Carezco de toda autoridad para decir algo sobre Hawking como científico. Tampoco me atrae glosar su biografía, con orillos de inverosímil, un dechado de triunfo inteligente sobre la fatalidad material. Pero he leído un par de libros suyos y los he disfrutado desde el panel de inquietudes y problemas filosóficos que hacen a la condición humana como la imaginó siempre él, como condición cósmica.
Los hombres no somos ni autores ni, por ende, responsables del universo pero, vaga y fuertemente, sentimos que es nuestro universo y que no tenemos ni tendremos otros, como jamás los hemos tenido. Dicho de otro modo: su física teórica tiene un inquietante ribete metafísico.
Pensé en el cardenal Nicolás de Cusa y en Blas Pascal cuando leí que Hawking, dando por supuesto un universo infinito, observaba que en él cualquier punto puede ser central y los infinitos que lo rodean, periféricos. La esfera de aquellos dos, con un centro en todas partes y una periferia en ninguna, y viceversa, es una definición esotérica de Dios, algo descriptible pero inconcebible. Borges adjetiva, justamente, de inconcebible al universo, dado que no podemos salir de él para concebirlo.
En la misma línea se sitúa la imagen del Big Bang, el momento cero de la “Creación”, con esa partícula nativa infinitamente pequeña e infinitamente densa, dos magnitudes inconcebibles. Indiscernibles, diría Leibniz. Y Hawking, como Leibniz, se preguntará qué sentido tiene cuanto existe, por qué existe en lugar de no haber nada. La nada, categoría que muchos físicos teóricos consideran ajena al universo, fue una preocupación hawkiana cuando sostuvo que antes del minuto cero no había nada o, si se prefiere: había Nada.
Entonces: el universo surge de la nada, es una creatio ex nihilo, como sostienen los creyentes perplejos, entre ellos Valéry y Heidegger, a los que también podríamos definir como incrédulos convencidos. El agente creador creó desde la nada pero la nada agujerea su creación como el gusanillo en la manzana.
Hawking siempre parece haber pensado en algo que fuera, además de lo que es, lo que no es. Más aún: tendió, con mayor o menor fortuna, a una conciliación. Así intentó conciliar la teoría cuántica de la gravitación con el relativismo general y particular de Einstein, dado que los cuánticos eran discípulos díscolos de Einstein porque habían partido de él. Para saberlo todo del Todo, que es la fantasía cimera de cualquier investigador, hay que dotarse de una omnisciencia virtual, tomar el lugar de Dios. Una vieja propuesta del humanismo que las ciencias positivas han deteriorado lo suyo. Hawking, en cambio, con ingenua certeza, creyó haber hallado la prueba científica de la inexistencia de Dios, acaso sin advertir que es un tema ajeno a lo probable. O, mejor aún: que le preocupaba la inexistencia de Dios tanto como podría inquietarlo su opuesto, es decir su existencia. Enfatizo: Existencia.
Quiero cerrar esta divagación en honor de Hawking rescatando algunas sugestiones bellamente poéticas de su saber. Tienen que ver con la calidad de la realidad en la que vivimos y su frágil permanencia, cuya única fuerza parece ser esa propensión de inmortalidad que Spinoza considera vocacional del ser, el conatus. En efecto, a muchos de sus lectores nos parece digno de un arrebato lírico el decir que la luz es una mera fluctuación de ondas y que la llamada vulgarmente materia, es decir la masa, es una continua y paradójica intermitencia, un parpadeo energético, con lo cual nuestro universo está desapareciendo y refundándose sin parar en fracciones imperceptibles de tiempo, bajo la apariencia de continua solidez y con intervalos enfáticos de materia y energía oscuras. Tome el lector un solo y mínimo ejemplo: estas palabras, que titilan incesantemente en memoria de Stephen Hawking.
Imagen superior: Stephen Hawking (Lwp Kommunikáció, CC).
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