La muerte pública ha sido durante siglos habitual, diría que normativa, en prácticamente todas las culturas. A veces, con ribetes sádicos como la tortura minuciosa, la hoguera, el descuartizamiento. El efecto intimidatorio se multiplicaba con una crueldad innecesaria como castigo pero necesaria como escarmiento.
Estas ejecuciones podían, con cierta frecuencia, acompañarse de ceremonias, formalidades, liturgias. La pintura ha recogido las compleja puesta en escena de los autos de fe. Había público para el tétrico espectáculo. Cronistas existen que cuentan cómo se asomaban los vecinos a los balcones donde, a veces, se alquilaban plazas como para ver desfiles de carrozas o cortejos de coronación.
¿Queda algo de esta asociación entre fiesta y dación de la muerte en nuestros días, tan apacibles y secularizados.? El encierro y la corrida tienen una muerte asegurada ‒la del toro– y otras en estado de suspense: los mozos y el espada. Los aficionados niegan la menor y se centran en la ostensión de la maestría, el buen hacer, el viril valor y el señorío humano sobre el animal. Son prácticas rituales, con sus instrumentos y vestimentas reglamentarios.
En España la muerte sigue siendo un espectáculo pero no simplemente el ver morir sino el acto de dar la muerte. El espectáculo es, esencialmente, matar. Se mata al toro pero también, eventualmente, se mata al torero y al mozo. Luego, según corresponde al rito, hay la contrición.
La multitud, que ha pagado por ver la fiesta y jaleado a los protagonistas para que expongan sus vidas, si la muerte se interpone, hace penitencia. Los funerales serán masivos, habrá duelo no sólo en la privacidad de las familias sino en ciudades, pueblos y barrios. Las honras fúnebres son el exutorio de una culpa y la consagración de un héroe. Mejor dicho, de dos. Hace años, en un restaurante de Valladolid, vi un pequeño reservado donde una candelilla de difuntos estaba perpetuamente encendida junto a un gigantesco retrato del toro Isleño, el que mató a Manolete. Rito sacrificial. Lo repito para abrir el condigno silencio.
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