«Los vampiros pertenecían a otra época, como los idilios de Summers o los melodramas de Stoker. Eran apenas unas líneas en la Enciclopedia Británica o quizás material para escritores o películas de mediana calidad. Una débil leyenda que se había transmitido de siglo en siglo. Bueno, pues ahora era cierto».
Las agotadoras modas vampíricas discurren en ciclos. Llevamos ya demasiados años padeciendo la última de ellas, espoleada por la trilogía de Crepúsculo. A su sombra han surgido tantas novelas de vampiros adolescentes enamorados que casi han pasado a adquirir el rango de género independiente. Afortunadamente, a aquellos de nosotros que nos gustan los bebedores de sangre pero que ya no somos adolescentes y que nos negamos a digerir toneladas de azúcar sentimental y suspirar ante el cruce de lánguidas miradas entre mortal e inmortal, aún nos quedan un buen puñado de obras cuya perspectiva es cualquier cosa menos parecida a los libros de Stephenie Meyer. Soy leyenda está entre las mejores.
El escritor norteamericano Richard Matheson (1926-2013) siempre se sintió cómodo moviéndose entre géneros, saltando con facilidad de la ciencia ficción de sus primeras historias a entornos más relacionados con el fantástico. Él mismo se consideró siempre y en primer lugar como un escritor de historias de terror. No le faltaba razón porque la constante más sobresaliente en todo su trabajo es el sentimiento de terror y paranoia que permea buena parte de aquél y que fue lo que distinguió sus relatos iniciales publicados en revistas pulp de los de sus colegas de profesión. A menudo, los elementos terroríficos eran tan gráficos para los estándares de la época que ensombrecían su carácter de ciencia-ficción. A pesar de ello ‒o precisamente por ello‒, su primera novela, Soy leyenda, no sólo es uno de los puntos álgidos de su bibliografía, sino un clásico del género por derecho propio.
El libro comienza en 1976, en Los Ángeles. Desde hace tres años, Robert Neville es el último hombre vivo sobre la Tierra. Una guerra nuclear no sólo provocó alteraciones climáticas que levantaban frecuentes tormentas de polvo, sino la proliferación y mutación de una bacteria que convierte a los hombres en vampiros, literalmente. Su mujer e hija cayeron víctimas de la enfermedad y el propio Neville hubo de «encargarse» de ellas mientras él mismo permanecía inmune gracias a una antigua mordedura de murciélago. Atrincherado en su casa desde el ocaso hasta el amanecer, por el día se dedica a buscar y eliminar a los vampiros durmientes. Éstos, por su parte, asedian la casa de Neville noche tras noche tratando de eliminar al único enemigo que les queda. Durante tres años, asistimos a la lucha de Neville por sobrevivir no sólo a los vampiros, sino a la desintegración de su cordura mental.
El libro es notable por muchas razones. En primer lugar, por su aproximación «científica» al vampirismo. En cierta forma, Soy leyenda retoma el tópico del náufrago que debe luchar por sobrevivir en un entorno hostil tal y como el propio autor reconoce: «Ya no serás un solitario Robinsón Crusoe en una isla desierta, rodeado por un océano de muerte». La isla es aquí sustituida por la fortificada casa del protagonista y el océano es el ejército de vampiros que aguardan su muerte. Mientras que Crusoe tiene que aplicar su talento e inteligencia en tareas puramente físicas, Neville no se limita tan solo a sobrevivir (construyendo armas, dotando a su casa de un generador eléctrico o buscando alimentos y herramientas) sino que se embarca en la búsqueda frenética de una cura: aprendiendo las bases del método científico sobre la marcha, estudia medicina, se hace con instrumental, observa, investiga y experimenta para tratar de descifrar la causa de la enfermedad y la explicación a fenómenos hasta entonces considerados sobrenaturales.
Y aunque no consigue dar con una cura, sí elabora una sólida teoría sobre la epidemia, despojando de misticismo, halo romántico y carácter quimérico a esos seres nocturnos: «sin vampiros de ojos inyectados en sangre, inclinados sobre hermosas heroínas dormidas. Todo sin murciélagos que revolotean detrás de los cristales. El vampiro era un ser real. Pero nadie había averiguado su verdadera historia». Así, el vampirismo, como hemos dicho, se explica por los efectos que sobre el organismo causa una bacteria mutada por la guerra nuclear y transmitida por los secos vientos que se levantan a consecuencia de aquélla; la aversión al ajo proviene de un mero mecanismo químico y el rechazo a los símbolos religiosos, de la ceguera histérica enraizada en antiguas creencias populares. Ahora entendemos a los vampiros, pero eso no los hace menos temibles. Todo lo contrario. De repente pasan a ser algo sangrientamente posible.
