Las películas basadas en personajes intelectuales rodeados de respeto, pueden resultar fallidas, justamente, porque la coraza de la obra impide llegar al personaje, que es quien ha de aparecer en la pantalla y sostenerse como tal y no como una colección de notas al pie de sus propios textos. Le ocurrió a un actor tan talentoso como Jordi Mollá, a quien se obligó a personificar al escritor Jaime Gil de Biedma en El cónsul de Sodoma como si Gil de Biedma se hubiera pasado la vida citando sus escritos. Mollá salvó el tipo pero tuvo el libreto en contra.
En Mientras dure la guerra Alejandro Amenábar enfrentó el mismo peligro pero esta vez lo superó con amplitud. En parte es su mérito como director, pero también lo es en tanto coautor del guion. Ha evitado no sólo ese fatal literalismo, sino también otro, no menos previsible: hacer una historia en que una parte de los personajes tiene razón frente a la otra, que es la de los equivocados y malvados.
En un asunto tan urticante como la guerra civil española, estas tensiones derivadas entre el público son inevitables, mas el filme de Amenábar no las merece.
Tirios y troyanos, rojos y negros, facciosos y revolucionarios, se diría que se muestran teniendo razones. No la Razón, que es una diosa y no la tiene nadie, sino discursos para sostener que están defendiendo a España de sus enemigos, que uno ven como marxistas-judíos-masones y otros, como reaccionarios, meapilas y dictatoriales. Quien vea la película quizá pueda pensar que, así planteada, la cosa no tenía otra salida que una guerra civil. ¿Era evitable? Nunca lo sabremos. Ocurrió y resultó inevitable por sus efectos, como toda guerra.
Lo cierto del caso es que gentes como el suscrito, criado en la simpatía hacia la república y la fobia al franquismo, hemos podido seguir el relato de Amenábar con holgura y admiración. Es cierto que no todo lo allí narrado está estrictamente documentado, sobremanera el discurso final de Unamuno y la supuesta –nunca probada– intervención de Carmen Polo de Franco. También es cierto que no estamos ante un filme documental, sino ante una ficción que se vale de documentos históricos y explora sus grietas para ofrecer lo que verosímilmente habría podido ocurrir aunque no se encuentre documentalmente contrastado.
El tema de la película, en mi lectura, no es la sublevación, ni la crisis de la república, ni el inicio de la guerra, ni las relaciones de los unos y los otros con Hitler, Mussolini, Stalin, Chamberlain o el Papa de Roma. Es el drama del intelectual que no puede acceder al maniqueísmo de la acción, que todo lo pondera, todo lo razona y que todo puede dudar, pues sus verdades no están avaladas por Dios, ni por los dioses y diosas sustitutos como la naturaleza o la historia, convenientemente divinizadas. Y así es como a Miguel de Unamuno, partidario y luego adversario de la república, partidario y luego adversario del golpe de Estado, finalmente lo tritura una guerra que lo afecta y de la cual no puede participar, la guerra entre el fascismo y el comunismo. Ante ella, o se toma un puesto de combate o se soporta la matanza como una fatalidad. Así resulta que la oposición no es entre Unamuno y Franco, sino entre Unamuno y Millán Astray, la acción y la reflexión. Lo que Millán Astray le dice a Unamuno desde el bando franquista, se lo podía haber dicho el general Líster desde el otro bando.
La excelencia del filme no sólo va abonada por su habilísimo guion sino por una producción minuciosa y sólida, y un elenco de actores infaliblemente excelentes. Karra Errejalde, describiendo la parábola de Unamuno como una decrepitud creciente y una desolación ante esa España inaceptable que sigue siendo la suya, y Eduard Fernández, dando verosimilitud inmediata a Millán Astray –un personaje fácilmente caricaturesco‒ ambos proponen un par de obras maestras de la interpretación.
Sinopsis
España. Verano de 1936. El célebre escritor Miguel de Unamuno decide apoyar públicamente la rebelión militar que promete traer orden a la convulsa situación del país. Inmediatamente es destituido por el gobierno republicano como rector de la Universidad de Salamanca.
