Sobre todo a partir de la pandemia y por razones de fuerza mayor, empezó a promoverse y, más aún, a hablarse, del trabajo en casa. Ciertamente, aislarse a los trabajadores sin mella de su rendimiento, alejaba el riesgo de contagio que era la obsesión higiénica del momento. Más allá de estas circunstancias, se pudo advertir que la tarea doméstica tenía otras ventajas.
La primera es la evitación del transporte. Trabajar en casa significa no tener que desplazarse hasta el lugar de trabajo. Ni las molestias de esperas y aglomeraciones, ni el tiempo del viaje, ni el gasto en coche pesan ya en la jornada laboral. Además, quien trabaja en el hogar puede estar vestido con total comodidad y regular la temperatura del lugar según preferencias personales. Los horarios no son rígidos y todo lo anterior más cuanto quiera matizarse mejoran las condiciones del rendimiento final.
Frente a estas ventajas caben los inconvenientes. Es verdad que a distancia no hay horarios pero, por eso mismo, se puede imponer al empleado una tarea que exceda a lo que sería una jornada formal. Si bien el jefe no está al alcance de la mano, no menos cierto es que está activo todo el día y que puede llamar al empleado a horas que no coincidan ya con las de una oficina normal.
¿Cuestión de control?
El control, aparentemente laxo, se torna inesperadamente cargoso. Lo mismo en cuanto a la situación del laborante. Está claro que un ordenador se puede llevar a cualquier lugar y desde éste, cumplir con la tarea.
Pero ¿qué jefe verá con alborozo que el trabajador se desempeña en una playa rodeado de bañistas? En casa se está bien pues nos rodean los objetos propios y tenemos un sentimiento respecto a lo nuestro que no se nos da en el despacho o el taller. Pero ¿no nos distrae tanta familiaridad de nuestro empeño principal? ¿No hay timbrazos, llamadas familiares, niños que van al colegio, niños que vienen del colegio y asistentas pasando el aspirador?
Ventajas e inconvenientes
La onda expansiva del trabajo en casa parece haber alcanzado una altura que exige detenerse. Así lo han entendido grandes grupos empresarios como el distribuidor Amazon y la banca Morgan, que han formulado reparos estadísticamente comprobados en cuanto a la productividad de la domesticidad laboral.
Tanto es así que han hecho reponer a sus personales en los edificios de las respectivas empresas. Los argumentos son de orden personal más que fríamente técnicos. El empleado está mejor en la compañía del jefe que lo controla pero también lo apoya, así como la cercanía y la comunidad de los compañeros socializan y hasta amenizan las horas productivas.
El trabajo a solas es más cómodo pero también más aislado y encerrado pues que carece de espacio exterior. Cerca de los otros no sólo visualizamos estar haciendo algo en común sino también pertenecer a una comunidad. Es lo que siempre se llamó la pertenencia a una clase social y que luego, en estas sociedades radicalmente individualistas, pareció merecer el archivo de las antiguallas.
Es curioso que en las reservas al trabajo en casa coincidan algunos dirigentes empresarios con otros tantos dirigentes de sindicatos obreros. Aquéllos se preocupan del control y la productividad; éstos, de la identidad social de los suyos. Y quien dice identidad social está diciendo también identidad individual puesto que somos cada quien entre todos los demás, que también son cada quien y, con las debidas diferencias, semejantes a cualquier de nosotros.
Imagen superior: Pixabay.
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