La película Roma de Alfonso Cuarón ha dado lugar a juicios encontrados y extremos, lo que siempre añade interés al conjunto crítico. Se elogia su carácter de obra maestra o se la descalifica como pestiño. Yo no acudiría a semejantes diferencias pero sí al hecho de que la obra apunta en muy diversas direcciones y no acaba de resolverlas.
Quizá para un espectador actual y poco prevenido y menos aún documentado, resulte novedosa. En cambio, cabe señalar su hondo parentesco con el melodrama mexicano clásico, el de Julio Bracho, el Indio Fernández e incluso con cierto Buñuel del exilio en México. Lo mismo en cuanto al preciosismo fotográfico del propio director, que recoge la brillante tradición dejada en aquellas tierras y aquellos cielos por Eisenstein y su fotógrafo Eduard Tissé, luego aprovechada por el virtuosismo lumínico de Gabriel Figueroa. El uso del blanco y negro hoy llama la atención si se soslaya la historia del cine. Podría argumentarse que un filme no es una exhibición fotográfica pero no hace al tema de hoy.
Melodrama hay en la cargazón efectiva de muchos episodios: un parto captado en tiempo real, en primer plano y con una cámara fija; una matanza callejera; unos niños expuestos largamente a morir ahogados en el mar, con final feliz y solidario; una prolongada sesión de artes marciales; un atleta desnudo que baila una danza guerrera para excitar a una muchacha; el incendio de un bosque en medio de una fiesta colectiva; etcétera.
El melodrama clásico implica el sacrificio de la mujer, en especial si media la culpa sexual. La víctima es enaltecida por el dolor y se torna virtuosa. El varón aparece como el malo, el actor del sacrificio que humilla. Finalmente, la mujer es la heroína y reconstruye su mundo de mujeres solas y autosuficientes: la abuela, la madre, el par de domésticas. ¿Feminismo evidente y obvio, secreto matriarcado en una cultura de dominante violento y machista? ¿Quién usa a quién y qué fines declarados y ocultos se persiguen?
Cuarón se decide por un realismo moroso que ralentiza y recarga la narración. No hace falta detallar la preparación de una merienda, el acomodo matinal de las camas familiares, la limpieza de un piso donde defecan los perros, para que se vea qué detergente se usa y cómo se lava prolijamente una casa con agua y cepillo. Si llega un coche se detalla su lenta entrada en el garage y la minucia de la mano del conductor que fuma y frena. Todo esto acredita que estamos ante una realidad reconocible con el solo propósito de probar que compartimos esa realidad que, por lo mismo, todos conocemos de antemano.
Este detallismo impide desarrollar a los personajes, que se convierten en fotos fijas de sí mismos, según la rígida exigencia del melodrama, a la vez que empobrece su entidad psicológica. Por todo ello, siendo una labor de cuidadoso cumplimiento, lo que sobra impide desenvolver lo que daría relieve y consistencia a las figuras en juego. Sin duda, Cuarón ha sitiado su Roma, su barrio entre apacible y barullero, como es la Megápolis mexicana. El sitio queda detenido ante la muralla de la imaginaria ciudad.
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