A principios de 2011 la Ópera Nacional de París, en su sede del Palais Garnier, programó Giulio Cesare de Haendel. Volvía al suntuoso edificio tras las versiones previamente escuchadas de Malgoire, Bolton y Minkowski una partitura, pues, muy beneficiada por la reciente atención al músico sajón, si se constata que en también en otros espacios de la capital francesa se había ejecutado bajo batutas tan adaptadas al caso, como las de William Christie, René Jacobs y Christophe Rousset. Es fácil, pues, llegar a la conclusión de que París siente especial aprecio por la que puede considerarse la obra más permanente del compositor, aun en tiempos poco propicios a la programación de sus obras.
Si se completa la información con el dato de que Emmanuelle Haïm y su Concert d’Astrée fueron los que musicalmente pusieron aquellas funciones parisinas en pie y que la Cornelia de Varduhi Abrahamyan fue generalmente admirada, se concluye que la mezzo que hoy ocupa esta pinacoteca sonora entró en el mundillo lírico de manera segura. Además, a través de las pantallas cinematográficas, llegó a aficionados de todo el mundo. El montaje lo firmaba Laurent Pelly y el muy bien elegido reparto añadió la Cleopatra de Natalie Dessay, el Cesare de Lawrence Zazzo, junto a Isabel Leonard (Sesto) y Christophe Dumaux (Tolomeo).
Abrahamyan, en la especial atención despertada como Cornelia, sumó a medios vocales muy atrayentes una presencia y modales escénicos adecuados. Uno de los instantes más llamativos de su interpretación llegó, en compañía de la deliciosa Isabel Leonard, en el sublime dúo que clausura el acto I: Son nata a lagrimar.
Interés que se completó descubriendo que era de Armenia, una república caucásica desprendida como tantas otras de la antigua URSS, y que se había formado en Yerevan, una de sus ciudades importantes. Como provenía de familia de origen francés, se instaló en Marsella, y a partir de la ciudad mediterránea, comenzó a formalizar su currículo, lógicamente en territorio francés al principio, participando en temporadas de Toulouse, Nancy, Montpellier, etc. hasta alcanzar el Garnier. Ha cantado en Viena, Roma, Nueva York, en los festivales de Pesaro, Glyndebourne y, en nuestro país, en Valencia, Barcelona y Oviedo. Con un repertorio bastante versátil, de índole preferente en belcanto italiano.
Con Haendel precisamente, de quien también canta Ariodante y Rinaldo, se encontró en Zúrich como Bradamante con la Alcina de Cecilia Bartoli y quizás fuera esta colaboración el origen del disco que aquí va a comentarse.
Bartoli, aparte de su excepcional carrera como intérprete aún en activo, es directora del festival de Pascua de Salzburgo. Incansable, además, se destaca recientemente cual impulsora de la carrera discográfica de otros cantantes.
En paralelo a su interés por la mítica María Malibrán, de la que ha grabado entre otras sus versiones de Norma y Sonnamula (hasta organizado exposiciones con objetos que la pertenecieron), sus dos primeros trabajos como productora ejecutiva han ido por ese camino.
El primero con el tenor Javier Camarena, que en un magnífico CD recordó la figura del padre de Malibrán, Manuel García; en el segundo, este de Abrahamyan, se centra en su hermana menor, la fabulosa Pauline Viardot. Los dos para su sello exclusivo: Decca. Ambos dirigidos por conjunto y batuta afectos a su actual trayectoria, respectivamente, Les Musiciens du Prince-Monaco y Gianluca Capuano.
El disco paralelo Viardot–Abrahamyan lleva el título de Rapsody, que va mucho más allá del fragmento de esa obra para contralto de Johannes Brahms que la cantante evocada estrenara en 1870, y que posteriormente fuera asociada a dos extraordinarias contraltos: Marian Arderson y Kathleen Ferrier. Esta página, pese a tratarse de una música no del todo asociada a la cantante de Armenia, resulta correctamente expresada en su entrecortado dramatismo hasta la intervención algo más serena de la solista con el coro (el Ensemble Vocal Il Canto di Orfeo). Ofreciendo un centro-grave sólido y uno agudo a la par. Especial interés suscita el salto de novena descendente en la palabra Öde (desierto), pilar muy decisivo de esta profunda meditación brahmsiana.
