Antes de que Estados Unidos tuviera su Noah Webster, antes de que Alemania tuviera sus hermanos Grimm, antes de que Francia tuviera su Émile Littré, antes de que Inglaterra tuviera su James A. H. Murray, en España tuvimos a nuestro Sebastián de Covarrubias y Orozco, que en 1611 nos reveló, en nuestro castellano primerizo, su Tesoro de la Lengua Castellana o Española.
Él fue el primero en componer un diccionario en lengua vulgar o nacional que no fuera el latín, y también debía de tener algo de apóstol: no se conformó con remontarse a las autorizadas etimologías latinas de las palabras que recopilaba, sino que se empeñó en hallar las etimologías hebreas, porque entonces se creía que el hebreo era el idioma de los Primeros Padres, la lengua anterior a la confusión babélica, acaso la lengua mediante la cual se llevó a cabo la Creación.
Canónigo, lexicógrafo y reformador social
Sebastián de Covarrubias (1539-1613) no dispondría de ayudantes, no gozaría de mecenas alguno —aunque discreta y sutilmente dedicara sus obras a poderosos de la corte—, no tuvo a su alcance periódicos que difundieran su esfuerzo para lograr la colaboración espontánea del público, no fue sufragado con sueldo alguno que alentara su dedicación cotidiana.
Fue sólo un canónigo de horas apacibles que, aun llegando a ser capellán del rey Felipe II, maestrescuela de la Catedral de Cuenca e incluso consultor del Santo Oficio —él, que era hijo cauteloso de judeoconversa—, quizá en el fondo no deseó estas canonjías, sino porque le permitían entregarse a sus aficiones humanistas.
También ocultaba un reformador social: debió de ser uno de los primeros pedagogos en España que postuló que a los niños, tiernos como la cera, se les diera buena doctrina, dirección y consejos en forma tal que el alumno nunca tuviera miedo de sus maestros; en otra ocasión libertó a uno de sus esclavos, un turco ya viejo que le había hecho siempre buenos servicios; y en la etapa final de su vida aceptó el comisariado de una rectoría de moriscos, las escuelas que se fundaron para catequizar con prudencia a los moriscos antes que expulsarlos.
Covarrubias y sus lectores
Leyendo al azar alguna de las entradas de este Tesoro es fácil adivinar a Sebastián de Covarrubias redactándolas con sosegado disfrute: no sólo se entretiene en el significado del vocablo, sino que nos cuenta su historia, nos da su opinión, incluso el juicio moral que le merece, se dirige a nosotros, sus lectores, personalmente, y nos regala construcciones fraseológicas para que mejor entendamos el uso.
El licenciado Covarrubias debía de sentarse a escribir la entrada que le tocara redactar cada día con el ánimo gozoso y divagatorio, tolerante con todas las curiosidades que se le ocurrieran al respecto, lo que es una legítima y divertida manera de intentar las trazas de una obra cuya estructura necesariamente nos viene dada y nos constriñe.
‘Espada’, ‘gnósticos’, ‘perla’, ‘pirámides’…
Cuando empieza por la letra «A», señala que es la primera letra en orden en todas las naciones, pues los latinos dicen a, los griegos alfa, los hebreos alef, los árabes alif, los fenicios alios, el indio alefuz; y que es la primera letra que el hombre pronuncia al nacer —aunque el hombre, con más fuerza, dice a donde la mujer dice e, pero esto es porque ambos entran en el mundo lamentándose de sus primeros padres, Adán y Eva; y es una letra de una simplicidad tal, que ni siquiera a los mudos se niega su pronunciación—.
Cuando define la espada, dice que es arma común que los hombres ciñen de ordinario para defensa, pero también para demostración de que lo son; que con ella los españoles hieren ordinariamente de punta, mientras que otras naciones lo hacen de tajo; y que la expresión echar mano o poner mano a la espada, el ademán de ir a sacarla tras empuñarla e incluso desalojarla un tercio fuera de la vaina, es lo que hizo el Cid Campeador, ya estando en el sepulcro, por milagro de Dios, cuando un judío se atrevió a querer tirarle de la barba.
Cuando define gnósticos, incurre en una verborrea iracunda para señalarnos que fueron unos herejes muy sucios y asquerosos, aunque ellos se pusieron un nombre arrogante y fanfarrón, llamándose gnósticos, que vale tanto como científicos, famosos y sabios, siendo así que fueron unos grandes necios, puercos y famosos bellacos.
Cuando define perla, observa cómo los hombres son capaces de entrar a lo profundo del mar a pescarlas, no sin peligro, sólo para adornar con ellas los cuellos y las orejas de las mujeres.
También cuenta que Cleopatra, la reina de Egipto, tuvo las dos mayores perlas del mundo. Y si entonces consultamos pirámides, nos dice concisamente que éstas, edificios antiguos de piedras cuadradas tan altos como montañas, se edificaban en Egipto para sepulcro de reyes, «pero como de esto hay mucha noticia, por eso no me alargo».
Todas las riquezas del idioma
Sebastián de Covarrubias debió de saber, en todo caso, que la ocupación dilatada en que andaba embarcado podía comprometer muchos de sus años, y por eso al final daba gracias a Dios de que se hubiese servido consentirle llegar al fin.
No obstante, Martín de Riquer, que ha estudiado con minucia el Tesoro, aventura que cuando el canónigo lexicógrafo dio comienzo a la «C», se percibe cómo empezó a temer que su vida no fuera tan larga como su empeño, porque las entradas sucesivas se van gradualmente abreviando, de tal forma que las letras «A» a la «E» ocupan más de la mitad del diccionario, mientras que el resto está dedicado a todas las siguientes.
En la voz Esperanza, el mismo Covarrubias solicita el auxilio de Dios para coronar su obra, y como lanzándole el guiño de no estar implorándole nada excesivo, observa que al fin y al cabo su diccionario no quiere más que recoger las etimologías y «algunas cositas más que las acompañen». Pero son estas breverías, precisamente, las que hacen de su tesoro de la lengua un centón de historias más atractivo que otros muchos diccionarios académicos.
Por eso es cierto lo que dice J.A. Marina, que los diccionarios, aun los que tienen apariencia árida, contienen miles de historias entremezcladas y conservan la sabiduría sedimentada durante siglos. Los antiguos diccionarios, como el propio Covarrubias, se llamaban Tesoros de la lengua muy razonablemente, porque ellos guardan todas las riquezas de un idioma.
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo), en adaptación libre del autor. Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.