¿Hasta qué punto los cuentos, las fábulas o las novelas pueden difuminar sus límites entre sí? Por descontado, los primeros constituyen un modo de enseñar al público infantil cuestiones a las que más tarde o temprano deberán enfrentarse en la vida.
Las fábulas también ilustran realidades a través de ejemplos de apariencia fantástica, haciendo más sencilla su comprensión. En unos y otros los personajes humanos conviven con seres mágicos —brujas o gigantes, como en el caso de los cuentos— o con animales antropomorfos —en las fábulas principalmente—. Las leyendas también se encontrarían dentro de esta tradición, originalmente difundida de forma oral, así como los mitos, que buscan dar un por qué a las cosas tangibles a través de lo divino.
Cuando este tipo de narrativas encuentra su posteridad al quedar fijadas en papel por mediación de autores concretos —de Homero a Ovidio, pasando por Esopo, Samaniego, los Grimm o Andersen—, llegan a convertirse en alta cultura. Si además la extensión de las historias comienza a ser consistente e incluso surgen nuevas historias de tipo simbólico ideadas por los propios autores —las Alicias de Carroll o La leyenda del santo bebedor de Joseph Roth (1939)—, nos encontramos ante el tercero de los géneros mencionados: la novela.
Volviendo al tipo de destinatarios, en muchos casos puede ser múltiple. Sucede con las fábulas y los cuentos —algunos dulcificados en posteriores adaptaciones—, siendo asequibles desde el periodo de la infancia. También con novelas como El principito, de Antoine de Saint-Exupéry (1943), ya que la comprensión de su contenido puede llevarse a cabo a diferentes niveles. Dependiendo de la edad en que el libro sea leído, podrán extraerse distintas conclusiones. Es evidente que cuanto mayor sea el grado de madurez del público, más rica en matices será la comprensión. Se da el caso de que en El principito su autor fue también el creador de las ilustraciones; del mismo modo ocurre con otros autores, como Pedro Casariego Córdoba y su Pernambuco, el elefante blanco, libro con dibujos que dedicó a su hija Julieta a modo de regalo póstumo —lo concluyó antes de arrojarse a las vías del tren de la estación de Aravaca—. En ambos casos, el destino nos privó de más ejemplos de este tipo, pues tanto Exupéry como Casariego se fueron demasiado pronto.
Con otros escritores como Roald Dahl o Michael Ende, sucede también que sus novelas tienen distintas capas y, como una cebolla, pueden ir desprendiéndose a medida que el individuo avanza rumbo hacia su madurez. Las capas más interiores serán las que posean una mayor complejidad, requiriendo de un lector adulto para su total comprensión. En el caso del último autor, son célebres en especial dos de sus trabajos: La historia interminable (1979) y su obra anterior Momo (1972) —cuyo título completo original es Momo, o la extraña historia de los ladrones de tiempo y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres—. Nos detendremos en esta última para analizarla más profundamente.
Dejar de ser niños antes de tiempo
¿Cuál es la esencia de Momo, su sentido último? Buscando su síntesis, podría decirse que demostrar la importancia de disponer de un tiempo que perder en cuestiones que no tengan un fin práctico o útil.
Desde los primeros años de los seres humanos, los adultos en quienes recae su formación se empeñan, en gran medida, en enseñarles a aprovechar el tiempo en cosas necesarias: el estudio, el trabajo, las responsabilidades a las que se tendrán que enfrentar posteriormente. Tratan de que ensayen experimentos de cara a un futuro, que practiquen a pequeña escala lo que después deberán llevar a cabo cuando sean independientes y deban «ganarse la vida».
La idea de hacerles autosuficientes puede llegar a mutilar su naturaleza genuina, hacerles dejar de ser niños antes de tiempo. Incluso acabar con el último resquicio de ese niño que siempre debería permanecer vivo, como una llama a la que alimentar durante toda la vida.
¡Cuán importante es no perder esa capacidad para la felicidad, la creatividad o la imaginación! Es responsabilidad de los padres, los tutores o los docentes alentar esa parcela tan fundamental, la motivación por las cosas que surge ya en el origen, desde un interior tan profundo.
Sócrates contemporáneo
Momo es una niña que, a pesar de su edad y supuesta ingenuidad, posee una inteligencia y deducción lógica mayor que la de muchos adultos. Así son los niños: sinceros, en buena medida puros y congruentes. Tal es así que, sin pretenderlo, Momo ejerce de Sócrates contemporáneo escuchando a los demás y haciéndoles comprender el fin que ellos mismos buscan. Y lo hace dejándoles hablar o, como mucho, haciéndoles algunas preguntas. Mayéutica pura. Momo no necesita grandes cosas para ser feliz, no es consciente de su pobreza porque no precisa de elementos materiales. Es un ser espiritualmente pleno. Esa sencillez le hace sabia y la convierte en modelo y ejemplo para los lectores, así como atractiva para quienes se la encuentran a lo largo de la historia: adultos y niños empatizan con ella, se sienten hipnotizados por su personalidad. Es social y a la vez es feliz cuando está sola. Vive en unas ruinas, símbolo del esplendor de nuestra cultura y algo bien ilustrativo del decadente mundo en que vivimos.
