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«La casa» (2015), de Paco Roca

Hasta no hace demasiado tiempo, el cómic era asociado por mucha gente con historias extraordinarias protagonizadas por personajes igualmente extraordinarios: superhombres justicieros, batallas espaciales, gestas heroicas del pasado, aventuras trepidantes, intrigas policiacas… Sin embargo y aunque no lo parezca a primera vista, lo verdaderamente difícil, el auténtico desafío, es contar historias cotidianas, corrientes, aparentemente insignificantes, protagonizadas por personas normales… y que el lector quede atrapado por ellas. Paco Roca es un especialista en ello y La casa, es un extraordinario ejemplo de su maestría.

Antonio, un anciano viudo, ha muerto y sus tres hijos deciden arreglar algo la casa que tenía la familia en el pueblo para luego venderla. Así, Vicente, José y Carla se reúnen un fin de semana en la casa para ordenarla y hacer algunas reparaciones. Ésta había sido el lugar predilecto de su padre y allí había pasado la familia muchos fines de semana y vacaciones, por lo que es inevitable que los recuerdos de días mejores regresen a la mente y el corazón de todos ellos. Aunque nadie contaba con eso, es el momento de ajustar cuentas con el pasado, de sanar viejas heridas y reconciliarse los unos con los otros y con la figura ya ausente de su padre.

Esta es la premisa. Muy sencilla. Tanto, de hecho, que parece que nada sustancioso pueda extraerse de ella. La muerte de un padre y la reunión de hermanos para arreglar los asuntos. Es algo que ocurre todos los días, una experiencia que tiene que atravesar cualquier persona que viva el tiempo suficiente. ¿Qué hay de extraordinario en ello?

Alguien dijo muy sabiamente que la vida es eso que nos pasa por delante mientras miramos hacia otro lado. Efectivamente, la existencia moderna imprime tanta velocidad a nuestras vidas que apenas nos deja tiempo para mirar a nuestro alrededor y a nosotros mismos o meditar sobre lo que es importante y lo que no, contemplar con perspectiva nuestro pasado y reflexionar sobre el futuro. Y a veces, es la ficción la que nos brinda tal oportunidad al presentarnos unos personajes y unas situaciones con las que podemos fácilmente identificarnos. El autor pone en los pensamientos y diálogos de aquéllos lo que nosotros mismos podríamos pensar y decir en ocasiones similares. Obtenemos, por tanto, una mirada ajena sobre nuestra propia vida o, al menos, un capítulo concreto de ella.

Es el caso de la muerte de un padre y la inevitable reunión familiar que el acontecimiento implica, una experiencia traumática que, como decía, hay que atravesar antes o después, incluido el propio autor, Paco Roca, que a través de este cómic exorcizó sus propios demonios al tiempo que se reconciliaba con su padre recientemente fallecido.

Los tres hermanos van llegando a la casa en días diferentes con sus respectivos cónyuges e hijos. Todos ellos tienen recuerdos de su infancia y adolescencia en aquel lugar y a través de sus evocaciones obtenemos una imagen clara no sólo de sus respectivas personalidades sino de la dinámica familiar del pasado, el carácter del padre y su relación con cada uno de sus hijos; imagen, por cierto, que varía de hermano a hermano puesto que la brecha de edad que los separa hace que cada uno conociera a su padre y a la casa en un momento distinto de la vida de ambos.

Vicente es el mayor de los hermanos y, aunque no sepa reconocerlo, el más parecido a su padre: pragmático, habilidoso, algo gruñón y resentido, quizá por envidia, con su hermano menor José. Éste es el artista de la familia, un escritor que se marchó pronto de casa para estudiar dejando a Vicente y Carla la carga de atender a su cada vez más achacoso padre. Carla es la pequeña, quizá la más equilibrada de los tres y la más cercana a Antonio. La historia deja claro, aunque de forma sutil, cómo los tres han ido distanciándose de su padre –quizá con la excepción de Carla– y entre sí. Ninguno de ellos siente demasiado apego por el pasado y se han puesto de acuerdo en vender la casa. Pero al regresar allí, reunirse con sus hermanos, recuperar episodios de su infancia, su actitud va cambiando. No resulta fácil limar asperezas –de hecho, Vicente guarda un secreto que le atormenta y que, una vez confesado, empeora la relación con Carla– pero  todos se dan cuenta de que, en el fondo, no desean vender la casa, que hacerlo sería como desprenderse de una parte de su pasado, un pasado con el que están aprendiendo a reconciliarse.

Al intercambiar recuerdos con sus hermanos; escuchar los testimonios de Manolo, el vecino de su padre; ver a sus propios hijos desenvolverse alegremente en ese entorno rural; descubrir ciertos objetos personales y recibir la opinión de sus respectivos cónyuges –que, al estar emocionalmente menos involucrados con esa rama de la familia pueden ver las cosas con mayor claridad y empatía–, Vicente, José y Carla empiezan a formarse una imagen de su padre distinta a la que tenían. Igual pasa con sus hijos, que replican la actitud de ellos mismos cuando eran pequeños. Mientras que los hermanos acabaron distanciándose de la casa como consecuencia inevitable del alejamiento del núcleo familiar, ellos no cargan todavía con ningún lastre emocionales y obtienen disfrute y maravilla de las pequeñas cosas, como arreglar un muro o recoger el fruto de las ramas de un árbol. Es también a través de ellos que los tres hermanos recuperan las emociones positivas de sus años chicos y se dan cuenta de que, después de todo y con el paso de los años, no se diferencian tanto de su padre.

