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Paseando por el Hayedo de Montejo

Si tuviera que recomendar a un científico y a un viajero un espacio natural de tanta belleza como interés biológico, en mi lista figuraría sin duda este hayedo, un santuario verde que está situado en el corazón de la madrileña Sierra del Rincón, reserva de la biosfera de la UNESCO.

Nos encontramos ante un territorio singular. No sólo es uno de los bosques de hayas más meridionales de Europa, con una biodiversidad extraordinaria. También atesora una larga historia de demuestra en qué medida la inteligencia de un pueblo puede preservar durante siglos un insólito espacio natural

Situado en una ladera, en la margen derecha del río Jarama, ocupa dos montes, El Chaparral ‒donde persiste el hayedo puro‒ y La Solana.

Al caminar por la periferia de este bosque, y sobre todo cuando penetramos hacia su interior, descubrimos un poderoso escenario en el que nuestros espíritus dejan de estar atados al tiempo. Cada detalle resulta sugerente y modula vibraciones que conviene interpretar: los brotes que crecen en los claros, las pequeñas criaturas que se mueven entre la maleza, las aves que nos sobrevuelan, la luz que se filtra entre el follaje, los líquenes camuflados contra la corteza oscura de los árboles, y en definitiva, el paso de los siglos registrado por los robles, los tejos o los acebos…

Nos dice la ciencia que hace 2.500 años aquí prosperó un hayedo puro. ¿Qué razones permitieron su conservación? Ahí es donde abandonamos la biología para adentrarnos en la historia. El 23 de julio de 1460, poco antes del descubrimiento de América, los vecinos de Montejo compraron el monte de El Chaparral a la casa de los Sepúlveda.

La compra en sí tiene mucha importancia. Cuando el primer marques de Santillana obtuvo el señorío de Buitrago, el hayedo estaba en el límite entre las tierras de Sepúlveda y las de Buitrago. Los vecinos, que debían de ser bastante avispados, reunieron dinero, y como ya indiqué, le compraron El Chaparral al caballero de Sepúlveda. Imagino que lo hicieron a espaldas de quien era su señor: no olvidemos que, en realidad, eran vasallos del señor de Buitrago.

En el siglo XVI, los herederos de la casa de Buitrago quisieron anular esa compra y recuperar el hayedo ‒es decir, el monte de El Chaparral‒. Aquello tuvo que resolverse en unos pleitos en Valladolid, y finalmente se asentó la propiedad vecinal para el pueblo de Montejo. Esto es algo que, por cierto, llevan muy a gala los montejanos: esta es su herencia, su legado histórico.

Ahora la propiedad es municipal, y la gestión se centra en objetivos educativos, científicos y de desarrollo local. Sin embargo, durante siglos hubo una interacción entre los vecinos y el hayedo.

Desde el siglo XV, este monte fue aprovechado como una dehesa boyar. Los árboles mantenían la sombra para los pastos, y así se consiguió un equilibro entre ganadería y el aprovechamiento forestal.

Ciertamente, hubo épocas en que los rebaños tuvieron un serio impacto en el área. Luis Español Bouché menciona que, en 1909, el ingeniero de montes Juan Ángel de Madariaga destacaba «el excesivo pastoreo de ganado cabrío y lanar». También cita un artículo de Francisco Bellot, publicado en 1944 en los Anales de la Real Academia de Farmacia. «Hemos visto ‒escribe Bellot‒ ganado cabrío que, naturalmente, no deja pimpollo [de haya], determinando inexorablemente la desaparición del bosque en un plazo más o menos largo».

Este riesgo, afortunadamente, nunca llegó a concretarse. En los años veinte empezó a restringirse el uso de ganado y se valló el área. Finalmente, en 1974 el Hayedo obtuvo su calificación oficial como Sitio Natural de Interés Nacional.

En 1997 fue incorporado a los Programas de Educación Ambiental de la Consejería de Medio Ambiente, y en 2005, el programa MaB (Hombre y Biosfera) otorgó a la Sierra del Rincón ‒como ya destaqué más arriba‒ la categoría de Reserva de la Biosfera.

Son los montejanos quienes han preservado esta herencia natural que hoy fascina a investigadores de toda Europa, interactuando con el monte a lo largo de los siglos.

Tradicionalmente, como describe Matías Fernández García, «los aprovechamientos y utilidad del monte, aparte de sus pastos para cabras, ovejas y vacas, han sido en primer lugar las leñas muertas. Al no cortarse nunca, los robles y hayas morían en parte o totalmente, y gruesas ramas eran desgajadas de sus troncos por los rayos o fuertes vientos; por ello, los vecinos podían retirar lo caído o seco, y en otoño, después de recoger las cosechas, acudían a este monte con carros y caballerías, y valiéndose de sierras, cuñas de hierro y mazas, hacían grandes rajas de haya o roble, que gastaban para calentarse en invierno».

En general, la leña se obtenía mediante podas. Ésta es una labor que dejó de realizarse en 1959. Desde entonces, el hayedo sigue en curso que impone la naturaleza, sin la intervención humana.

Ello nos permite contemplar la lenta pero imponente competencia entre las hayas ‒algunas superan holgadamente los veinte metros‒ y sus compañeros, los robles. Una competencia en la que las hayas tienen todas las de ganar. No en vano, las hayas son las primeras en aprovechar la humedad, y aunque los robles hunden sus raíces, las hayas se apropian de cualquier carga de humedad con una mayor eficacia. Al final, los robles acaban tumbados o van desplazándose porque les faltan el agua y la luz.

Los suelos del hayedo son arcillosos, enriquecidos por la materia orgánica del bosque. Un geólogo nos dirá que el material que aquí predomina son unas rocas metamórficas, los esquistos. Son estos últimos los que mantienen las condiciones para que este bosque siga vivo.

La roca porosa conserva la humedad, como si fuera una esponja. Recordemos que un roble, cuando echa las hojas, va estar transpirando 80 litros. Las precipitaciones son dignas de esa cifra: en un metro cuadrado caen mil litros anuales.

En el fondo, la sierra es un gran embalse. El caudal desciende por ríos y veneros, y cuando se embalsa, da a beber a Madrid. Aquí, como en tantos lugares, es el bosque quien regula las precipitaciones.

A la majestuosa población botánica de hayedo, con muchas especies singulares, se añade un vecindario animal sorprendente, en el que conviven nutrias, garduñas, jabalíes, tejones, zorros, corzos, gatos monteses, desmanes, mirlos acuáticos, cárabos, azores, trepadores, agateadores y otros tantos tesoros faunísticos.

La clave, una vez más, es la excepcionalidad de este enclave. Los científicos y quienes lo visitan por placer saben que, una vez dejamos de sorprendernos por su belleza, nos damos cuenta de que es un mundo de una complejidad fascinante.

Copyright del artículo © Mario Vega. Reservados todos los derechos.

Mario Vega

Tras licenciarse en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, Mario Vega emprendió una búsqueda expresiva que le ha consolidado como un activo creador multidisciplinar. Esa variedad de inquietudes se plasma en esculturas, fotografías, grabados, documentales, videoarte e instalaciones multimedia. Como educador, cuenta con una experiencia de más de veinte años en diferentes proyectos institucionales, empresariales, de asociacionismo y voluntariado, relacionados con el estudio científico y la conservación de la biodiversidad.