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Tiempo de rebeldía: «Al final de la escapada» (1960)

Ya ha pasado más de medio siglo desde que Jean-Luc Godard rodó Al final de la escapada (À bout de souffle / Sin aliento), todo un mito de la modernidad que no sólo revolucionó el mundo del cine: también ha influido en la música pop e incluso en la fotografía de moda.

Sostiene Godard que en el siglo XXI las campanas del cine redoblan a muerto. La televisión, internet y las grabaciones caseras justifican este pesimismo. Ante ese declive, las preguntas son acuciantes pero las respuestas se hacen esperar. Y ahora que la fiesta parece haber terminado, el cineasta repite ideas que ya insinuó al filmar Week-End en 1967. Por ejemplo, que el cine es un arte moribundo, y que está destinado a ocupar el mismo museo que a la pintura renacentista o a la novela del XIX.

Bien… Nada de esto impide que, allá por los sesenta, Godard celebrase una revolución creativa. «Trato de cambiar el mundo», llegó a decirle al crítico Gene Youngblood. Y en cierto sentido, lo hizo.

En realidad, la nouvelle vague es una rebelión un tanto improvisada, que empieza por simple amistad. Acostumbrado a pasarse muchas horas en la filmoteca, Godard dedica el año 1958 a dos actividades: escribir en Cahiers du Cinéma y rodar cortometrajes. En Charlotte et son Jules dirige a Jean-Paul Belmondo, y casi por las mismas fechas, filma Une histoire d’eau, en cuyo montaje incluye tomas descartadas por François Truffaut.

Una cosa lleva a la otra: cuando Truffaut triunfa con Los cuatrocientos golpes, facilita a su amigo Godard el argumento de un nuevo guión. De forma providencial, el productor Georges de Beauregard le brinda respaldo financiero.

No es un tiro a ciegas. Beauregard confía en que el proyecto en cuestión, Al final de la escapada, funcione razonablemente entre los amantes de la modernidad. Se lo garantizan la presencia de Truffaut en el guión y la ayuda de Claude Chabrol, quien inicialmente acepta intervenir como asistente del director.

Todo el rodaje transcurre entre el 17 de agosto y el 15 de septiembre de 1959, en París y algunas localizaciones de la Costa Azul.

El clima (aparente) de espontaneidad es el propio de un equipo que parece estar realizando un documental. Godard sitúa la cámara en mitad de la calle y añade líneas al guión sentado en la mesa de un bistró. Los protagonistas, Belmondo y Jean Seberg, aceptan el delirante método de trabajo y se dejan seducir por el entorno.

Lo que parte del equipo ignora es que Godard ha planificado meticulosamente esa ligereza. No en vano, cuenta entre sus colaboradores con Raoul Coutard, uno de los grandes del reporterismo de guerra –cubrió la guerra de Indochina–, fotógrafo de Paris-Match y excepcionar director de fotografía.

«¿Un rodaje improvisado? –escribe Juan Pedro Quiñonero– Todo lo contrario: el rodaje ‘tiránico’ de un joven director que trabajaba en la soledad más absoluta, capaz de imponer su ritmo personal, saliendo al paso de la tradición inmediata del rodaje en estudio, sometido al imperio del productor».

Cuando llega la fecha de estreno, 16 de marzo de 1960, el público se enamora de la película. No hay de qué asombrarse. El tiempo se ha encargado de justificar este romance entre el delincuente Michel Poiccard y Patricia, la estudiante americana que acaba denunciándole. Buena parte de su equipaje son gestos y palabras que se pierden en los Campos Elíseos y en una habitación del Hôtel de Suède.

Encarnado por Belmondo, Michel es el paradigma del rebelde amoral. La réplica de Seberg tiene el mismo encanto: Patricia nos mantiene en un estado de sensibilidad extrema con sus sueños de convertirse en periodista y sus dudas ante los planes de Michel.

El detalle interesante es que, por instinto, Godard fija los ingredientes de una fórmula magistral. La cámara ni espía ni sorprende a los personajes: simplemente los sigue, desnudando una autenticidad realzada con ese montaje mercurial, basado en cortes rápidos e impredecibles, casi a ritmo de jazz.

Con los ojos y el corazón saturados de referencias que van desde Cocteau a Rossellini, el realizador convierte a Poiccard en un camaleón que adopta las poses de Bogart ‒vean cómo se acaricia los labios con el pulgar–. En el fondo, Godard quiere hacer cine negro, y por eso intercala citas de todos sus modelos: The Enforcer (1951), Más dura será la caída (1956), Gun Crazy (1949)…

Sin embargo, cuatro años después, reconocerá que, pese a sus afanes realistas, Al final de la escapada está más cerca de Alicia en el País de las Maravillas que del thriller policiaco. ¿No es mejor, entonces, mirar su película como el principio de algo nuevo?

Son muy numerosos los cineastas que han utilizado Al final de la escapada para crecer y reinventarse –desde Robert Altman hasta Quentin Tarantino–, y no son menos los músicos que se han servido de ella para escribir canciones: The Divine Comedy, Texas, Alex Beaupain…

Sería oportuno preguntarse por qué, pese a tales homenajes, Godard recuerda aquel arrebato de 1960 con tanta melancolía. «El término auteur –dice, con cierto cansancio– ya no significa nada. En la actualidad, muy pocas películas las hacen sus autores. Hay talentos, hay gente con originalidad, pero el sistema que creamos ya no existe. Se ha convertido en una enorme ciénaga».

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión ampliada de un artículo que escribí en el diario ABC. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.