La historia está desarrollada con una notable economía de medios, casi minimalista, y un estilo ágil y rápido que obliga al lector a pasar página tras página sin detenerse hasta el final. No hay descripciones floridas, diálogos prolongados ni repeticiones, todo en favor de centrar la atención en la acción. Un ejemplo de su vigor narrativo y su habilidad para estimular la adrenalina es la escena en la que Neville, que todos los días debe refugiarse en su casa antes de que anochezca, se encuentra todavía a gran distancia de su refugio cuando:»Miró el reloj. Sólo eran las tres. Tenía tiempo…¡las tres! Sacudió el reloj y se lo acercó al oído con el corazón en un puño. El reloj se había parado». Y ahí termina el capítulo. Realmente no hace falta más para estremecer al lector.
Pero el terror que inspira la novela no solo proviene del exterior, de ese mundo donde los humanos han sido sustituidos por vampiros y en el que las ciudades desiertas sirven de marco a los vagabundeos del protagonista. No, el enemigo se esconde también en la propia mente de Neville. Noche tras noche, encerrado en su casa mientras escucha los gritos y alaridos de los vampiros, se sumerge en crisis alcohólicas acosado por los fantasmas de su pasado, las proposiciones de impúdicas vampiras, la tentación del suicidio y la atormentada culpa del superviviente. Matheson demuestra su destreza en el terror psicológico cuando sugiere que hay esperanza para, al cabo de unas páginas, destruirla por completo.
Así, otro de los grandes aciertos de Soy leyenda es el de vincular al lector no tanto al primitivo y compartido terror nocturno a un depredador ‒los vampiros‒ como al horror psicológico producto del aislamiento de Neville. Nos identificamos emocionalmente con él cuando parece hallar en la investigación de la enfermedad una meta que le rescate de su espiral autodestructiva; o cuando encuentra un perro sin infectar que podría convertirse en su tabla de salvación a la soledad; o tras la aparición de Ruth, otro ser humano con quien brevemente alienta la esperanza de un nuevo comienzo. Pero su ilusión siempre acaba rota en mil pedazos y cada vez el golpe es más devastador que el anterior. Para miembros de una especie fundamentalmente gregaria como la humana, en la que dependemos del grupo no sólo para sobrevivir y reproducirnos sino para nuestra estabilidad y desarrollo emocional y psicológico, la pérdida del contacto con otros seres afines a nosotros constituye una horrible pesadilla con la que empatizamos plenamente.
Aún peor, Matheson nos cuenta cómo la vida al margen de cualquier tipo de sociedad humana extrae lo peor de Neville. Paulatinamente, privado del contacto con otros congéneres, va perdiendo el control mental, ya no es capaz de hablar bien, sus habilidades sociales se han desintegrado y se ha convertido en un depredador que en poco se diferencia ya de los propios vampiros que persigue. Sin embargo, no sabemos si su degeneración es completamente achacable a la soledad ¿Es su aislamiento lo que lo ha convertido en un psicótico misógino? ¿O ha sido la forzosa represión del deseo sexual? ¿O, por el contrario, siempre ha sido así y sólo ahora emergen sus patologías mentales? «Miró hacia la biblioteca. Aquella sabiduría no calmaría nunca su fuego; siglos y siglos de palabras no podían satisfacer aquel deseo imperativo e irracional. Se sintió enfermo, humillado. Se le habían terminado todas las posibilidades. Lo habían obligado al celibato, y debía asumirlo».
Cuando empieza a investigar una cura, necesita comprobar sus teorías y es entonces cuando se manifiesta su misoginia: «Sacó a la mujer de la cama, sin reparar en que siempre experimentaba con mujeres. No le preocupaba admitir que la observación fuese válida. Era el primer vampiro con que había tropezado, nada más. Es cierto que había un hombre en el vestíbulo, pero no iba a violar a la mujer. Aunque a veces se sorprendía a sí mismo. La conciencia de otro tiempo se había transformado en una molesta compañía». Cuando encuentra a Ruth, todavía no sabe si está infectada; parece humana pero no se fía: «No quería confianzas. Si la mujer estaba infectada y no podía curarla, se desharía de ella como de un extraño».
La violencia de Neville, no sólo impersonal y fría sino incluso virtuosa a sus ojos, es un tópico del género de zombies y suficientemente perturbadora sin que tengamos que situarla en un contexto racial. Porque, efectivamente, algunos comentaristas han apuntado a que, puesto que el miedo a la epidemia a menudo denota una fobia social subconsciente, la novela es un reflejo más o menos intencionado de las tensiones raciales que se vivían en Norteamérica en la década de los cincuenta y que terminarían por estallar diez años después. En este contexto, los vampiros representarían a los americanos de raza negra y toda la historia serviría como una especie de oscura profecía de destrucción si el movimiento en favor de los derechos civiles triunfaba.