Antonio había sido un hombre como tantos otros de su época, con un oficio humilde del que gustaba presumir y exagerar, siempre con esperanzas de mejorar, de imitar en lo que estuviera a su alcance el estilo de vida de los jefes a los que servía de chófer. Así, cuando tuvo ahorros, los invirtió junto a toda su ilusión en un terreno; edificó la casa con sus propias manos –y las de su esposa e hijos–. Aquel pequeño refugio con huerto en el que siempre había algo que hacer era su refugio, su santuario, lo máximo a lo que podía aspirar en unos años en los que la clase media luchaba por medrar. Pero, como suele suceder, sus ilusiones no eran compartidas por su esposa –abnegada ama de casa, siempre pendiente de su marido, pero a la que la vida de pueblo no entusiasmaba– ni por sus hijos al hacerse mayores.

Poco a poco, con el pasar de los años –y Roca lo ilustra en una sola plancha de manera absolutamente brillante– Antonio y su mujer se quedaron solos… hasta que ella murió. Con su esposa ausente, sin la compañía de sus hijos, la casa era todo lo que tenía: sembrar sus hortalizas en el pequeño huerto, cuidar de sus arbolitos, hacer esta o aquella reparación o alguna chapuza en el garaje…Cuando la salud le falla y ese pequeño reducto de independencia le es arrebatado, ya no encuentra motivos para continuar viviendo y se deja morir.

El final es tan agridulce como el resto (Atención: Spoiler). Parece que los hermanos han recuperado cierta armonía y que les gustaría conservar la casa, pero al mismo tiempo hay fuerzas que operan en contra: económicas, familiares, laborales… En último término, aquello que fue la posesión material más querida de Antonio es puesta a la venta. Pero como sucede en la vida, alguien con quien quizá el lector ya no contaba será quien se encargue de rescatar y conservar un fragmento de ese legado tan cariñosamente conservado durante décadas… (Fin del spoiler).

La estructura narrativa de cuatro actos que adopta Roca en este cómic es perfecta. Pese a no respetar estrictamente la cronología de hechos familiares y ofrecer una multiplicidad de recuerdos, puntos de vista y experiencias que abarcan hasta tres generaciones (padres, hijos, nietos), la lectura resulta perfectamente clara aun cuando no se esté habituado al lenguaje de las viñetas.

Los diálogos, la forma de desenvolverse de los personajes, el ambiente cotidiano… son  absolutamente realistas. El lector se zambulle de lleno en sus vidas gracias a toques tan concisos como certeros que pintan una imagen nítida de todos los miembros de la familia. Los tres hermanos y el padre cobran vida en las viñetas gracias a la pericia magistral con la que Roca alterna las conversaciones con los silencios, las subjetivas ensoñaciones del pasado con la realidad del presente y los montajes y composiciones que rompen continuamente la monotonía narrativa. A destacar asimismo cómo Roca hace de la casa un personaje más. Los edificios que habitamos tienen personalidad, los vestimos y les damos voz con nuestra forma de decorarlos y los recuerdos que acumulamos en sus estancias, muebles y paredes. No es nada fácil confinar toda la acción que vemos en un espacio reducido como es el de esa pequeña casa del pueblo y que en ningún momento se tenga sensación de claustrofobia o aburrimiento.

El dibujo de Paco Roca es asimismo sobresaliente, desde la primera página hasta la última. Su línea es sencilla y ligera, casi esquemática, pero todos los elementos necesarios en cada viñeta quedan perfectamente identificados con tan solo unos pocos trazos. Ya hablé del talento con el que va cambiando la composición de página de formas muy originales para conseguir el efecto buscado: descriptivo, de paso del tiempo, abandono y melancolía, contraposición de situaciones similares alejadas temporalmente… Y ese ejercicio de virtuosismo narrativo lo lleva a cabo sin recurrir a efectismos exhibicionistas sino con coherencia y ajustándose rigurosamente al tono sencillo e intimista de la historia que narra.

Ahí tenemos por ejemplo esa magnífica plancha en la que de un contenedor de basura lleno de cosas que los hijos ya no consideran de valor el autor extrae un emotivo recorrido por momentos familiares en su día tan queridos. La utilización de una paleta de colores suaves contribuye a crear esa atmósfera de nostalgia, colores que además cumplen una función narrativa puesto que están elegidos para denotar el momento del día, el paso o el presente, el interior o exterior de la casa o el estado emocional de los personajes.

La casa es un cómic melancólico, entrañable y profundamente humano que pese a su cercanía y aparente sencillez aborda temas de gran calado sobre los que el hombre ha reflexionado desde que goza de inteligencia: la reconciliación con el pasado, el dilema entre lo emocional y lo práctico, el reencuentro con las raíces, el descubrimiento de nuestra propia identidad a través de la recuperación de los recuerdos y la aceptación de los mismos, la necesidad de comprender al prójimo en aras de la propia serenidad espiritual… Temas sobre los que Roca anima a reflexionar pero también y sobre todo, a sentir.

Es este un cómic con todas las virtudes y ningún defecto que ofrece una lectura ágil y al tiempo sutil, íntima y profunda. Cualquier lector adulto con un mínimo de sensibilidad podrá no sólo sentirse identificado con algún personaje o situación de los que aparecen en sus páginas sino emocionarse con ellos. Haciendo un sentido homenaje a su propio padre, Paco Roca lo ha rendido también a los de todos los lectores en una historia sencilla pero muy elaborada. Quizá la mejor descripción de su obra es la que da el propio autor, un tributo “al 99% de la población que jamás sería el protagonista de una historia, que como él (su padre) no tuvo traumas posbélicos de la guerra civil ni una infancia distinta de la del resto, ni hizo nada más heroico que tener una familia. Es un homenaje a la generación de la austeridad, de la creación de la modesta clase media”.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus entradas aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".