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Monstruos: la gran paradoja humana

¿Por qué los humanos podemos ser admirables y también funestos? Sófocles usaba el término ‘deinótatos’ (‘monstruo’). Significaba, simplemente: ser inclasificable

En un pequeño despacho barcelonés, un cirujano está sentado ante un ordenador no más grande que un maletín. Realiza y controla una intervención quirúrgica que, robótica mediante, se va cumpliendo en Pekín. El intento tiene buen éxito. Se ha extraído de un riñón un tumor maligno y cabe el tópico de la misión cumplida.

Poco después, en un país del Cercano Oriente se producen estallidos simultáneos que matan a docenas de personas y hieren a varios centenares. La artillería no ha sido externa. Más aún, ni cabe pensar en una artillería convencional. Han explotado los buscas que unos cuantos individuos llevaban entre sus ropas y en los cuales estaban depositados minúsculos explosivos que actuaron al producirse llamadas a los artefactos hechas por control remoto.

Una misma técnica, detalle más o menos, ha funcionado en ambos ejemplos. ¿Ejemplos de qué? De siglos poblados por investigadores, inventores, fabricantes y expendedores de bienes industriales basados en saberes científicos: ondulación de la energía, física cuántica, resistencia de materiales, vibraciones que transportan mensajes a máquinas obedientemente programadas.

El matiz está en el resultado y proviene de un uso finalista de esas técnicas, como de todas las técnicas inventadas por nuestra ingeniosa especie. En un caso se trataba de salvar una vida, en el otro, de producir múltiples muertes y lesiones.

Consecuencias del progreso

Un extremista del origen podría argumentar, según han hecho prehistoriadores como Harris y Childe, que estas cosas provienen del progreso, es decir de la sumisión que el hombre hace de la naturaleza en favor de sus propios fines.

Las técnicas saben mucho de técnicas pero ignoran las disciplinas que solemos llamar performativas, las que se ocupan de nuestra conducta: moral, religión, política. La técnica es siempre inocente pues no distingue lo bueno de lo malo.

Por otra parte y efectivamente, en la prehistoria estas cosas no pasaban. El hombre – me refiero al ser humano, no meramente al varón – vivía armoniosamente con la naturaleza, cazando y descolgando frutos. No padecía envejecimientos ni enfermedades correspondientes. No ambicionaba saber nada del mundo circundante, al cual dominaba gracias a las leyendas.

Vivía a la intemperie o en confortables cuevas. Engendraba y paría a unos hijo semejantes a él. Su esperanza de vida no pasaba de los treinta y cinco años. Si el lector me permite, razono que, en estos instantes, excedido en casi medio siglo a mis remotos antepasados. No reniego de ellos pero ¿soy capaz de reconocerlos? Volviendo la pregunta del revés ¿me hallarían bastante familiar ellos mismos? 

Igualmente humanos

El benéfico cirujano y el pérfido agente secreto de las escenas iniciales son igualmente humanos. A ninguno de los dos le aplicaría el desprecio que suele acompañar al adjetivo inhumano. Más bien me apoyaría en la filología clásica.

Hace unos cuantos siglos, Sófocles hizo decir al Coro de su Antígona algo como que «no hay ser más deinótatos que el hombre.» Ignoro pulcramente el griego clásico – también el moderno, de paso – pero veo que los traductores acuden a dos comparativos en vez de uno. Por ejemplo «no hay…tan admirable y funesto…» 

¿Se puede ser tan admirable y, al mismo tiempo, tan funesto? Alguna vez, el sabio clasicista Carlos García Gual, comentando a Sófocles, me propuso traducir el multívoco vocablo por una clásica palabra española: monstruo. No tenía en tiempos la connotación acusatoria que tiene hoy. Significaba, simplemente: ser inclasificable. Sófocles, ante las escenas que encabezan estas líneas, parece llamarnos, a través de los siglos: «¡Monstruos!».

Imagen superior: Pixabay.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")