Mientras tanto, el general Franco consigue sumar sus tropas al frente sublevado e inicia una exitosa campaña con la secreta esperanza de hacerse con el mando único de la guerra. La deriva sangrienta del conflicto y el encarcelamiento de algunos de sus compañeros hacen que Unamuno empiece a cuestionar su postura inicial y a sopesar sus principios.
Cuando Franco traslada su cuartel a Salamanca y es nombrado jefe del Estado de la zona nacional, Unamuno acudirá a su Palacio, decidido a hacerle una petición de clemencia.
En palabras de Alejandro Amenábar, «la frase Venceréis pero no convenceréis convirtió a Unamuno en un mito, pero no existen registros sonoros ni transcripción del discurso y sí muchas versiones de lo que dijo, aparte de la propaganda de un lado y de otro, de ahí la polémica. También hay debate sobre lo que dijo, o no, Millán Astray. Por eso, abordar la escena del discurso se convirtió para mí en un acto de máxima responsabilidad. La he preparado a conciencia consultando todo tipo de documentación y testimonios procedentes de los dos bandos, y la he escrito y rodado en conciencia. Para mí, la evidencia más clara de que don Miguel lió una buena durante aquel acto es que esa misma tarde le revocaron el acceso de socio al Casino de Salamanca, vamos, que lo echaron, y dos días después fue destituido como rector de la Universidad de Salamanca y pusieron un guardia en la puerta de su casa. O sea, que algo y muy gordo tuvo que pasar».
«Teníamos claro ‒añade‒ que no queríamos hacer un panegírico sin más de la figura de Unamuno, y a la vez queríamos contar con el apoyo y la colaboración de su familia. Ellos leyeron el guion y fueron respetuosos, aunque dada la propia controversia que generaba y genera a día de hoy el personaje, hay puntos sobre los que no existe unanimidad: uno de ellos es si donó o no a los sublevados 5.000 pesetas. A pesar de que la figura de Unamuno cuenta con grandes expertos y biógrafos, como Jean-Claude y Colette Rabaté, decidimos prescindir de asesoramiento directo para no estar condicionados a la hora de recrear el personaje, aunque por supuesto antes de escribir nos sumergimos en la bibliografía existente, incluida la del propio Unamuno. En estas cuestiones, como en las más espinosas relativas a la guerra, mi actitud fue siempre la de recopilar la mayor cantidad de información posible antes de tomar la decisión final en el guion. Sinceramente, creo que la película es un retrato fiel de lo que debió sentir Unamuno en esos meses, acorralado en Salamanca, en su casa, repudiado por antiguos amigos y adulado por futuros enemigos. Un auténtico viacrucis para él, que desde el punto de vista dramático es oro, porque ves a un personaje que va cambiando, creciendo y rebelándose».
«Creo que es imposible rodar desde la imparcialidad ‒dice Amenábar‒, ni siquiera un documental. Siempre habrá una mirada, un punto de vista, una intención. Otra cosa es el respeto al espíritu de los hechos y las personas reales, no desvirtuarlos, y sobre todo no caer en el adoctrinamiento o la manipulación ideológica. Como espectador me gustan las películas que me dejan margen para pensar, y eso es precisamente lo que intento potenciar como creador, que la gente piense, hable, discuta… Durante la escritura del guion y durante el rodaje contamos con un asesor histórico y con un asesor militar que también era historiador. Entre ellos mismos surgieron discusiones sobre ciertos episodios y detalles: qué se dijo aquí, qué pasó, qué no pasó… Escuchar a uno y a otro, como si fueran dos pepitos grillos, me venía muy bien a la hora de tomar decisiones. Quizá esta película incomode más a quienes están en los extremos, porque yo no soy extremista. Desde luego no he querido hacer una película con espíritu revanchista o victimista, y espero que sea entendida tanto por gente de izquierdas como de derechas».
«Me gustaría ‒concluye el director‒ que la película se entendiera como conciliadora. Por eso era importante para mí que la cartela final recordara que con las elecciones de 1977 se recuperó la democracia, porque ese es el período que yo he vivido y disfrutado desde niño, un sistema que básicamente permite la convivencia entre personas con ideas opuestas. De eso se trata para mí, de entender que lo sano es que todos pensemos de maneras distintas. Si pensáramos igual, el mundo sería muy triste. O sea, una dictadura».
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