No son pocos los lectores para los que el escritor Kurt Vonnegut Jr. (1922–2007) figura entre lo más granado de la literatura norteamericana del siglo XX. Décadas después de sus publicaciones originales, sus libros siguen siendo analizados y discutidos en las clases de literatura de institutos y universidades. Su obra está teñida de un afilado absurdo que se burla de la inherente crueldad del indiferente universo en el que vivimos y la estupidez de la que nuestra especie es incapaz de librarse.
Sus títulos más conocidos están relacionados con la ciencia ficción, si bien ésta es una etiqueta que él siempre evitó. De hecho, buena parte de su primera obra apareció publicada en revistas pulp del género, y los elementos y tópicos de éste juegan un papel más o menos relevante en bastantes de sus ficciones, como la sátira distópica La pianola (1952); Las sirenas de Titán (1959), en la que se descubre que toda la historia humana ha sido una gran manipulación alienígena para enviar un SOS; Payasadas o ¡Nunca más solo! (1976), en la que un par de hermanos superinteligentes diseñan un plan para salvar de la soledad a los norteamericanos de un futuro cuasicatastrófico; Galápagos (1985), en la que los involucionados humanos del futuro observan el presente; o su última y autobiográfica novela, Cronomoto (1997), en la que el evento del título obliga a la gente a revivir sus vidas una segunda vez. Y fue también el creador del ficticio escritor fracasado de ciencia ficción Kilgore Trout –homenaje a Theodore Sturgeon‒ que, desde su primera aparición en 1965 en Dios le bendiga, Mr. Rosewater, tomaría parte en la trama de varias de sus novelas, de género o no, a lo largo de las décadas.
Frecuentemente, se considera Matadero cinco o La cruzada de los niños (1969) como la mejor obra de Kurt Vonnegut, una recreación indirecta de sus propias experiencias como prisionero de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial y superviviente al bombardeo de Dresde en el que murieron decenas de miles de civiles en unas pocas horas. De la novela ya hablé extensamente en otro artículo, así que a él me remito para centrarme ahora en la adaptación que realizó George Roy Hill en 1972, un director que entonces estaba en la cresta de la ola gracias al éxito de Dos hombres y un destino (1969) y que repetiría, multiplicado, en 1973 con El golpe. Matadero cinco, en cambio, fue un bache en ese intervalo.
El optometrista de mediana edad Billy Pilgrim (Michael Sachs) averigua de repente que ha quedado desligado del tiempo y su mente es desplazada hacia delante y hacia atrás de la línea de su propia vida sin ejercer control alguno sobre ello. Así, se ve obligado a revivir la época en la que fue hecho prisionero por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial mientras servía en la infantería norteamericana, sobreviviendo, otra vez, al bombardeo aliado de Dresde en 1945; o su aburrida existencia posterior como empresario de clase media con un matrimonio moderadamente feliz pero no particularmente excitante y un hijo conflictivo; su abducción junto a la actriz erótica Montana Wildhack (Valerie Perrine) para ser exhibidos ambos en un zoo en el planeta Tralfamadore; y por fin, su muerte a manos de un antiguo enemigo de la guerra, ya siendo un venerable anciano que ha conseguido despertar el interés público con sus peculiares teorías sobre el tiempo.
Matadero cinco supuso un cambio radical en el tratamiento cinematográfico de viajes en el tiempo respecto a las producciones clásicas de, por ejemplo, George Pal (El tiempo en sus manos) o Irwin Allen (El túnel del tiempo). La elección de George Roy Hill para encabezar este proyecto fue tan extraña como cualquier cosa que hubiera podido salir de la imaginación de Vonnegut, pero hay que admitir que asumió riesgos en términos de ritmo, encuadres, montaje, reparto actoral e incluso banda sonora (deudora de Kubrick, de corte clásico y abundante en Bach, con la que se añadía un sentimiento adicional de austera melancolía en toda la producción).
Pero como adaptación, Matadero cinco tiene un gran problema, a saber, que es necesario haber leído la novela para encontrarle algún sentido; pero si conoces aquélla, la torpeza del guion se hace dolorosamente evidente. Las novelas de ciencia ficción no tienen problemas a la hora de saltar hacia delante y hacia atrás en el tiempo, pero los guionistas y directores de cine tienen más reparos con este tipo de estructura, asumiendo que el público generalista tiende a perderse cuando hay muchos saltos temporales en la historia.
