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Los ritos del fútbol

El estío es vago, como decía Ortega. De contornos inciertos, haragán, presto a la divagación. Me echo a andar por la ciudad hacia el atardecer. Carguemos las tintas: el anochecer. Ya en plena tarde, al volver de mi empleo, he visto las calles inusualmente despejadas.

Ahora se acentúa el aire desolado de las calzadas, la escasez de gente en las tabernas, la mudez de los parroquianos, con los ojos fijos en el televisor, el silencio que exhalan ventanas y visillos entornados y los primeros contraluces de la electricidad.

Algo grave está ocurriendo en Madrid para que los españoles abandonen los bares y calles, y estén tan calladitos. Algo religioso, unánime, concentrado y disperso a la vez, como un rito multitudinario.

Vuelvo a casa, ya de noche, y me pongo a leer en una buhardilla que da sobre tejados y antenas de televisión. De pronto, un grito difícil de descifrar conmueve el barrio, un súbito muro sonoro en el desierto silente. Ahora caigo, es el Campeonato Mundial de Fútbol.

Debería alinearme. Finalmente, los argentinos son mis paisanos y el fútbol es una de las escasas victorias que la historia nos permite.

Lejanas escenas de “potreros” con chicos jugando anárquicamente a la pelota (no al fútbol, obviamente) me acercan, valga la paradoja, a mis únicos contactos con el deporte nacional.

No logro salir de mi lectura. Jugadas de peligro, expulsiones y otras minucias bélicas del fútbol moderno provocan nuevos coros improvisados por mis vecinos. La columna sonora se pierde en la calle caliente, en el interior cómplice de patios y cajas de escalera.

Me siento al margen de mil millones de hombres que, alrededor del mundo, comulgan con el Campeonato

¿Qué religión ha logrado nunca tal unanimidad? ¿Cuándo mil millones de hombres se han concitado para desertar de sus ciudades e hipnotizarse ante las intermitencias de un televisor, gritando a los jugadores como si ellos pudieran oír, en un acto de participación mística?

Ritos y pelotas

Decía alguna vez Tomas Segovia, refiriéndose al psicoanálisis, algo que me parece, por su laconismo inteligente, aplicable al fútbol: “Está vivo porque es una religión”. Hace años, cuando Argentina ganó un Campeonato Mundial (el de México, precisamente, en plena democracia, y sin maniobras sospechosas de trastienda por parte de la dictadura militar), recuerdo haber recibido felicitaciones como si el torneo lo hubiese ganado yo. Las mas expresivas eran un palmeo en la espalda y el efusivo: “¡Campeón!“.

Me sonaba exagerado ¿Tanto premio por cuatro puntapiés mal dados en la remota década del cincuenta? Pero no: el elogio era estricto. No era yo el ganador, sino la tribu, es decir mi yo colectivo, del cual deriva mi identidad.

Luego, al ver las palizas y masacres que se propinan las bandas de hooligans en las tribunas de la educada y serena Europa comunitaria, acentúo esa impresión. Son batallas clánicas, donde la vida (es decir, la muerte) vale lo que la bandera que cubre al contrincante.

En otro sentido, quizá más sociológico, el fútbol cumple en la sociedad posindustrial una de las funciones de sostén social que tradicionalmente desempeñaron las religiones: el servir de código común, de sistema simbólico universal.

Al día siguiente de un partido, toda la ciudad habla de ello, la sociedad se organiza en torno a tal motivo y es legítimo interpelar a cualquiera acerca del asunto, sabiendo, o esperando saber, que el otro ha de contestarme conforme a mi expectativa. Como las fórmulas de un rito.

Bien, pero ¿por qué la humanidad ha escogido el fútbol para sustituir a los cultos masivos de otros tiempos? La dispersión de este deporte británico y victoriano, juego imperial de un pueblo de guerreros y conquistadores, se parece a la de las iglesias universales.

Penetra todos los espacios raciales, nacionales, de clase y de época, como la voz de los dioses. Tiene esa cualidad ubicua del espíritu, la blandura fantasmal que se mete en todo resquicio abierto o entrecerrado.

El fútbol es, en sí mismo, ritual y religioso. Ritual, por el código de movimientos típicos y de tabúes corporales que comporta: el no uso de las manos, salvo para el portero, por ejemplo. Religioso, porque puede alegorizar el juego del mundo como orden solar.

Tenemos dos bandos de once jugadores y una pelota cuya posesión se disputa. La pelota ha de rodar incesantemente y sólo aquietarse penetrando en la portería.

En ese momento, el balón que logra el gol suma un componente a los once y se obtiene el doce, número de meses del año solar. En tiempos, cuando se jugaba con pelotas de cuero, el elemento esférico era dorado y parecía un pequeño sol de utilería. Se trata de un rito guerrero, si se buscan analogías.

Dos tribus enfrentadas

Hay dos ejércitos, dos conjuntos de varones, que disputan por llegar hasta el fondo del territorio enemigo, respetando las fórmulas de las guerras antiguas, unidas a la técnica del dominio corporal moderno.

El vencedor impone el orden, copiado del ciclo del sol. Y penetra, sometiendo al contrario por algo que los mexicanos conocen bien, a través, sobre todo, del análisis que Octavio Paz diseñó en El laberinto de la soledad: convertir al otro en joto, por una suerte de síntesis entre la chingada y el rajarse.