Neville, sumido en los vapores del alcohol, reflexiona sobre su tesis: «los vampiros son víctimas de un prejuicio. La explicación de dicho prejuicio es ésta: Se los desprecia porque se los teme». Por un lado se alude frecuentemente a la apariencia «pálida» de los vampiros pero por otro se hacen continuas referencias a su naturaleza oscura (supuestamente moral, pero también como una extensión física). Además, Neville acaba descubriendo que hay dos clases de vampiros: por un lado, los que mueren y resucitan como seres mayormente irracionales y sedientos de sangre; por otro, aquellos infectados que han logrado controlar la enfermedad y mantienen su cordura. Estos últimos se dedican a exterminar a los primeros, librándose de lo que consideran una «carga» para la nueva sociedad que están edificando. De la misma manera, los miembros más radicales de la raza que ha sufrido hasta ese momento humillaciones y exclusión (la negra) eliminará de entre sus filas a «colaboracionistas» y conformistas antes de erigirse como etnia dominante. Esta idea puede ejemplificarse en el siguiente diálogo entre Neville y una vampira que justifica los actos de sus compañeros:
«–Todas las sociedades nuevas son primitivas -replicó la joven-. Tú ya lo sabes. Son… como grupos terroristas que transforman la sociedad a base de violencia. Es inevitable. Tú mismo utilizaste la violencia, Robert. Mataste. Muchas veces.
–Sólo para… sobrevivir.
–Nosotros tenemos las mismas razones. Para sobrevivir. No podemos permitir que los muertos persigan a los vivos. Deben ser destruidos. Así como quien mata a los muertos y a los vivos».
Así, la hegemonía blanca ha llegado a su fin y Neville está solo: «Semejante a los vampiros, era un anatema y un terror oscuro que debían eliminar y destruir». Su deseo de retirarse del mundo (refugiado en su casa) y su terror a la pérdida de identidad (quedar infectado y convertirse en un vampiro) e individualidad (pasar a integrarse en una informe masa de seres vociferantes) sería una llamada de auxilio a la conservación de la pureza racial.
Por supuesto, la consecución de la trascendencia racial por parte de un grupo y el consiguiente genocidio del resto no es más que una posible interpretación del mensaje de la obra que, aunque no implausible, el autor nunca confirmó.
Sea como fuere, el tratamiento de Matheson del tema del «Nosotros» contra «Ellos» resulta mucho más interesante de lo que cualquier resumen rápido del argumento pueda sugerir y su trasfondo filosófico va más allá de una aproximación racial de tipo coyuntural. Porque cuando finalmente Neville es vencido y capturado por los vampiros se da cuenta de una horrible verdad: los conceptos de normalidad y anormalidad han cambiado: «Yo soy el anormal. La normalidad es un concepto mayoritario. Norma de muchos, no de uno solo». Ahora el vampirismo, mayoritario, es lo normal. Él es el monstruo ahora, una criatura que les acecha mientras duermen indefensos para clavarles estacas y exponerlos al sol; él es ahora el peligro para la sociedad. En los últimos momentos de su vida se da cuenta de que para las futuras generaciones del nuevo mundo vampírico él será recordado como una terrorífica figura de talla legendaria, jugando el papel que Drácula había desempeñado para la civilización humana. De ahí el título de la novela, Soy leyenda. Al final, Robert Neville, enfrentado a la locura y la violencia, reafirma su humanidad y se redime aferrándose a ella.
Las preguntas que suscita la historia cuestionan la manera en que nos vemos a nosotros mismos como parte de una colectividad. ¿En qué consiste la normalidad? ¿No depende la noción del bien y del mal de lo que dice la mayoría? ¿Quién es el verdadero monstruo si cada cual actúa de acuerdo a su propia escala de valores? ¿Está justificada la brutalidad como forma de preservar la propia sociedad, ya provenga aquélla de una minoría o una mayoría?
El poder sugestivo del relato y el que no parezca del todo inverosímil lo ha convertido en un favorito a la hora de recibir adaptaciones cinematográficas, contándose tres hasta la fecha si bien en todas ellas se tendía a dotar al protagonista de un aura heroica de la que carecía en el libro: The Last Man on Earth (1964, con Vincent Price), El último hombre vivo (1971, protagonizado por Charlton Heston) y Soy leyenda (2007, con Will Smith). Y eso por no hablar su influencia sobre otros films como 28 días después o La noche de los muertos vivientes.
Historia híbrida de dos géneros, ciencia ficción y terror, que combina la biocatástrofe de La Tierra permanece (George Stewart, 1950) con las ficciones de holocaustos nucleares que abundaron durante la Guerra Fría, Soy leyenda reúne todos los elementos necesarios para calificarlo como clásico: es una narración apasionante, contundente y directa, inquietante pero también conmovedora, hija de su tiempo y a la vez universal, con una memorable y emotiva construcción del personaje principal y la capacidad de suscitar de forma natural interesantes cuestiones de ámbito filosófico. Tengo serias dudas acerca de la capacidad de supervivencia de los libros de la saga de Crepúsculo en el futuro. Soy leyenda ya no necesita demostrarlo. Ha cumplido más de medio siglo pero, como los vampiros, la novela sigue tan fresca y apasionante como el primer día.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.