Así que, de partida, Matadero cinco es un libro muy difícil de llevar a la pantalla no solamente por su estructura no lineal sino por su narrativa fragmentada. El protagonista salta hacia delante y hacia atrás de su propia vida sin seguir una pauta fijada ni un periodo de estancia concreto, lo cual puede resultar desconcertante para el espectador medio, que, además, no sabe por qué o cómo ocurre tal cosa.
Su principal defecto, no obstante, es la trivialización de los temas que aborda el libro, ya sea la oscura ironía de Vonnegut, la tragedia muy real del bombardeo de Dresde o el secreto tralfamadoreano para vivir felizmente. Vonnegut escribía en un estilo que podríamos denominar fatalismo absurdo, con el que en la novela describía momentos de sobrecogedor sufrimiento y viajaba por el tiempo a lo largo de la vida del protagonista para, finalmente, encogerse de hombros ante la inutilidad de cualquier angustia existencial o acto violento. El guion de Stephen Geller no es capaz ni por aproximación de integrar ese espíritu en la película. No hay reacción alguna a las desgracias que puntean la vida de Billy o a la propia Guerra. No hay reacción ni emoción, sólo una historia fragmentada y sosa sobre un hombre que viaja por el tiempo y acaba encerrado en un zoo alienígena.
Además, al no incluir al personaje de Kilgore Trout y, a través de él, la afición de Billy a la ciencia ficción, también desaparece completamente la ambigüedad presente en la novela, donde no se sabía si el protagonista verdaderamente viajaba en el tiempo o, por el contrario e igualmente posible, sufría delirios psicóticos inspirados por sus lecturas y con origen en los traumas experimentados durante la guerra.
De vez en cuando, el guion se permite destellos de comedia negra que parecen querer imitar a la entonces reciente película Trampa 22 (1970), muy popular entonces y que también hizo flaco favor a la novela que adaptaba, una sátira antibelicista escrita en 1961 por Joseph Heller. Pero son estallidos puntuales y mal medidos, como esa escena –que no se sabe si pretende o no ser divertida pero que en cualquier caso no lo consigue– en la que Valencia (Sharon Gans), histérica tras enterarse del accidente aéreo de su esposo Billy, conduce enloquecidamente provocando todo tipo de incidentes antes de morir intoxicada por monóxido de carbono. Mientras que la yuxtaposición de los horrores de Dresde con las fantasías de Tralfamadore funcionaba bien en la novela, solapar en la película las escenas de la sucia realidad de la Segunda Guerra Mundial y los ridículos pasajes en el zoo alienígena con la venal y desnuda Montana Wildhack, resulta incómodamente discordante.
Esta discordancia afecta a otros aspectos del film, porque mientras las escenas del presente y el futuro tienen una cualidad onírica, incluso surrealista (otra vez, la lujosa jaula tralfamadoriana), las de Dresde están rodadas con un gran realismo.
Matadero cinco no está exento de logros, aunque sean menores. Por ejemplo, algunas de las transiciones visuales en los saltos temporales de Billy están bien conseguidas. Ahora bien, el montaje de estos desplazamientos en el tiempo, utilizando simetrías como enlace entre los diferentes momentos de la peripecia vital del protagonista, en realidad buscan un efecto de contraste irónico que no estaba presente en el libro. En éste, el propósito de la narración fragmentada y no lineal era reproducir la aleatoriedad de los saltos de Billy y la percepción que él –y el lector– tenía de su propia vida como si fuera una gran tela de retazos. Una mejor representación de la esencia aleatoria del viaje en el tiempo la podemos encontrar, por ejemplo, en Te amo, te amo (1968), de Alain Resnais, que, de hecho, antecede en un año a la novela.
Rodar en Dresde era imposible en 1972. Y no solamente porque su casco histórico y edificios emblemáticos hubieran sido arrasados por la aviación aliada, sino porque tras la guerra, la ciudad quedó en manos de la República Democrática de Alemania, esto es, en la órbita comunista y al “otro lado” del Telón de Acero. Además, la reconstrucción de Dresde se hizo siguiendo los criterios del urbanismo y arquitectura socialistas de la época. Así que George Roy Hill hubo de trasladarse a la más amistosa Praga, una ciudad que había conservado su belleza arquitectónica y en cuyas calles se filmó, por ejemplo, la entrada de los prisioneros de guerra a “Dresde” mientras los vecinos los contemplan, o los perfiles urbanísticos a través de la neblina.
