En enero de 1931 se anunciaba en Price la actuación de Mister Heinemann, ilusionista, con la urna misteriosa y sus náyades. Era el número final del programa. Mister
Heinemann “extraía de un tanque lleno de agua unas bellísimas mujeres que nadie veía entrar”.
Pocos días después en El Sol, quizás el mejor periódico español de todos los tiempos, Ramón Gómez de la Serna escribía este artículo que pienso está inspirado en la actuación de Heinemann,
Eclipse de las nereidas
Yo era un abonado de las nereidas del circo. No he visto un número más bello en todos mis años de cronista. Salía la piscina de rebordes dorados adosada a una mesa Imperio, todo el mueble como un elemento que hubiese llevado Napoleón entre lo superfino de su impedimenta para que un edecán le hiciese un regalo de ninfas mientras descansaba de las victorias. El ilusionista mandaba echar cubos de agua en el bocal y aunque los mozos de circo los echaban de prisa, yo, que sabía que en el espacio inverosímil del fondo de la consola se ocultaban dos mujeres encogidas como ranas, le hubiera gritado que se apresurase más. Llena la gran pecera, el ilusionista cubría con un mantón el cristal, y después del «uno», «dos» y «tres» de la cábala tiraba de la tela y aparecía una nereida desnuda, en desperezo de su sueño de agua, dando vueltas entre sus sábanas de agua. El ilusionista, como llamándola a través del cristal de una ventana, le hacía abrir los párpados cargados de mar, y poco después la nereida salía blanca, con flequillo de algas, como Venus recién nacida, envolviéndose en su salida de baño. Otra vez el ilusionista volvía a cubrir el «acuario» con el mantón, y dos segundos después volvía a aparecer otra nereida fina en postura de tarjeta postal submarina. La, mujer desnuda, purificada por el agua, volvía a tener su belleza lustral, casi una belleza de cera, sin dejar de ser de carne pálida y femenina. Toda la realidad se volvía a estremecer ante esta aparición sacada de entre el sueño y el doble fondo de la vida, en número ideal de la feria del lujo. Yo iba todas las noches a ver a las nereidas anhelantes, vestigios de un naufragio de fantasmagorías, como sacadas de la catalepsia en el aplastamiento de un copiador de poesías, cuando ha variado el programa de circo y han desaparecido’ en su cochecillo de sirenas. Ahora sólo me queda aguardar a que baje al Rastro ese aparato mirífico y llevármelo a casa para ver si saco de él las nereidas, que sólo en estado de credulidad poética se pueden improvisar.
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