La obra de Ernst Nolte ha servido, entre otras cosas, para reiterar el carácter inestable del pasado, que es el objeto por excelencia del historiador. Certeau señala que, junto con el psicoanálisis, la historia se caracteriza por ocuparse de un objeto ausente: el inconsciente y el pasado. En efecto, el pasado no está presente porque, de hecho, ha pasado, y esta impresencia es la que vuelve imposible su condición de objeto y, por tanto, su trato científico.
Los positivistas intentaron hacer científica la historia, buscando ocuparse de los hechos puros y desnudos. No los hallaron porque los hechos desaparecen en el tiempo y hemos de recuperar fragmentos y huellas de su paseo temporal para construir con ellos un relato verosímil. Y ahí te las den todas.
El problema que plantea este asunto es el límite entre pasado y presente cuando el historiador debe trabajar con un tiempo que, de alguna manera, sigue existiendo como contemporáneo. El nazismo, sin ir más lejos. En obras como El fascismo en su tiempo y La guerra civil europea 1917-1945, Nolte lo abordó y suscitó duras críticas, sobre todo de izquierdas, por entenderse que estaba intentado justificarlo. Creo que no es tal, que explicar el nazismo y explicarnos a su través, no es justificarlo, declararlo justo. Se puede pensar, y me incluyo en el juicio, que el nazismo fue injusto, que cometió las injusticias mayores y más monstruosas del siglo XX, que no anduvo pobre de ellas. A la vez, es posible tratar de entenderlo, aun en su maraña de apelaciones a lo irracional, en una época que Borges definió como bajamente romántica.
Hurgando en las fuentes del fascismo, Nolte observó que respondía a surgentes y tradiciones nada excepcionales en todo un espacio del pensamiento europeo. Y asociando las dos guerras mundiales, las vio como una sola guerra no solamente militar sino civil, que involucraba a las sociedades de su tiempo en todos sus niveles. Además, abrió el campo de la investigación a las diferencias entre fascismos, en lo que fue seguido por Milsza y otros estudiosos ajenos a simplificar una zona de la historia demasiado compleja como para soportar simplezas. Renzo de Felice también recibió censuras por intentar razonar el hecho fascista italiano, obviando considerarlo una anomalía de los tiempos, una excepción recortable y pasajera.
Es ciertamente difícil, todavía en la actualidad, estudiar el nazismo sin experimentar cierta repugnancia por la condición humana, incluida las de los europeos, tan justamente orgullosos de los estallidos luminosos de su/nuestro pasado. Pero no hay luz sin tinieblas y es incorrecto, poco racional, considerar que las sombras de Europa no son europeas.
Ahora bien: ¿es posible tomar distancia ante el nazismo para tratar de entenderlo, de entender qué nos atañe de él? ¿Es posible no juzgar moralmente a un personaje como Adolf Hitler como si estuviera tan lejos como Gengis Khan? Desde luego, no juzgaríamos éticamente al déspota mongol al igual que al déspota austriaco. Pero la pregunta insiste: ¿por qué no? El problema del historiador es que cabe otra interrogación: ¿desde dónde se juzga la moralidad de los personajes históricos? Hoy aún podemos hablar con los sobrevivientes de Auschwitz y el imperativo moral tiene fecha, nuestra propia fecha. Quizá Nolte se situó en el filo de la navaja que le dejó unas cuantas cortaduras sangrantes. Al surgir, su sangre se reconoció como la nuestra, la de esos sobrevivientes y las de las víctimas de nuestra atrocidades cotidianas. Es cuando consideramos a Hitler como nuestro hermano, según la fórmula de un alemán difícil mas seguramente nada nazi: Thomas Mann.
Imagen superior: Ernst Nolte en el documental que le dedicó Andreas Christoph Schmidt en 2005 © Schmidt & Paetzel Fernsehfilme GmbH, Im Auftrag des Südwestrundfunks, SWR. Reservados todos los derechos.
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