Todo comienza a torcerse cuando surgen los antagonistas de esta historia: los hombres grises. Seres míticos o fabulosos que se nutren del tiempo de los demás. Como vampiros, succionan esa parte de la vida dedicada a todo lo que no supone obligaciones para la supervivencia. Para arrabetar el tiempo a sus víctimas, se valen de la estrategia dialógica.
No obstante, a ellos no les interesa comprender a los demás, sino convencerles de que deben entregar su valioso tiempo —empleado en el ocio— al banco que ellos custodian. Les manipulan tergiversando los razonamientos gracias a su inteligencia maquiavélica. De este modo, Ende convierte el tiempo en algo material, en esas flores horarias que suministra el Maestro Hora, administrador del tiempo de los seres humanos. A medida que va habiendo un mayor número de individuos sin sus flores horarias, el mundo va tornándose igual de gris que aquellos hombres que sobreviven de la energía vital de los demás. La gente ya no ríe ni se divierte, pierde la imaginación, olvida ser social, concibe el mundo desde su interior vacío. Así, los edificios parecen sacados todos del mismo molde anodino. Momo se convertirá en símbolo de resistencia contra esta pandemia de mediocridad.
Reflejo de la realidad
En gran parte, el lector sentirá un cierto escalofrío al cerciorarse de que el mundo en el que vive se parece cada vez más al relatado por Ende en su novela. Por ello funciona, siendo reflejo de la realidad.
Momo representa la bondad, el sentido común frente a la sociedad cada vez más desorientada que nos rodea. Supone la última esperanza frente a quienes desprecian la belleza del mundo por su carencia de utilidad. La cultura no aporta beneficios inmediatos, la incultura permite a la política imponerse y convencer, adormecer todo espíritu crítico. En estas estamos, en un mundo cada vez más pobre espiritualmente y, por ello, menos bello. Por encima de una niña ideal y de unos seres malvados inventados, está un mundo dominado por personas con y sin rostro y una masa social cada vez más aborregada. Quienes nos sentimos en dicha encrucijada tenemos la responsabilidad de ser un poco Momos, aportar nuestro granito de arena para tratar de volver a equilibrar la balanza.
Momo no está sola. Cuenta con una compañera que se hará inseparable: la tortuga Casiopea. Ésta, aunque no habla, tiene la capacidad de manifestar su opinión a través de palabras que surgen en su caparazón. Además, puede adelantarse a los acontecimientos para evitar peligros y males. Una tortuga que se nos hace igual de simpática que la de la fábula de Esopo, por cierto. A pesar de su carácter frágil, contiene un gran poder y esto también es muy significativo. Su fantástica existencia, su imposible existencia juega dentro de las normas de este tipo de novelas, haciéndose creíble para el lector. Sin embargo, los hombres grises poseen una indumentaria que bien puede asociarse a individuos que desarrollan tareas «serias» y «grises» para los niños: los banqueros, los ejecutivos.
Otra historia fundamental, a caballo entre la novela, la fábula o el cuento es la de Mary Poppins. Creada por la escritora Pamela Lyndon Travers y llevada a la pantalla por Walt Disney en la famosa película dirigida por Robert Stevenson, expone también la importancia de mantener vivo el espíritu infantil incluso en la edad adulta para evitar caer en la «grisura» de aquellos personajes representados en el padre de los niños o en los trabajadores y dueños del banco al que el primero dedica su vida. Es hermoso ver cómo el progenitor acaba cayendo en la cuenta de su error y sacrifica su vida presente —su vida laboral, que le ha tenido absolutamente absorbido de una forma inútil (paradójicamente su labor supuestamente necesaria para la sociedad carece de sentido de cara a su vida personal, al empobrecerla)— en pos de su felicidad y de la de su familia.
En definitiva, llegar al «ende» de Momo —palabra que casualmente representa el apellido del autor y significa «fin» en alemán— supone haber reflexionado en torno a una historia moral, por cuanto encuentra su eco en nuestro día a día. Se trata de un libro universal que no nos deja indiferentes, que nos atañe como personas y que alude a la ética, la bondad y el sentido común, a nuestras mejores características y esencias. Y, sobre todo, a lo que nunca debemos perder: la necesidad infantil de perder el tiempo, o invertirlo en cosas que nos humanicen, evitando convertirnos en autómatas o figuras diseñadas con idénticas características. Ende, como tantos de los escritores mencionados, conservaba la llama de ese niño que fue y, gracias a ello, pudo brindarnos esta maravilla literaria. En agradecimiento, solo nos queda disfrutarla y aprender de ella.
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