En medio de esta reflexión religiosa, Abrahamyan dedica un corte a Gluck, de carácter opuesto por exuberante brillantez y tres a dos óperas rossinianas, previamente ofrecidas en escena: Semiramide y La donna del lago. En el esperado alarde de versatilidad que fue una de las peculiaridades de la Viardot.
Esas dos ópera rossinianas escogidas por Abrahamyan formaron parte, desde luego, del repertorio de la Viardot, además de La Cenerentola, Tancredi y Otello con cuya Desdemona debutara escénicamente en Londres (antes ofreció recitales), poco antes de cumplir los 18 años en 1839. Rossini ocupó parte importante en su primera etapa profesional tal como parece compartir la mezzo de Armenia.
Abrahamyan, muy atenta a validar el texto literario, ofrece su sólida y suntuosa voz, canto atento, una coloratura digna de tal nombre y un impulso ejecutivo asociable a compositor y estilo en estas lecturas del pesarense. Las cavatinas de Arsace y Malcolm, tan igualitariamente estructuradas según el modelo ya determinado en Tancredi (introducción orquestal, recitativo, aria y cabaletta), se complementan con uno de los dúos amorosos más bellos de todo el periodo, rossiniano e italiano: Vivere io non potrò. Extrema sencillez de una belleza agobiante que define ese sentimiento sin la ostentación habitual en estos casos, de manera delicada e íntima. Aquí a la voz de la armenia se le une la Elena de Cecilia Bartoli, como en el disco de Camarena se sumó su presencia cual Armida. Ganas de protagonismo de la mezzo italiana de o, más bien, con esa presencia avalar a la estrella principal que está respaldando.
Más que a Rossini sin duda, el nombre de la Viardot se asocia a Berlioz, ya que el compositor está detrás de una versión especial del Orphée de Gluck que con un éxito arrollador se ofreció en el Teatro Lírico de París en 1859, meses después de que Gounod diera a conocer allí su primer pero no definitivo Faust.
Esa versión Viardot se distinguió por el aria Amour, viens rendre à mon ame, un recurso para cerrar con mayor brillantez y más lucimiento para la protagonista el primer cuadro de la obra. Su colofón era una cadencia que se hizo famosa en la que también intervino la mano de Saint-Saëns, que transitaba por toda el registro de la cantante de manera tan rotunda como circense. La propia Viardot añadió un point d’orgue (aquí calderón, o sea, prolongación ad libitum de una nota). Un alarde espectacular que no fue ajeno a cantantes contemporáneas, entre las cuales ‒sin ánimo de ser exhaustivos‒ se incluyen Jennifer Larmore, Ewa Podles, Marianne Crebassa, Susan Graham y Anne Sofie von Otter. La Abrahamyan cumple el cometido con total dignidad, pero le falta la desenvoltura o la prepotencia de otras colegas.
Se añade que sin meterle mano Berlioz, la versión italiana de esta página de bravura (Addio, o miei sospiri) puede ser disfrutada en voces de contratenor o tenor. No es de Gluck, sino que pertenece al Tancredi de Ferdinando Bertoni (1725-1813), autor también de un Orfeo estrenado en Venecia en 1776 con el mismo libreto de Calzabigi utilizado por Gluck.
Todos los biógrafos coinciden en un dato en torno al físico de la Viardot: era fea pero tenía un encanto tan especial y comprometedor que la hacía irresistible. Saint-Saëns se hizo también eco de ese cualidad de la cantante cuando afirmó que “Viardot no era bella sino peor…”. Sin embargo, fue capaz de crear pensando en ella un personaje caracterizado por su belleza y seducción: la bíblica Dalila. Viardot no llegó a estrenarla debido a la tardanza de su composición, únicamente dio a conocer en concierto privado alguna de sus arias.
Algo semejante que con la Dalila de Saint-Saëns ocurrió con la Didon de Les Troyens de Berlioz. El músico quería que se lo estrenara la Viardot. No fue posible, pero la cantante sí interpretó páginas de Cassandre y Didon en 1859, en Baden-Baden.
