Cualia.es

Recordando el cuarto álbum de Peter Gabriel

Vamos a estar inmersos en la escucha de un disco que ha sido crucial en las vidas de muchos de nosotros. Un álbum clave por numerosos motivos, y es que, lo creamos o no, ya han transcurrido treinta años desde que Peter Gabriel publicara este cuarto trabajo en su discografía particular.

Salió a la venta el 10 de septiembre de 1982. Habían pasado siete años desde que Gabriel se separó del grupo Genesis, y el camino que había desarrollado desde entonces cobraba una ruta totalmente divergente, hasta el punto de llevar a cabo con su obra nuevas técnicas de grabación, asumiendo unos horizontes musicales hasta el momento inéditos en la escena del rock. Eso por no hablar de su simpatía por las músicas del mal llamado tercer mundo, sobre todo de la parte rítmica que correspondía a esos hallazgos, propia de las etnias de países como Brasil, Senegal o Sudáfrica.

Todo ello cristalizó de una forma muy personal en los discos de Gabriel, quien se adelantaba a esta efervescencia que vivimos ahora por las músicas del mundo. Sin duda, hay que reconocerle ese mérito, mostrado de forma muy personal en canciones como «The Rhythm of the Heat», la primera pieza del álbum que hoy nos ocupa.

Creo que fue ese mismo año cuando fundó y desarrolló el concepto escénico de WOMAD, y poco más tarde, como sabéis, el sello Real World, todo ello a la altura de esta nueva inquietud. En realidad, es un concepto que no nos cuesta seguir adjudicando ahora a Peter Gabriel, aun a costa de la escasa o nula actividad creativa y personal que ha demostrado durante estos últimos años.

Visto lo visto, nos cuesta creer que, en otro momento, fuera el rockero más avanzado y sofisticado de su generación. Por eso quiero aprovechar esta ocasión para celebrar como corresponde la importancia de aquel hito sonoro y de aquel creador inigualable que fue Gabriel: el hombre que dijo que por fin había logrado comprar la libertad de experimentar y no tener compromisos.

Cuando uno escucha “San Jacinto”, con ese tratamiento circular de marimbas, tan onírico, llega a la conclusión de que en el disco había un “octavo pasajero”, un invitado no-humano que tuvo una aportación determinante. En este sentido, debería empezar hablando de la excepcional banda de músicos que le acompañaba aquí, no solo en esta grabación en particular, sino a lo largo de un periodo bastante substancial de su carrera.

Luego me referiré a ellos, pero aunque parezca casi un sacrilegio, le voy a dar prioridad a un cacharro: el Fairlight CMI, un ordenador que valía tres millones de las pesetas de entonces.

Con este aparato, precursor de la era del sampling, Peter Gabriel y su equipo de músicos e ingenieros pudieron manipular y elaborar todos los extraños sonidos que aparecen en el álbum. Unos sonidos que nos cuesta identificar, porque no tenían una aparente extracción natural. Lo que hacía el ordenador era crear sonoridades completamente nuevas, inéditas, siempre a partir de muestras obtenidas a partir de voces, de percusiones o de otros instrumentos más o menos convencionales.

El proceso de transformación de la realidad a través del Fairlight era tal que confería un halo de irrealidad y fantasía a todo lo que sonaba en el álbum. Por otro lado, este dispositivo estuvo aquí en las manos más adecuadas, que le supieron sacar un partido excepcional.

Imagen superior: Peter Gabriel junto a su Fairlight CMI, entrevistado en el programa «The South Bank Show» © London Weekend Television, ITV. Reservados todos los derechos.

En «I Have the Touch» destacan unos contundentes efectos de batería, tanto acústica como electrónica. Era éste un procedimiento habitual del percusionista Jerry Marotta, que tenía a bien mezclar, en los mismos compases, esos poderosos timbales tribales con la programación de la caja de ritmo Linn LM-1, que ‒insisto en ello‒ también estaba aquí en muy buenas manos.

Huelga decir que el ritmo era esencial para Peter Gabriel. Recuerdo unas declaraciones en las que decía lo siguiente: «El ritmo es la espina dorsal de la música. Dicta de alguna manera todo lo que se construye alrededor de ella. Los ritmos convencionales del rock sólo están contribuyendo a que la forma de componer rock sea cada vez más convencional. Por eso estoy cada día más interesado por nuevas formas de música, por nuevas culturas, con el fin de encontrar un alternativa a mi trabajo».

Jerry Marotta se compenetraba perfectamente con su bajista, Tony Levin, quien compaginó durante mucho tiempo su trabajo con Gabriel y con unos renacidos King Crimson. Su empleo del Chapman Stick, el bajo eléctrico sin traste, sin duda creó escuela en todas estas grabaciones progresivas, y Tony Levin, por supuesto, fue un gran responsable de ello.

La guitarra eléctrica era cosa de David Rhodes, que también poseía una grandísima personalidad, a medio camino entre los guitarrazos de Robert Fripp y unos Talking Heads subidos de funky.

Queda hablar de los teclados, a cargo de Larry Fast, un músico muy sofisticado que tenía su propio grupo, Sinergy, y del que también podemos decir que, en gran medida, fue responsable de las partes oníricas y crepusculares del disco.

Su labor es tan determinante que me costaría imaginar sin él una pieza como «The Family and the Fishing Net», con esos espeluznantes metales etíopes sampleados por obra y gracia del Fairlight. Esta pieza fue asimismo fetiche personal del propio Gabriel durante sus actuaciones, por lo menos durante aquella época. Para comprobar esta predilección, no hay más que acudir al álbum Plays Live, que es el primer testimonio discográfico de sus conciertos.

