Desde el primer momento recibí con alegría saber del proyecto de Michael Winterbottom de adaptar en 2010 El asesino dentro de mí, la novela de Jim Thompson. Y cuando leí que durante su proyección en el Festival de Berlín varias personas habían huido del ¡pase de prensa! (¿los periodistas acreditados no deberían estar obligados a ver algo que al menos les perturba?) y que el público rosamontero se quejaba de su extrema violencia, sospeché que la película iba a merecer la pena.
Y así es.
Precisamente veinte años antes se estrenaba Labios ardientes (1990), otro himno de la misoginia (también con triángulo “ardoroso” de varón acorralado entre dos hembras), basada en la novela –y el guión cinematográfico póstumo– de un coetáneo sureño de Thompson, Charles Williams (ambos nacieron en la década de los 10 y murieron –en el caso de Williams se mató– en la década de los 70), y asimismo dirigida por otro niño terrible, Dennis Hopper. El filme también gozó de cierta incomprensión, sin siquiera obtener el beneplácito del circuito de festivales prestigiosos que sí obtuvo la cinta de Winterbottom.
Labios ardientes adaptaba la que, tras muchos años macerando su recuerdo, podría considerar la mejor novela de su autor, The Hot Spot (conocida como Hell Hath No Fury en su primera edición estadounidense): la crónica del paulatino hundimiento de un tipo que se cree muy vivo en las arenas movedizas del misterio femenino. Básicamente, describe en clave pulp el proceso de desvirilización que inconscientemente sufre el macho en el establecimiento de una relación estable, y cómo la indefensión termina por ser la mejor arma femenina. Es también, creo, la mejor novela de suspense que he leído jamás (pido disculpas por mi tendencia a construir asertos rimbombantes, estoy intentando dejarlo).
Dennis Hopper despoja legítimamente todo el suspense de su adaptación, y se concentra en dos elementos relacionados: el calor y el sexo. A mí la película me gusta mucho, aunque el talante disperso, marihuanero y jazzístico de Hopper poco tiene que ver con la precisión de reloj, la ansiedad temperamental y el sentido de la tensión de Williams. Pero es una buena película: tanto Don Johnson, como Virginia Madsen y Jennifer Connelly cumplen bien sus cometidos.
Las novelas de Williams y Thompson tenían muchas cosas en común: el ambiente sureño, la atmósfera asfixiante y por ende la asfixia existencial de las pequeñas ciudades, el sentimiento de alienación, la villanía de sus protagonistas –casi siempre unos buscavidas muertos de hambre, “buenos para nada”–, la identificación del grupo como un elemento maligno y represor del que hay que escapar… habitualmente mediante el dinero. Pero mientras Williams consigue de forma absoluta la empatía de los lectores con sus protagonistas –éstos pueden ser bellacos, pero no tienen comportamientos sociópatas: de hecho, se parecen mucho a cualquier hombre heterosexual promedio que se sincere, también en sus debilidades (las mujeres fatales a su pesar y el dinero bendito de per se), lo cual convierte sus relatos en apasionantes juegos de olla a presión, de caza al inocente, que hubieran dejado pasmado al mismísimo Hitchcock–, ahogando los intentos de huida hacia adelante con desenlaces casi siempre frustrantes para el antihéroe… Thompson resuelve la alienación por la tangente, transformando en animales destructivos a sus personajes: resolviendo la ecuación del eclipse de la personalidad en la sociedad moderna mediante la destrucción indiscriminada y, en consecuencia, la autodestrucción.
Williams es amoral, pero se atiene a un código personal reconocible por su estoicismo; Thompson es amoral a secas, y para muchos inmoral.
Obviamente, Thompson resulta más transgresor y moderno que Williams, pero será difícil encontrar un escritor en la historia del género negro que iguale los juegos de suspense y el análisis de la dinámica de poder sexual que Williams establece en sus novelas.
Por su parte, El asesino dentro de mí, versión 2010 (no he visto la de Burt Kennedy, con Stacy Keach antes de cambiar las agresiones físicas a las damas de su Lou Ford por las verbales de su Mike Hammer), parece, por su fotografía lavada a la piedra, una de esas películas negras luminosas, situadas en los años 50 y rodadas en los 70. Me gusta de Winterbottom cómo concilia su aura de autor con una realización funcional: los planos duran lo que cualquier película comercial estadounidense, no se anda por las ramas de la perspectiva hanekeana de a dos horas mentales el corte. El rostro a medio camino entre la candidez y el retraso mental de Casey Affleck ayuda al espectador a distanciarse o empatizar cuando conviene con las acciones de este perturbado, este ser alienado que paga su aparente integración en la cerrada comunidad pueblerina (donde todo el mundo cree saber cómo es él) desintegrándose y desintegrando mujeres y hombres en su entorno.
No hay tanto sexo y violencia como propalan los pacatos. De hecho, molesta un poco que un inglés avezado en el rodaje de escenas de cama como Winterbottom se deje colar incoherencias de raccord por ensabanar los pezones de Jessica Alba. La Alba no hace gran cosa y la secuencia en que Lou Ford la apaliza tampoco logra culminar el naturalismo extremo que persigue (igual que le pasaba a Las horas del día, que sólo fallaba en los asesinatos); le falta a Winterbottom gasparnoeizar la secuencia: pero sí se atreve a mostrar el rostro insultantemente bello deformado por los golpes, la belleza estúpida de Jessica Alba transformada en una máscara sanguinolenta y anticlimática, como una Gioconda rajada por la mitad o un David desplomado de su pedestal y hecho añicos.
Kate Hudson está más afinada, más entregada en su difícil papel (sin diálogos que la expliquen directamente; creando personaje desde la mera presencia) y el acto de violencia que protagoniza sí resulta apropiada y rotundamente brutal. Sólo por esta secuencia ya merece la pena el visionado de El asesino dentro de mí, una película que, como la novela, escupe a la sociedad su propio sinsentido.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.