que viven en la Ciudad de las Calaveras, cuyas calles están pavimentadas con los cráneos de sus enemigos. Allí se encuentra –¡este también!– con una nativa prisionera (como la Ajor del libro anterior) llamada Co-Tan. Resulta que los Wieroo son todos varones y secuestran a mujeres Galu para aparearse con ellas y tratar de engendrar una hembra. Pero no tienen suerte. Como es previsible, Bradley rescata a Co-Tan y ambos, ya enamorados, escapan a la selva. Tras una peligrosa huida colmada de sorpresas y peripecias, alcanzan su objetivo.
Desde que Richard Owen acuñara el término en 1842, los dinosaurios han fascinado al mundo. Noes difícil entender por qué: fueron monstruos muy reales que rivalizaban con la fauna mitológica fuertemente enraizada en nuestro imaginario colectivo: dragones, serpientes marinas, hidras… bestias legendarias por su tamaño, ferocidad y magnificencia. Los dinosaurios eran, por tanto, criaturas perfectamente susceptibles de ser adoptadas por géneros de ficción como la fantasía, la aventura o la propia ciencia-ficción. La idea de que esas criaturas hubieran podido sobrevivir ocultas en algún aislado lugar de nuestro planeta fue pronto cultivada por un subgénero preexistente, el de los mundos perdidos, con representantes como Julio Verne, H. Rider Haggard, Abraham Merritt, Edward Bulwer Lytton… Desde el principio de su carrera de escritor, Burroughs se había apuntado a la moda con novelas como las incluidas en la saga de Pellucidar o La chica de las cavernas. En esta ocasión regresa al tema para plantear la misma historia de siempre si bien introduciendo un nuevo elemento, notablemente divergente del de otros relatos similares.
Efectivamente, en novelas como El mundo perdido (1912), criaturas de diferentes familias biológicas y periodos temporales separados entre sí millones de años conviven en un mismo entorno geográfico. Burroughs reconoce esta incongruencia e intenta explicar –por llamarlo de alguna manera– esa coexistencia de dinosaurios, mamíferos, homínidos y seres humanos en la isla continente de Caspak: aquí la evolución tiene lugar en el curso de una vida, no de millones de años, por lo que un ser individual puede, de hecho, cambiar de especie hacia otra más evolucionada en el curso de su breve existencia. Desde luego, no es que sea una explicación muy sólida y, en mi opinión, semejante intento de racionalización sólo contribuye a engordar el absurdo. Hay cosas que es mejor dejar sin explicar a favor de la aventura y el misterio. Además, el desconocimiento de Burroughs de la materia le hace incurrir en errores que incluso en aquella temprana época de la paleontología, ya eran graves: se inventó especies nuevas y otras las describió de una forma claramente incorrecta: su alosaurio es una especie de canguro gigante que salta entre los árboles; y el tiranosaurio está recubierto de placas óseas. Claro que si así lo deseamos, siempre podemos encontrar una explicación: al fin y al cabo, tras decenas de millones de años de evolución independiente, ¿quién puede decir si los dinosaurios no podrían haberse transformado en criaturas como las que nos presenta Burroughs?
Tampoco los personajes, meros calcos los unos de los otros, son en absoluto destacables. Sí, Bradley es un duro marinero inglés y Bowen un hombre de negocios americano, pero al final uno y otro son intercambiables, como también lo son las respectivas salvajes de las que se enamoran. El estilo literario está claramente hinchado y peca de excesivamente florido y cursi pero, al fin y al cabo, dado que le pagaban por palabra y realmente no tenía mucho que contar, no se podía esperar otra cosa.
La verdad es que no me atrevería realmente a recomendar esta trilogía a nadie sin espíritu juvenil y aficionado incondicional a la literatura pulp o las aventuras prehistóricas. Incluso en ese caso, diría que es mejor y más rápido ver alguna de las adaptaciones cinematográficas comentadas al principio. Para alguien interesado en el subgénero de mundos perdidos prehistóricos que no renuncie completamente a la calidad literaria, les animo a que inviertan su tiempo en El mundo perdido (1912), de Arthur Conan Doyle.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.