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«Someone Is Bleeding» (1953), de Richard Matheson

Bradbury escribe más bonito y Asimov es más vacilón, pero yo conecto muchísimo más con Richard Matheson. A los 13 me enseñó que todos estamos solos (El hombre menguante), a los quince me enseñó que los monstruos somos nosotros (Soy leyenda), y sus ficciones me siguen transmitiendo sensaciones memorables y reflexiones apasionantes: me siguen enseñando, por más cojas que algunas de esas ficciones sean o parezcan.

Y además, Matheson siempre tiene presente el sexo en sus obras. Para mí, que no soporto Star Wars porque me parece diversión para evangelistas (ocio poblado por personajes «dibujados» sin genitales), leer a Matheson supone una fuente de goce perpetuo: siempre, siempre, siento que escribe de personas REALES. Por más que hable de vampiros, de señores que menguan diariamente o de asesinas en serie, todo el equipaje humano está ahí…, incluso aunque deba recurrir por momentos a eufemismos a granel, propios de la época y de un país fundamentalmente puritano.

Y bueno, posee también una cualidad que el tiempo está poniendo de relieve: desde siempre se preocupó de sus personajes femeninos. Y las más de las ocasiones se posiciona de su lado: hasta en Woman (2005), novela donde con 79 años proponía una parábola por la que la insatisfacción y furia de las mujeres con respecto al hombre fallido, al varón machista en su rol de opresor inevitable, eclosionaban en un estallido de venganza paranormal sobre toda la población masculina. A lo Carrie, pero en plan colectivista. ¡Y el narrador prácticamente se mostraba partidario de llevar a cabo ese exterminio de modo efectivo!

Me gusta eso en Matheson: siempre está del lado del vulnerable de partida. Lo puede demostrar de forma algo torpe o atropellada según vaya más o menos apretado de encargos audiovisuales, pero en su plasmación de la guerra de sexos jamás lo veréis pecando de aliado impostado u oportunista.

¡De hecho ya demostraba esa sensibilidad desde esta primera novela, publicada en 1953!

Me hace gracia que esté inscrita dentro de cierto marco noir, aunque se trate sin duda de un melodrama que evoco fácilmente con blancos y negros delmerdavesianos: un melodrama tétrico, pues sigue las desventuras de un tipo enamorado de una mujer que encasillaríamos con el cliché de fatal si no fuera directamente una psicópata.

Sin embargo, como ocurre siempre en Matheson, el narrador termina comprendiendo al monstruo, porque el monstruo suele ser, en primera instancia, una víctima. Y víctima es, ante todo, Peggy.

Como autor, Matheson nos indica su alineación moral desde el propio título: Someone is bleeding («Alguien que sangra») podría referirse de entrada a alguno de los tipos presuntamente ‒mantengamos las formas propuestas de revelación paulatina‒ apuñalados por Peggy: pero sin duda se refiere principalmente a ella. A la herida abierta que los hombres le infligieron, desde el padre que intentó abusar de su hija adolescente hasta los rufianes que la maltrataron en su edad adulta.

Sí, el envoltorio es de novela negra USA, con todos sus estereotipos de los años 50. Pero la atención al trauma está ahí. El escritor veinteañero que era Matheson ya se fijaba en la herida, en la afrenta, en la desigualdad, cuando otros sólo se fijaban en el mito de la vagina dentada como procurador de sustos sistemáticos (y recordemos que siete años después, Hitchcock aún se veía obligado a endosar un psiquiatra al final de Psicosis para que la peña se enterara de qué mierda pasaba por la cabeza de aquel chaval perturbadillo: ¿lo cuálo el locuelo?).

Sin embargo, el protagonista de Someone is bleeding jamás terminará apuntando con un revólver a la amenaza viviente que acoge a su lado, por más que el subgénero sí tendía a pedir una resolución expeditiva de violencia misógina y sensacionalista.

Su sensibilidad para los roles femeninos me remite sin remisión a Charles Williams, quien en The Concrete Flamingo (de 1960, otra de esas novelas magistrales que nadie tiene el coraje de publicar en España) reescribía la descomunal Labios ardientes, pero esta vez desde la perspectiva de la mujer involucrada en el delito, también incomprendida por su enamorado: otro narrador torturado, otro amante impotente para ayudarla a salir de su irremediable fatalismo.

Vale, Matheson todavía narra a veces con un impulso precipitado, como si tomara carrerilla y luego se parara de golpe, indeciso si traspasar o no los límites del envase pulp autoimpuesto.

Pero aunque a veces se le cale el Ford o a su táper noir se le vea el difuminado de los mil usos, el cabrón sabe adónde va, sabe adónde nos dirige.

Y el final es, sencillamente, magnífico. Otro de esos párrafos breves y terminantes, casi tan apoteósico como el de su obra más inmortal, que te cortan la respiración.

Y que te hace sentir que todos creamos al monstruo y todos tenemos algo de él.

Para mí, lograr eso es lo que hace de Richard Matheson un grande.

Y por eso, si el Nobel lo concediera una especie extraterrestre ‒como debiera ser‒, las novelas de Matheson ganarían de calle.

Imagen superior: «Los senos de hielo» («Les seins de glace», 1974), de Georges Lautner, una coproducción francoitaliana, protagonizada por Alain Delon, Mireille Darc y Claude Brasseur, cuyo guion se basa en la novela de Matheson.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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