Un cierto doctor Guillotine fue el inventor de este aparato luego identificado con el Terror jacobino durante cierta fase de la revolución francesa. Lo consideró más humanitario porque aliviaba el dolor de la muerte violenta.
La escena consiguió acentuar el horror de aquellos miles de ejecuciones. La guillotina, como antes las maniobras patibularias públicas, se volvió un espectáculo. Se habla incluso de las tejedoras que, en primera fila, hacían ganchillo y comentaban a gritos y carcajadas las piruetas de los condenados. Menos sabida es la discusión producida por el ingenioso invento entre algunos médicos de la época, tema que han tratado investigadores como Philipp Sarasin, Daniel Arasse y Ludmila Jordanova, a quienes debo la información pertinente.
En efecto, se venía discutiendo durante el siglo ilustrado que acabó de modo tan poco ilustrado, acerca de la existencia o inexistencia de un alma separada del cuerpo. La imagen de lo corporal como mecánico y despiezable, se contraponía a su concepción como un organismo, es decir una reunión de órganos a los cuales da unidad algo imponderable llamado alma, que es signo de la vida. Un cuerpo inanimado, desalmado, era considerado un cuerpo muerto.
Pero al pie de la guillotina ocurrían cosas inquietantes, aparte de lo notorio ya apuntado. La cabeza de un recién degollado podía emitir sonidos más o menos articulados, gruñidos de desprecio al populacho circundante. Los músculos se contraían y sacudían, la piel semejaba irritarse y palidecer. La disputa pareció servida: ¿eran aquellos fenómenos puramente mecánicos, manifestaciones de una maquinaria recién destrozada, o probaban el trámite de la separación entre el alma y el cuerpo? Hoy sabemos una sugestiva precisión: al morir perdemos de repente 21 gramos, que muchos vuelven a atribuir al alma, sea porque se diluye o porque se aísla del cuerpo, en viaje hacia mejores climas.
La disputa puede considerarse una mera ocurrencia pintoresca. Pero, aparte de su contenido, cuya corrección y veracidad científicas se me escapan por ser yo incompetente –quiero decir que no soy médico ni verdugo–, lo que sí me permito subrayar es la escena ejemplar del hombre de ciencia pensando con serenidad rayana en la discusión, en medio de aquella marejada de primitivismo salvaje que llamamos Terror jacobino.
El científico, paradigma del pensativo animal humano, siempre tiene que abstraerse para averiguar algo que, en su momento, será útil para la vida, aunque se le ocurra en medio de una marejada de asesinatos. Ambrosio Paré inventó la ligazón de arterias para evitar hemorragias, en medio de batallas donde actuaba como cirujano militar. Alexander Fleming descubrió la penicilina, cuyo uso primario fue también el tratamiento de heridos en la primera guerra mundial. Leonardo da Vinci alternaba la bella quietud de sus cuadros con el diseño de aparatos bélicos para los señores de la guerra, violentos y exquisitos condottieri del Renacimiento italiano que pagaban sus geniales ocurrencias. Fin del apólogo: sigamos pensando, es humano el pensamiento y su hermosa plasmación en la obra de arte, aunque humano sea también el homicidio.
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