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Tardes de invierno

Me he puesto a escuchar la radio después del almuerzo. Transmitían uno de los Cuartetos prusianos de Haydn en una ejemplar versión de cuyos detalles no puedo dar cuenta. Es una obra escrita a mediados del siglo XVIII por encargo del rey de Prusia quien, sin duda, habría pagado discretamente el cometido. La obra de habrá ejecutado en algún salón palaciego ante un puñado de cortesanos que, supongo, serían atentos y cultos. Incontables obras de música de sucesivas centurias se hicieron por mano de estos maestros de capillas en las cortes de Europa. Una vez más me admira el decoro con que Haydn redactó sus páginas, la eficacia de su talento, el magisterio de su saber, la maestría de aquella época estética razonable e ilustrada. Imagino que la partitura habrá dormido en un archivo y quizá se la haya rescatado cerca de nuestras fechas. Un erudito la pasó en limpio y una casa grabadora encargó su registro a un conjunto de excelente calidad. Hoy la podemos gozar millones de aficionados a estas cosas.

Algo me mueve a una especial admiración y es la decencia que transmite Haydn. Él sabía que su música sería conocida por unos pocos oyentes y que quizá luego apenas la repasarían unos profesores de violín y demás instrumentos de cuerda. Sin embargo su tarea no tiene nada de hecho al pasar. Que yo la goce dos siglos largos más tarde es la prueba rotunda. La percibo como un mensaje a la humanidad, por enfático que esto suene. Haydn la pasó muy bien al hacerlo y cumplió con una exigencia extrema, con un deber de excelencia para su control consciente, íntimo y si se quiere, secreto. Poco le importó la deriva que le esperaba. Fuese la que fuere, valía la pena y hasta un poco de dinero. Con este y otros ejemplos de tal trabajo hemos conseguido acumular un patrimonio cultural que perdura más allá de que los reyés, las cortes, las capillas regias y los compositores a sueldo hayan desaparecido. Al lector dejo descifrar el enigma de esta y cualquier otra obra de arte, que salta en el tiempo y vuelve con magna insistencia en todo instante.

Añado otra observación, esta de nuestros días. Para escuchar el mencionado cuarteto, si es que se lo ejecutó en tal o cual ocasión, había que ir a la ciudad donde ocurría el evento, pagar un billete y tener tiempo ocioso que dedicar a la escucha. Hoy todo esto ocurre en cualquier casa del mundo. Digo más: ocurre desde hace unos setenta años, apenas setenta años, desde que existen el longplay y el CD, la radio y el audífono portátil. Al decirlo, me ufano de poseer este privilegio, como si Haydn hubiera escrito esta música para mí. Y, una vez más, doy la razón a este maestro de la Razón. Sí, querido Don Franz Joseph: usted sabía que estaba haciendo música para la humanidad.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")