Siempre me he sentido el John Milius de mi generación cultural en España.
Por suerte, a diferencia de él, yo no soy nacionalista, amo el mestizaje y la diversidad, no me atraen las armas y la violencia sólo me gusta embotellada en ficción. Diría que, así en general, conozco el límite de mis locuras y jamás votaría un partido que esté de acuerdo con mis demonios. Los demonios, para el arte.
Pero, como él, soy un artista guerrero en esencia: amo el individualismo y necesito enemigos, reales o imaginarios, para retarme y avanzar como autor; como él, detesto la clase política y (consecuentemente) las mafias culturales y el paternalismo estatal; como él, soy un bocazas que no busca primero su conveniencia y, como él, acabaré siendo un paria.
Hace 20 años estuve a punto de ser su «biógrafo» en un proyecto de libro sobre su carrera e incluso emprendí los trámites telefónicos con su ayudante para sostener con Milius varias entrevistas. Y es que soy muy devoto de su obra.
Su Conan el Bárbaro es la película que más veces he visto en mi vida. Adoro sus guiones para Magnum Force (la segunda de Harry el Sucio), Jeremiah Johnson, El juez de la horca y Apocalypse Now. Me encantan Dillinger, El viento y el león, El gran miércoles y Adiós al rey. Y, claro, sus retoques para Tiburón, Peligro inminente o la serie Roma. Me he tragado sin parpadear toda su decadente y patriotera etapa final, incluido el birrioso telefilme Motorcycle Gang.
Al final no hice el libro porque cuando me entrego a algo me quedo exhausto, no tengo término medio, y no quería consagrar años de mi vida a esa tarea: quería consagrarla a mi propia obra.
Por modesto que sea tu recorrido, a veces hay que matar a los «padres espirituales» para poder avanzar por tu propio camino o te limitas a ser su excrecencia. Por ejemplo, nunca he querido conocer a Frank Miller, porque saludarlo en el rol de fan sería para mí una decepción.
Y por esa decisión de alejarme como fan de mis ídolos y mantener mi idolatría en las constantes de mi propia obra, es por la que dejé conscientemente de seguir al tanto de los derroteros vivenciales de Milius. A ello contribuyó el dolor de saber (y el deseo de olvidar) que lleva 25 años sin escribir ni dirigir un largometraje.
Y por eso, en un momento de debilidad que me ha llevado a mirar este reportaje (llamarlo documental me parece exagerado) vindicativo de su figura, me he quedado de piedra al descubrir que hace una década sufrió un infarto y que ha perdido el habla desde entonces.
Me conmueve ver a Spielberg defendiendo su amistad con Milius, averiguar que Connery sólo aceptó trabajar en La caza del Octubre Rojo si él le escribía los parlamentos, y me resarce de manera malsana comprobar que a lo largo de su vida ha soltado salvajadas en público más bestias que las mías.
Y pese a que es posible que en persona me resultara muy desagradable (patán no come patán), le seguiré admirando siempre.
Creo en su obra y en su honestidad artística.
Y me apena mucho la espiral de autodestrucción profesional en la que cayó hace un cuarto de siglo y todas sus desgracias económicas y de salud.
Como diría un argentino, aun y con todo lo cretino que Milius pueda ser, me lo banco. Me lo banco hoy y siempre.
Como a mí me bancan muchos grandes artistas y amigos.
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