A Peter Gabriel y David Rhodes se les suma en «The Family and the Fishing Net», a los coros, la voz de su colega Peter Hammill, también presente en otros momentos del disco. Esto último convertía a este Peter Gabriel IV (llamado Security en Estados Unidos) en todo un who is who del rock progresivo del momento. A decir verdad, aquí había un groove, una energía, una electricidad absolutamente demoledores.

«Shock the Monkey» ni siquiera necesita de mayor presentación. Este tema, si lo recordáis, fue todo un éxito en listas comerciales, y de hecho, sirvió para recordarle a mucha gente quién era Peter Gabriel cuando, años después, se quitó el maquillaje.

Destaca en este punto esa voz en plenitud de facultades, ese arrollador falsete y también la vitalidad felina de un músico que, cada vez que la hacía sonar en un concierto, saltaba, se tiraba al suelo, se arrastraba y corría y corría hasta aterrizar dolorosamente sobre sus rodillas, todo ello haciendo honor a esa gran teatralidad que siempre mantuvo desde los tiempos de Genesis.

A diferencia del tiempo florido de The Lamb Lies Down on Broadway (1974), aquí Peter Gabriel daba una mayor importancia a lo ritual por encima de otras consideraciones. Después vendrían, por supuesto, Youssou N’Dour y sus músicos africanos, pero en este momento todavía no habían entrado a formar parte de esta troupe escénica. No obstante, estos conciertos ya se habían convertido en el embrión de esas celebraciones cargadas de simbolismo ancestral. Un simbolismo que culminaba cada vez que, en vivo, le llegaba el turno a otra maravilla, «Lay Your Hands on Me».

Tuve la gran suerte de ver a Peter Gabriel en directo. Estoy hablando del 8 de septiembre de 1983. Lo recuerdo como si fuera ayer: era jueves y estábamos en el Hammersmith Odeon de Londres.

Por aquel entonces, como ya indiqué, su cara no había perdido aquel maquillaje tan característico. Las portadas de los discos no le mostraban tan diáfano e inmaculado, y aún mantenían aquel enigmático halo, que nos brindaba una irrealidad absolutamente alienígena. Creo que hasta el álbum So (1986) no se le pudo ver fotografiado en la portada de un disco suyo.

A cuento de «Lay Your Hands on Me», recuerdo cómo, durante la larga coda final del tema, Peter Gabriel se encaramaba a los respaldos de las butacas de la primera fila, con la idea de iniciar un largo y casi imposible recorrido por todo el teatro. Sonaba la canción y él iba pasando de butaca en butaca, sujeto por las docenas de brazos que se iba encontrando por el camino. Era una estampa memorable, y un momento muy propio de sus conciertos durante ese periodo. Luego, como es lógico, la edad le haría perder ese vigor.

«Wallflower» es, sin duda el momento más triste y emotivo del álbum: una excepcional balada que venía a recordar el brillo de su excepcional «Solsbury Hill», solo que asumiendo esos grandes avances técnicos que había ido incorporando Gabriel desde 1977, fecha de aquel debut en solitario. Este fue también el año en que mataron en Sudáfrica a Steve Biko, el carismático activista político que luchó hasta el final por un mundo sin apartheid.

Peter Gabriel ya había hecho su gran canción sobre Biko, pero cuando escucho este «Wallflower» puedo imaginarme al activista en su celda de la cárcel de Pretoria, moribundo por los brutales golpes propinados por la policía, incapaz de escuchar las palabras de aliento que le dirigen aquí, en la letra de esta canción.

Cierra el álbum «Kiss of Life», un tema que me ha recordado siempre mucho al «Thela Hun Ginjeet» de King Crimson, publicado por éstos un par de años antes, en su álbum Discipline. Si sois seguidores de este grupo, lo habréis notado, y no es de extrañar, porque la aportación de Tony Levin es imprescindible.

En apariencia, «Kiss of Life» sería el tema más insubstancial del disco si no fuera por esa extraordinaria reproducción afro que hace aquí Gabriel de los ritmos cubanos, otro elemento de vigor mayúsculo.

Treinta años tiene ya este cuarto trabajo de Peter Gabriel. Cualquiera lo diría, ¿verdad? He querido repasarlo del tirón, quizá para convencerme de que es muy difícil que algo así pueda reproducirse en del mundo del rock. Quizá también para comprobar que si alguien afronta una fusión semejante, con elementos de otras culturas y de la forma en que lo hizo Gabriel, las diferencias iban a quedar muy en evidencia y se iban a notar todas las costuras.

Este artículo es una transcripción ampliada de mi programa radiofónico «Orient Express», emitido por Radio Círculo el 3 de noviembre de 2012 © Gernot Dudda. Reservados todos los derechos.

Gernot Dudda

Gernot Dudda inició su trayectoria periodística en la revista "El Gran Musical", y posteriormente ha escrito en medios como "Sur Exprés", "Rockdelux", "Primera Línea", "La Luna", "Popular 1", "Boogie", "Un Año de Rock", "Zona de Obras", "Batonga!", "World 1 Music" y "Efe Eme".
Fue colaborador de "El Mundo", y entre 1991 y 1999, redactor musical de Canal +. Asimismo, ejerció como periodista y crítico musical en Radio Popular FM (1986-1992) y en Radio Círculo, la emisora del Círculo de Bellas Artes. A lo largo de doce años, dirigió y presentó el programa "Orient Express".