Abrahamyan incluye en el recital uno de sus tres momentos solistas: Mon cœur s’ouvre à ta voix del acto II, la mejor manera de poner en claro a la sensual protagonista. La mezzo armenia, que es hoy una Carmen sobresaliente, encuentra aquí en un territorio bien adaptado. La voz suena sabrosa, el grave redondo, el agudo límpido y el centro generoso, al servicio de un canto comunicativo. Lo más destacado del recital, sin duda.
Otro contemporáneo de Viardot que no pudo desviarse a su hechizo fue Charles Gounod. El compositor le dedicó su Sapho, que la Viardot estrenó en la Ópera de París en 1851. De esta ópera sobre la poetisa de Lesbos sobrevive el aria en estancias O ma lyre immortelle, interpretada antes de arrojarse a las aguas del Egeo. Una elegante melodía, propia del lirismo arrollador típico del músico, encuentra en Abrahamyan otro de los mejores cortes del registro.
Meyerbeer fue un tercer compositor que se rindió a los encantos de la Viardot. Para ella escribió el personaje más rico de todos los que su arte inspiró, la Fidès de Le Prophète. Sin duda, uno de las entidades maternas más ricas de toda la literatura operística junto a la Azucena verdiana. Extrañamente, cuando estrenó esa parte la Viardot tenía sólo 28 años y hacía de madre de Gustave Roger (Jean de Leyde, el profeta) a la sazón de 34 años. Cosas de la ópera.
Fidès en Le Prophète disfruta de varias páginas importantes con una escena de extraordinarias posibilidades expresivas y vocales: la de la cárcel que comienza con el recitativo Ô prêtes de Baal, seguida por aria y rematada con vibrante cabaletta. Pero Abrahamyan seleccionó para su evocación viardotiana un momento algo menos complicado y más emotivo: el de la escena segunda del acto IV en el que el personaje pide limosna en una plaza de Munster. Abrahamyan tiene entonces la posibilidad de traducir la situación con convincentes matices, una lectura impecablemente emocionante.
Para cerrar el disco, Abrahamyan dedica un espacio a su tierra natal. Interpreta la bellísima canción Krunk, acompañada por Arayik Bakhtikyan al duduk, un instrumento de viento con cierta semejanza a la flauta y un sonido más oscuro entre el clarinete y el fagot. Una canción melancólica en la que la voz mezzosopranil de nuevo se escucha en todo su esplendor.
Gianluca Capuano, siempre atento a solista y orquesta, tiene su particular lucimiento con la bacanal de Samson et Dalila. Hubiérase preferido un corte más dedicado a la voz de la mezzosoprano, por ejemplo uno de Marie Magdeleine de Massenet, un oratorio estrenado por la Viardot. O el principal fragmento de Alceste de Gluck (Divinités du Styx), obra que formó parte del repertorio de Viardot y parece muy apropiado a la Abrahamyan. O algo de la citada Didon berloziana.
Ahora cabe pensar, en otro sentido, cuál será y con quién y qué nos sorprenderá la Bartoli en la siguiente entrega. ¿Dedicado al tercer hijo de Manuel García, del mismo nombre y con una corta carrera baritonal? ¿O a Louise Héritte Viardot García, la hija fugazmente contralto como la madre? Toca esperar.
Antes de acabar esta nota, se precisan dos apostillas. El 18 de julio se celebra el bicentenario del nacimiento en París de esta mítica cantante: he aquí un homenaje modesto a tan gigantesca figura. Por otro lado, antes de Varduhi Abrahamyan recordó el legado de la Viardot otra mezzosoprano, una de las más singulares y destacadas de su generación y de la historia del canto: Marilyn Horne. La Horne cantó todos los personajes rossinianos de la Viardot y algunos otros más, interpretó y grabó la cantata de Brahms y las arias de Dalila y Sapho y sobre todo, fue una Fidès de Meyerbeer insuperable, tal como demostró en la RAI de Turín y en el Met neoyorkino de 1970. Y para rematar esta relación, fue la primera que grabó en disco el aria de Bertoni para Orfeo, en su registro completo de la ópera de Gluck en 1969, con la Euridice de Pilar Lorengar y la dirección de Georg Solti.
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