El 1 de junio de 1968 fue descubierta una tumba en Paestum (Sicilia) que ha abierto una plural incógnita entre los arqueólogos. Al evento dedica Tonio Hölscher su libro El nadador de Paestum. Juventud, efebos y mar en la antigua Grecia (traducción de Lara Cortés Fernández, Crítica, Barcelona, 2022, 170 páginas). Es un texto amable, fluido y dirigido a los lectores curiosos y legos, sin eludir algunas simplezas y reiteraciones. Quienes quieran abundar en la información disponen de una nutrida bibliografía en las notas respectivas.
Abierta la construcción no se hallaron en ella restos mortales ni señas que identificaran al inhumado. No sabemos ni seguramente nunca sabremos su nombre, sus caracteres físicos ni su rango social, aunque se impone la evidencia de que se trata de alguien de clase elevada. Las figuras que la ornan nada parecen tener de fúnebre pero este carácter suele darse en las tumbas griegas. Las escenas trasuntan juego y alegría, acaso evocando los días felices del agasajado, cuando no la promesa de un mundo placentero más allá de la vida terrenal. Hay un simposio de hombres maduros y barbados junto a efebos imberbes, desnudos o apenas vestidos. De ellos destaca uno que se arroja al mar desde una altura que mide una suerte de trampolín, diseñado como una estructura de madera. Extendido y grácil, ha quedado suspenso en el aire por los siglos de los siglos.
Los especialistas se inclinan a una lectura simbólica, una metáfora que describe una escena de ultratumba. El muchacho se arroja a las aguas de la muerte para habitar el más allá, infinito, constante y acogedor como el mar. Hölscher prefiere una lectura realista, vinculada con episodios de la educación de los adolescentes. A los chicos griegos, en el difícil y decisivo trance que va de la infancia a la joven madurez, se les enseñaba a leer y a nadar, a formar su mente y su cuerpo, todo por junto. Los hombres maduros aprovechaban la didáctica para entablar relaciones eróticas, de las cuales quedan algunas inscripciones labradas en las rocas.
Estos núcleos actuaban alejados de las ciudades, en una especie de comunidad masculina que se entregaba a una labor iniciática, un rito de pasaje entre edades de la vida. Lo ritual tenía un trasfondo mitológico, como corresponde. La repetición ritual era la insistencia de un relato que provenía de una memoria intemporal, como es propio de los mitos. Nunca ocurrieron realmente y por ello pueden repetirse con una constancia didáctica y amorosa.
Las inferencias de Hölscher nos llevan a una sociología sexual clásica. La mujer era un ser doméstico con el cual tenía acceso el marido para asegurar la continuidad de la vida social. La esposa se quedaba en casa, administrando el lar y criando a los herederos. El varón hacía lo suyo en el exterior: política, guerra, filosofía, ciencia, producción económica. El sexo era un atributo viril y ocurría normalmente en parejas de maestros y discípulos. Las diferencias entre sexualidad propiamente erótica y reproductiva no daban lugar a las actuales distancias entre lo heterosexual y lo homosexual.
No obstante, también las jóvenes griegas tenían un acceso adolescente a la natación, la comunidad y la desnudez. Formaban comunidades igualmente alejadas de la urbe y en las cuales no se prueban contactos lésbicos. Se valían de grutas desde las cuales partían sus ejercicios gimnásticos.
En esto, Esparta parece aportar una excepción pues allí había gimnastas femeninas que competían como los varones aunque apartados de ellos. En las tumbas se las solía representar con danzas y músicas, éstas ejecutadas con instrumentos de aire y cuyos sonidos se ha llevado, desde luego, el aire del olvido.
Nuestras costumbres difieren de las griegas pero el eco resuena en la práctica de la natación moderna, sea como juego o como deporte. Seguimos sabiendo que el cultivo del cuerpo se alía con el desarrollo humano en sociedad. Lo corporal se mantiene saludable a la vez que dispuesto al trabajo y al servicio. Internarse en el mar, dominar sus fuerzas benignas y peligrosas, es una metáfora de la vida en común. A las certidumbres de la existencia en tierra firme, pone límites imprecisos y aventureros la presencia del mar, símbolo de la vida por vivir, una vida de experiencia y conquista. A la vez, el desnudo aporta la afirmación del cuerpo como algo bello que debe incrementar su natural hermosura con el ejercicio. Si se le añade la competición, se tiene en cuenta lo selectivo. Los más aptos llegan más alto y están destinados a mandar. Más aún: a ganar en una serie de episodios donde se rubrica su capacidad. La convivencia de adultos y adolescentes, de maestros y aprendices, es un retrato comunitario de las generaciones que aseguran la permanencia de la vida en común.
El pasado ha pasado y no vuelve a situarse en la sucesión del tiempo, cuya vocación es, precisamente, pasar, dar paso. Entonces llega la muerte mientras la vida continúa. Hölscher se mantiene en el enigma pero no cede ante el misterio. Lo que los griegos hicieron, de cambiante manera, lo hacemos nosotros. El nadador de Paestum sigue brincando en el aire para zambullirse en el maremágnum del futuro. El mar se agita y se aquieta en su indiferencia. Sólo la deriva de los nadadores le da sentido. Flotante y pasajero, pero sentido por lo sensorial y espacio donde el hombre escribe su propio sentido de la vida, a fin de cuentas. Son unas cuentas que no cesan de leerse inscritas en los muros de Paestum.
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