Son imágenes con un cierto sabor a cuento de hadas que contrastan agudamente con la recreación del panorama de destrucción tras el bombardeo (y del que no existen filmaciones históricas). El descubrimiento que los personajes hacen de las montañas de escombros humeantes en que se han convertido los bellísimos edificios que contemplaron al llegar unos días antes, es quizá la secuencia más memorable y emotiva de la película, sin que el director entre en ningún momento a valoraciones subjetivas sobre la necesidad o no de aquel ataque.
En cuanto a los actores, se trata de un reparto de caras en su mayor parte desconocidas en aquel tiempo. Un debutante Michael Sacks interpreta al protagonista con la adecuada inocencia, amabilidad, retraimiento y resignación serena que le permiten aceptar su desconcertante capacidad para viajar en el tiempo. La dificultad de interpretar a un personaje en diferentes etapas de su vida fue reconocida con una nominación a un Globo de Oro. Y si no es hoy Sacks un actor más recordado es porque, tras trabajar a las órdenes de directores como Steven Spielberg (Loca evasión, 1974) o Peter Hyams (La calle del adiós, 1979), se retiró del mundo de la interpretación a mediados de los ochenta para emprender una exitosa carrera profesional como ejecutivo en el mundo de la tecnología y el software financieros.
Eugene Roche se pasó años en la década de los setenta como cara reconocible de los anuncios televisivos de la marca de detergente Ajax, pero ya contaba con una larga carrera anterior en el mundo del espectáculo (empezó a actuar en 1953) y luego se convertiría en uno de los rostros más populares de la pequeña pantalla gracias a sus participaciones en muchísimas series, desde Lou Grant a McCloud, pasando por Starsky y Hutch, Enredo o Se ha escrito un crimen. Aquí da vida al maduro, amable y paternal oficial Edgar Derby; y consigue que sea un personaje tan entrañable que su súbita ejecución hacia el final de la película cae como un verdadero jarro de agua fría.
Valerie Perrine, una antigua showgirl de Las Vegas –que en 1978 encarnaría a la inolvidable señorita Teschmacher, amante de Lex Luthor, en Superman‒ tuvo la difícil misión de interpretar desnuda –o semi– la mayoría de las escenas de su Montana Wildhack y hacerlo, además, con naturalidad y humor. Por último, Ron Leibman le da al violento Paul Lazzaro los tics de un verdadero paranoico que odia al mundo y a todos los que lo habitan.
Matadero cinco es una película con un claro sabor antibelicista que, al aparecer con el trasfondo de las protestas contra la Guerra de Vietnam y el gobierno de Nixon, tuvo el resultado que podía esperarse. Por una parte, excelentes críticas y buena acogida en el circuito alternativo y de festivales: ganó el Premio del Jurado al Mejor Director en Cannes y estuvo nominada a la Palma de Oro. También ganó el Premio Hugo a la Mejor Presentación Dramática (en un año en el que, irónicamente, competía con un telefilm, Between Time and Timbuktu, basado en diversos trabajos de Vonnegut). Por otra, la indiferencia del público generalista, a quien no le gustó demasiado, por lo que la recaudación fue mediocre. Con los años, fue haciéndose un nombre como film de culto gracias a los videoclubs y la televisión por cable.
Resulta sorprendente que Vonnegut se mostrara encantado con esta versión cinematográfica de su afamada novela. De hecho, pensaba que era mejor que ésta. Y es que, por todo lo comentado, Matadero cinco es una película fallida, probablemente confusa para quien no haya leído la obra original y decepcionante para quien sí lo haya hecho. No consiguió trasladar con éxito a la pantalla la noción de no linealidad del tiempo ni el espíritu resignadamente pesimista de la obra literaria. Lo que en Vonnegut era satírico, aquí se transforma en inadecuadamente cómico en virtud de un guion ni mucho menos tan inteligente y lúcido como el libro.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.