El fútbol, en efecto, como también las religiones muy ritualizadas, consagra una forma oblicua, a veces vergonzante y sádica, de homosexualismo. Los jugadores que festejan un gol o una victoria tienen licencia para acariciarse, besarse y meterse mano con generosidad, echarse unos sobre otros y pegarse unos jubilosos revolcones que serían inadmisibles en otro contexto (una fiesta familiar, una plaza con mamás y niñitos, etc.).

El hecho de que el juego excluya a las mujeres nos lleva al mundo que Umberto Eco denomina ‘‘parsifaliano”, mundo de conventos, cuarteles, sectas estudiantiles y logias masónicas.

Al hechicero vestido de mujer, al cura con faldas, a la desnudez gozosa de muchos mártires bellos y equívocos (o inequívocos, según se mire), a contar desde el flechado San Sebastián, que convierte la agresión de sus verdugos en contorsiones de placer.

La guerra es, mirada eróticamente, una forma de unión por la destrucción, de modo que no resulta extraño que un juego evocador del combate posea elementos eróticos.

Lo solar, por su parte, si rizamos más el rizo, es lo viril y lo fecundante. El fútbol, que ocurre normalmente en días domingos, se conecta con la festividad del sol (el sunday, el Sonntag) sucede el día en que Dios reposa y el orden del cosmos funciona sin su intervención, bendecido por el ocio divino.

Es el día en que se cargan las reservas energéticas para la semana y el sol actúa como símbolo irradiante, como centro proveedor de energía. El pequeño ciclo del tiempo recomienza y se purifica.

Los oficios religiosos dominicales, la comida totémica en familia, corresponden a este nudo del momento final y también inaugural del tiempo que es el fin de semana.

Simbología secreta

En España, el equipo por excelencia es el Real Madrid, por ser el team rico de la capital del Estado. Aparte de sus patrimonios y el hecho de ser, normalmente, el campeón de la Liga, es significativo que su camiseta sea blanca, como si careciera de facción, de bandería. Es como la camiseta de todos, o sea de nadie.

Además, el blanco, ese color ausente, es el escogido en los ritos de iniciación, cuando el adepto pierde su identidad anterior y aún no ha adquirido la nueva. En ese momento, esta vestido de blanco. Color nupcial, en ciertas culturas; de luto, en otras. En cualquier caso, las nupcias y la muerte son iniciaciones a una nueva vida, muertes simbólicas.

Sobre la blanca camiseta del Real, el partido (la historia) va dejando sus auras de sudor, sus manchas de polvo, sus arrugas, a veces un trazo de sangre: las heridas simbólicas de la iniciación. La blancura de todos y de nadie es, solar, el Estado, la síntesis de la vida social como pugna y rivalidad.

Si empezamos con Ortega podemos ir terminando con él. En los años veinte, el filósofo madrileño (¿sería hincha del Real?) razonó sobre el carácter deportivo de nuestro tiempo. Si el siglo XIX había exaltado el trabajo, el día laborable, el esfuerzo productivo del hombre que somete a la naturaleza, el siglo xx se proponía como lo contrario: como una era de fiestas, de días no laborables, de domingos. Un tiempo deportivo, protagonizado por la figura del joven que hace la guerra y el sport.

En pie de guerra

El fútbol es como la traducción inocua de la contienda bélica. Los jóvenes que lo practican (en el fútbol no se envejece, en los umbrales de la madurez está el final de su carrera oficial) son personajes filiales, que actúan siempre, como los soldados, a las órdenes del director técnico.

No es casual que invoquen con frecuencia a la mamá, el papá o el mister. Para ellos, su carrera es una pedagogía que acaba cuando empieza la vida directiva. Obedeciendo se aprende a mandar, quien sabe seguir, sabrá encabezar. La vida social es, en clave de paz, una contienda. Esto parece explicarnos el fútbol, que es la traducción festival y ritual de una batalla.

Eventualmente, lo bélico rompe las convenciones de lo ficticio y se convierte en real combate. Hinchas y jugadores se trenzan a tortazos, se dan con barras y palos, se arrojan proyectiles. Hay incendios y aplastamientos, humo y muerte. Pero lo mismo ocurre en los nudos del tráfico, en las huelgas salvajes, en las manifestaciones.

Lo que el fútbol ha consagrado en la vida moderna es la religión de la guerra transformada en festival. Es como si la sociedad admitiera, indeliberadamente, que la guerra está en la base de la asociación, en ese estado de naturaleza y de pugna generalizada sobre el cual se monta el Estado. Convertida en juego inofensivo, la guerra es la memoria del cimiento social, el pacto sagrado entre los hombres que da sostén primordial a la cultura. Cuando el juego se rompe, reaparece lo bélico, la batalla de todos contra todos.

La paz sería, simétricamente, la batalla de todos por todos. Con sus certezas rituales, el fútbol ha sabido sustituir los rituales de antaño por un sistema de zonas sagradas, de cuadrados mágicos, de esferas cósmicas, de fetiches tocados por la irradiación del demiurgo: camisetas empapadas de sudor combatiente, estampas con la figura de los santos guerreros, un manojo de hierba del campo de batalla sobre el cual danzaron los jóvenes escogidos para el sacrificio y la gloria.

En los relicarios se guardaban astillas de huesos, cabellos y aún trozos pudendos de los mártires. Hoy tenemos zapatillas, gorras de portero, guantes, jirones del uniforme castrense que se gasta en las guerras de la paz.

Copyright © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")